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Serrano - La llorona

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La llorona
Marcela Serrano
Para Willie Schavelzon, simplemente
I
ELLA



Tú la mataste.


Eso me dijeron en el pueblo. Y me llamaron la Llorona.
No porque derramara lágrimas sin ton ni son. Nunca regalé el llanto, ni de pequeña. Hoy era calladito. Hasta mis gritos se ahogaban como si me atravesaran la garganta con una herramienta afilada de las que se encuentran en el potrero. Media garganta grita también a medias. Me llamaron así por la leyenda, por el alma en pena de una madre que asesinó a sus hijos ahogándolos en el río. Dicen que vaga por las noches en los lugares cercanos llorando y lamentando sus muertes. Dicen también que las noches de tormenta se abren ante ella sin descanso y el corazón se le escapa del cuerpo junto a sus sollozos. Es la Llorona.
Hubiese sido yo la asesina. Miraría escarbar a los perros, tocaría los nudos, nombraría las cosas, todo lo caído sería sólo lo caído. Pero cuando mis vecinas me vieron volver con las manos vacías, no me creyeron. Que cómo, que ayer la niña estaba bien, que dónde el cadáver, que qué funeral, que nada. Me fui hacia el río como la asesina de la leyenda y lloré.
Lloraba por sus manos calentitas. No tenían ruido esos recuerdos. Había caminado y caminado hiriendo mis pies sin poder creer que hubiese muerto. Las vecinas tenían razón, mejoraba ese viernes cuando la vi por última vez en la hora de visitas. El sábado me la perdí porque estaba en rayos. Hasta el polvo del camino se helaba el domingo cuando llegué al hospital; pensaba en esas manos chiquitas y tibias que me quitarían el frío mío, las que podría besar cuantas veces se me antojara. Se lo cuento a ustedes, de esta forma me lo dijeron: Señora, su hija ha muerto. Nada más. Que fuera a hablar al primer piso. No podía moverme, sentía mi cuerpo aún más entumecido que al llegar, ya no sólo las manos sino toda entera, la cabeza, el corazón. Nadie me compadecía. Inerte, tomé el teléfono público y llamé al padrino. Seguro que él hizo los trámites, el marido estaba en la construcción y la obra no tenía teléfono. El dueño del taxi de la carnicería fue a avisarle. Recuerdo primero el frío, luego el hielo, al fin la pesadilla. Desperté cuando pedí verla y nadie me la supo encontrar. Se acabó la hora de visitas, me dijeron; que me retirara, que ya era de noche. No me moví. Matarlos a todos, sí, que se murieran. Recé a Dios que enviara un cataclismo y destruyera la ciudad entera, que se derrumbara piedra a piedra todo el hospital y su gente, una a una esas enfermeras que hablan bajito como si consolaran, uno a uno esos doctores, los que no estaban para cosas administrativas, como si la muerte fuese cosa de administración, los dioses esos sin alma. Cuando al fin llegó el marido la cosa se puso fea, que quería enterrar a su hija, que quería verla muerta. A puro calmante le bajaron sus gritos. Nos fuimos a la mañana siguiente y la luz barrió la pena helada. Me agité con una rabia nueva, desconocida, era urgente esta rabia, se pegaba a mi esqueleto: debía encontrar el cuerpo de la niña, despedirme de ella.
Fueron dos días de trámites mientras su cuerpito frío de muerte deambulaba vagabundo en algún lugar sin vestido para enterrarse. Nos recibió el mandamás y nos habló de la incineración. A la hora del fallecimiento no estábamos, según él; hubo que enviarla a la morgue, son los procedimientos, un cuerpo no reclamado, mucho muerto para poco espacio. Yo estaba aquí el día domingo, señor, llegué temprano y no me moví. Silencio. Y estuvimos el lunes, y el martes. No me he movido del hospital. Yo estaba aquí. Yo estaba aquí. Pero nada. Entiendo su arrebato, señora, me hago cargo de su dolor. El marido se asustó con mis gritos y mi empecinamiento. Con tanta insistencia mía. Recibió el certificado de defunción. Vámonos de una vez para siempre, me dijo, no volvamos a pisar este lugar.
Las cenizas no se visten, las cenizas no pasan frío.
En la única iglesia del pueblo prendieron velas a la virgen, hicieron misa de entierro que no era entierro y cada uno para su casa, mis pechos cargados de leche y, zumbando la cabeza llena de vientos helados, oía el murmullo de las vecinas: la Llorona, la Llorona. Si al menos el marido escuchara, pero él siempre callado, sin meterse con nadie. Su hermana vino a cuidarme.
