MASAJI ISHIKAWA. Como decenas de miles de coreanos étnicos en Japón y sus familiares, la familia de Ishikawa al completo emigró a Corea del Norte en 1960, cuando Ishikawa tenía trece años, en un programa de reasentamiento organizado por las sociedades de la Cruz Roja de los dos países para coreanos que vinieron o fueron traídos a Japón antes y durante la guerra. Se estima que, entre 1959 y 1984, un total de 93.340 residentes coreanos de Japón, sus cónyuges y descendientes japoneses se mudaron a Corea del Norte. La Sociedad de la Cruz Roja Japonesa calcula que unas mil ochocientas esposas japonesas, como la madre de Ishikawa, se fueron allí con sus esposos coreanos. Pero la vida en lo que se promocionaba como un «paraíso en la tierra» no era nada parecido a ningún paraíso. La madre de Ishikawa, víctima de la pobreza y la discriminación, murió en 1973, seguida de su padre en 1984. Su hermana menor y sus dos hijos murieron de hambre en 1997, poco después de la huida de Ishikawa de Corea del Norte. Este organizó una operación de rescate de su otra hermana, que finalmente tuvo lugar en 2004, tras cruzar el Yalu con la ayuda de las mafias de la frontera y llegar al norte de China en la noche del 18 de octubre. Desde la fuga de Miyazaki en octubre de 1996, alrededor de cincuenta personas más han abandonado de manera clandestina Corea del Norte y están viviendo ahora en Japón.
Título original: A River in Darkness: One Man’s Escape from North Korea (2018)
Masaji Ishikawa, 2000
Traducción: Esther Cruz Santaella
Editor digital: Titivillus
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La desgarradora historia real de la vida de un hombre en Corea del Norte y su posterior huida de uno de los regímenes totalitarios más brutales del mundo. Mitad coreano, mitad japonés, Masaji Ishikawa ha pasado toda su vida sintiéndose como un hombre sin país. Un sentimiento que se profundizó cuando su familia se mudó de Japón a Corea del Norte, cuando Ishikawa solo tenía trece años y, sin saberlo, se convirtió en miembro de la casta social más baja. Su padre, de nacionalidad coreana, había sido atraído al nuevo país comunista con promesas de trabajo abundante, una buena educación para sus hijos y una mejor posición social. Pero la realidad de su nueva vida estaba muy lejos de ser utópica. En sus memorias, Ishikawa relata con franqueza y detalle su educación tumultuosa y los brutales treinta y seis años que pasó viviendo bajo un aplastante régimen totalitario, así como los desafíos que tuvo que enfrentar para conseguir repatriarse a Japón después de escapar de Corea del Norte arriesgando su vida. Pero Un río en la oscuridad no es solo uno de los pocos testimonios en primera persona de la vida dentro de esta dictadura asiática, sino que es un inspirador y valioso testimonio de la dignidad y la naturaleza indomable del espíritu humano.
Masaji Ishikawa
Un río en la oscuridad
La huida de un hombre de Corea del Norte
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Titivillus 21.10.2020
01
U no no elige nacer. Simplemente pasa. Hay quien dice que tu cuna marca tu destino. Yo digo que una mierda, y un poco del tema sí que sé. No nací una sola vez, sino cinco. Y las cinco veces aprendí la misma lección: hay ocasiones en la vida en las que tienes que agarrar eso que llaman destino por el cuello y retorcerle el pescuezo.
Mi nombre japonés es Masaji Ishikawa y mi nombre coreano, Do Chan-sun. Nací (por primera vez) en el barrio de Mizonokuchi, en la ciudad de Kawasaki, al sur de Tokio. Tuve la mala suerte de nacer entre dos mundos: padre coreano y madre japonesa. Mizonokuchi es una zona de montañas con pendientes suaves que actualmente se llena los fines de semana con visitantes llegados de Tokio y de Yokohama, atraídos por la idea de escapar de la ciudad y respirar aire fresco. Pero hace sesenta años, cuando yo era niño, en el barrio había poco más que unas cuantas granjas, con unos canales de riego por en medio que llegaban allí desde el río Tama.
Por entonces, los canales de riego no solo se usaban para la agricultura, sino también para tareas domésticas, como lavar la ropa y fregar los platos. De niño, pasaba los largos días del verano jugando en esos canales. Me tumbaba en una tina grande y flotaba por el agua toda la tarde, tomando el sol y observando las nubes cruzar el cielo. Visto con mis ojos de crío, el lento movimiento de esas nubes a la deriva hacía que el cielo pareciese una enorme extensión de mar. Me preguntaba qué pasaría si dejase a mi cuerpo ir sin rumbo con las nubes. ¿Cruzaría el mar y llegaría a un país desconocido para mí? ¿Un país del que nunca hubiese oído hablar? Pensaba en miles de opciones de futuro. Quería ayudar a la gente pobre (a familias como la mía) a hacerse más rica y disponer de recursos con los que disfrutar de la vida. Y quería que en el mundo reinase la paz. Soñaba con que un día sería primer ministro de Japón. ¡Qué poco sabía de la vida!
Solía subir a un monte cercano para coger escarabajos bajo el rocío de primera hora de la mañana. Los días de fiesta, iba detrás del santuario portátil y seguía la danza con mi máscara de león puesta. Todos mis recuerdos son bonitos. Mi familia era pobre, pero los días de mi infancia en Mizonokuchi fueron los más felices de mi vida. Incluso ahora, cuando pienso en mi ciudad natal, no puedo evitar que me broten las lágrimas. Daría cualquier cosa por volver a esa época de felicidad, por sentirme así de inocente y lleno de esperanza una vez más.
A las afueras de Mizonokuchi había una aldea en la que vivían unos doscientos coreanos. Más tarde descubrí que muchos habían llegado allí más o menos arrastrados desde Corea para trabajar en la fábrica de munición que había en los alrededores. Mi padre, Do Sam-dal, fue uno de ellos. Nació en una granja en el pueblo de Bongchon-ri, situado en la actual Corea del Sur, y con catorce años lo reclutaron a la fuerza —en realidad, lo secuestraron— y lo llevaron a Mizonokuchi.
De todos modos, yo ni siquiera supe que tenía padre hasta que entré en primaria. No guardo de él ningún recuerdo anterior. A decir verdad, fui consciente por primera vez de su existencia cuando mi madre me llevó a un lugar extraño —que luego descubrí que era una cárcel— a visitar a un hombre al que no reconocí. Fue ese día cuando mi madre me dijo quién era mi padre. Pasado el tiempo, el hombre al que había visto al otro lado del cristal en la sala de visitas se presentó en nuestra casa. En la zona tenía mala reputación por ser un tipo peligroso y nuestros parientes lo evitaban.
Mi padre apenas aparecía por casa, pero cuando lo hacía, dedicaba la mayor parte del tiempo a darle unos buenos tragos a un licor de olor fuerte. Era capaz de acabarse un par de litros de sake de un plumazo. Y lo peor: borracho o no, le pegaba a mi madre siempre que estaba en casa. Mis hermanas se asustaban tanto que solían agazaparse en un rincón acobardadas. Yo intentaba detenerlo enganchándome a su pierna, pero siempre me apartaba a patadas. Mi madre trataba de no gritar, así que aguantaba el dolor apretando los dientes. Me sentía impotente y tenía miedo por ella, pero no podía hacer nada. Conforme pasó el tiempo, me limité a hacer lo posible por apartarme del camino de mi padre, cosa nada complicada, dado que nunca me prestó demasiada atención. De todos modos, más de una vez se me pasó por la cabeza la idea de ir a por él cuando me hiciese mayor.