Una joven consigue escapar de la China comunista de Mao con la ilusión de iniciar una nueva vida y cumplir el sueño de ser libre.
En su China natal la consideraban una mujer sin futuro, una «semilla seca». La única opción de Anchee era la huida: dejar atrás aquel régimen totalitario y empezar de nuevo en un país donde existiera la libertad.
Pero la tierra prometida tampoco se revela como un lugar fácil, sobre todo al principio, cuando la soledad se alía con la pobreza. Una ciudad desconocida y no siempre acogedora, trabajos precarios, marginación social y desalmados dispuestos a aprovecharse. Esta es la realidad que parece empeñarse en acompañar a la muchacha en su país adoptivo. Sin embargo, pese a todos estos sinsabores, Anchee nunca pierde la esperanza de que un día se imponga la alegría. En el fondo de su corazón, la experiencia le ha enseñado que esa semilla de Oriente no crecerá solo gracias a los cálidos y amables rayos del sol, sino que también hacen falta las frías gotas de lluvia para llegar a florecer.
Anchee Min
La buena lluvia sabe cuando caer
ePub r1.0
Titivillus 07.04.15
Título original: The Cooked Seed: A Memoir
Anchee Min, 2013
Traducción: Ángeles Leiva Morales
Retoque de cubierta: Titivillus
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2
Para Lauryann.
Gracias por hacer escribir este libro
ANCHEE MIN, nacida en 1957 en Shanghái, es una escritora, fotógrafa y música china-estadounidense. Vivió en China hasta 1984 y actualmente vive entre Los Ángeles y Shanghái. Azalea roja (1994) y sus subsiguientes novelas, son tanto autobiográficas como el reflejo de un periodo específico de la historia de China, poniendo un fuerte énfasis en los personajes femeninos.
Min fue enviada a un campo de trabajo en el este de China a los 17 años. Allí contrastó los ideales que le habían inculcado sobre el comunismo de Mao con la realidad: en los tres años que estuvo en el campo pasó por diversas dificultades mentales y físicas, que incluyeron severas lesiones en su columna.
En ese campo de trabajo fue descubierta por un caza talentos que buscaba jóvenes para hacer una película de propaganda, bajo la dirección de Madame Mao. Sin embargo, Mao murió antes de que se terminara la película, Madame Mao fue sentenciada a muerte, y Anchee Min fue catalogada de «marginada política», fue degradada y destinada a realizar tareas comunitarias para «reformarse».
En 1984, con ayuda de una amiga, la actriz Joan Chen, llegó a Estados Unidos, sin siquiera hablar el idioma. Actualmente escribe sus libros —novelas históricas semi autobiográficas— en inglés, ya que este idioma le permite, según sus propias palabras, describir las experiencias de su infancia en la China comunista de Mao.
Notas
[1]
No quiero parar
Hasta llegar a lo más alto
Uououo…
[2]
Hay verdes pinares por toda la colina
Hay inmensos cultivos para cosechar
Es maravilloso destruir al antiguo sistema
y cambiarlo por uno nuevo
Es maravilloso que los campesinos se conviertan en
los maestros de la universidad
1
E ra el 31 de agosto de 1984. Medianoche en China, por la mañana en Estados Unidos. Estaba a punto de caer del cielo y aterrizar en Chicago. Lo que hacía que estuviera nerviosa y asustada era el hecho de que no hablaba inglés y no tenía dinero. Los quinientos dólares que llevaba en el monedero eran prestados. Pero no podía dejarme llevar por el miedo. Tenía veintisiete años y la vida había terminado para mí en China. Era la escoria de madame Mao, lo que significaba que no merecía ni que me escupieran. Había trabajado durante ocho años en empleos de baja categoría en el Estudio de Cine de Shangai. Se me consideraba una «semilla seca»; no tenía posibilidad alguna de germinar.
Sentada en el avión que atravesaba el océano Pacífico, sentía como si soñara con los ojos bien abiertos. Intenté imaginar la vida que me esperaba, pero mi mente retrocedió al pasado. Me vi de niña, en el parvulario, donde todos me llamaban Peste. Mi madre estaba enferma de tuberculosis y nunca tenía ocasión de lavarme la manta que yo llevaba a casa todos los meses.
—Solo es cuestión de tiempo —decía madre.
Tenía treinta y un años y no confiaba en durar mucho. Al verla respirar con fatiga y al pensar en que mi abuelo había muerto de tuberculosis a los cincuenta y cinco y mi abuela a los cuarenta y nueve, no tenía el valor de seguir pidiéndole que me lavara la manta.
Cuando volvía a clase con la prenda sin lavar, la maestra ponía los ojos en blanco. «¡Y mira ese par de zarpas!», exclamaba apartándose con cara de asco. Yo me moría de vergüenza. Habría deseado decirle que había tratado de hacerlo yo misma, pero que las tijeras no cortaban porque estaban oxidadas. Tampoco podía contar con la ayuda de mi padre. Rara vez estaba en casa. Se pasaba el tiempo llamando a puertas ajenas para pedir dinero prestado, vestido con harapos remendados en las rodillas y los codos. La gente lo evitaba en cuanto lo veía acercarse.
Con el calor y la humedad del verano, comenzaron a salirme granos en la frente, los cuales, al infectarse, se hinchaban y supuraban. Las moscas se posaban en mi cabeza. Yo intentaba no rascarme los granos, pero el picor era insoportable. Para reducir el riesgo de pasar microbios a los demás, me limitaban el juego y en clase me mantenían alejada del resto de mis compañeros, sobre todo cuando nos explicaban un cuento.
Supliqué a mi madre que me llevara al médico. Para entonces uno de los granos era del tamaño de una uva. Mi madre me respondió que no tenía dinero. De sus cuatro hijos, yo era la única que no estaba enferma.
—Tu padre ha agotado a todos nuestros parientes —dijo madre—. Ya no hay nadie dispuesto a ayudarnos.
Todos los meses veía a mis padres enfrentarse al pago atrasado de las deudas contraídas con familiares, amigos y compañeros de trabajo. Ni siquiera teníamos una toalla. Llevábamos años compartiendo los seis el mismo trapo mugriento. La conjuntivitis se extendió entre todos los miembros de nuestra familia. Al final mi madre me dijo que los granos no me matarían.
En Shangai se nos consideraba de clase media. Yo deseaba que mis padres fueran proletarios como nuestros vecinos, para así tener derecho a una asistencia médica gratuita. Por desgracia, los dos eran maestros y, por lo tanto, los tenían por simpatizantes de la burguesía. Había que reformarlos. Cuando estalló la Revolución Cultural en 1965, mi madre fue enviada a una fábrica. Su cometido consistía en seleccionar botas de goma de moldes en una cadena de montaje. Para llegar allí tenía que coger tres autobuses todas las mañanas, con lo que tardaba una eternidad. Mi padre trabajaba aún más lejos, en una imprenta.
Un día me mandaron a casa con una nota del parvulario. Al inspector de la oficina de salud pública le preocupaba que mi infección pudiera propagarse. Ordenaron a mis padres que «tomaran medidas» o el gobierno lo haría por ellos. Mi madre optó por no responder.
Una tarde de lunes un triciclo azul con estrellas rojas pintadas a los lados vino a buscarme. Me llevaron a un hospital, donde un cirujano me quitó los granos infectados. La intervención me dejó una cicatriz de dos dedos de largo en el lado izquierdo de la frente.