Se me cortó la leche, no fui más a trabajar y quería morir. Sólo eso recuerdo.
Algún lunes nebuloso lavaba yo la ropa en la artesa cuando algo me pasó por el cuerpo y me quedé sin movimiento. No sé bien qué vi, quizá oí una voz, no lo sé, pero créanme, mi corazón tuvo una certeza: la niña estaba viva. No se les había muerto, me la habían robado. La idea ondulaba en torno a mí, liviana y cierta, como rodea el sol a la mañana. Apurada, me sequé las manos y partí, dejando la ropa mojada y sin colgar. Tomé el colectivo, fui a la obra a ver al marido y se lo conté. Me mandó de vuelta, que parara el cuento, que hiciera otro niño, que para eso era joven, que terminara con la historia esta. Ya en la casa tomé una silla de la pieza y la instalé bajo la palma, el único árbol de nuestro jardín. Mi cuñada había partido. Estaba sola. Eso me gustó, me permitía un destierro. Nunca entonces me sentaba a pensar, ni se me ocurría hacerlo, ignorante sobre si otros tenían el tiempo y las ganas de tal ocio. Sólo pensar. Sentada bajo el árbol, en compañía de unos pájaros a los que no miré, cruzadas las manos serenas sobre el vientre, hice un esfuerzo por recordar. Con calma y precisión asalté uno a uno los momentos. Se equivocaban las vecinas si pensaban que, indiferente, le había dado un empujón al tiempo.
El pueblo en el que vivía estaba a media hora de la ciudad que no por llamarse ciudad era grande ni importante. Sólo resultaba la más cercana. Allí, el hospital de mis pesares. También me empeñaba en el lavado aquel día cuando, tendiendo una sábana, levanté los brazos y algo reventó. Un colosal chorro de agua salpicaba todo. Grité a la vecina para que corriera a la carnicería y pidiera el taxi. Aguántese, señora, aguante un poco más, rogaba el hombre, como si no estuviera acostumbrado a los partos en el asiento de atrás. Llegué al hospital de la ciudad con la niña entre las piernas, directa al pabellón. Menos mal, insistía el taxista a quien quisiera oírle, secándose las gotas de sudor con un pañuelo a cuadros, menos mal que la hizo. Y sí, la hice. Un parto fácil y rapidito. Los aullidos, de cuerpo entero, no me fallaron porque no había anestesia para el dolor. La niña salió grande y larga, morenita, con mucho pelo enmarañado y buena salud. Me llevaron a la pieza de posparto con otras cinco mujeres. En la cama del lado izquierdo lloraba una chiquilla de dieciséis años porque había escondido el embarazo con una faja, saliendo de la casa de sus padres por el fin de semana con la disculpa de buscar trabajo. Debía volver lo antes posible, sin nada entre las manos. Pobrecita, quería regalarme a su niño, que por favor me lo llevara y lo criara con la mía. El bebé era de colores claros, muy bonito y mamón, lloraba como un grande y la chiquilla se lo ponía al pecho y entonces lloraba ella. La cama de los llantos, la bauticé yo, si no lloraba una lloraba el otro. Las enfermeras, preocupadas, me llevaron aparte para pedirme que la vigilara: podía matarlo. Bestias envenenadas incapaces de distinguir el miedo de la maldad. Al lado derecho, se hinchaba de orgullo una mujer con su sexto hijo, más manos para labrar la tierra y cuidar a sus animales. Su marido la veneraba por parir tanto varón. Fue una buena compañía, su experiencia ayudó a la mía y me sujetaba la cría cuando me venían los dolores al útero, porque su hijo nunca lloraba y a ella los dolores no la atacaban. Nos conocimos bastante las parturientas, nos obligaban a caminar por la sala y conversábamos y nos ayudábamos con los recién nacidos y la preparación de los tecitos, cada vez más tibios a medida que avanzaba el día, repartían el termo sólo de mañana. Nos permitían una hora de visitas diaria, no siempre funcionaba, los maridos trabajaban y pocas tenían familia en la ciudad. Buscar signos de nacimiento en esos cuerpos tan chiquitos fue un pasatiempo. Por más que busqué, la mía no tenía ninguno. Y si se te pierde, ¿cómo la vas a distinguir?, me preguntó la que lloraba todo el día. ¿Y por qué se me va a perder?, le respondí. Mi vecina mostraba un lunar enorme bajo el brazo de su niño, no importa, decía, si total es hombre. Como si fuera un potrillo ya marcado. Para toda la vida.

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