Sidereo - Enemigos Indestructibles
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Marcus Sidereo
La Conquista del Espacio/001
Los planetas quedarán destruidos, pero surgirán otros; y el hombre y los animales sufrirán mutaciones, pero cualquiera que sea su forma, renacerán, y otras especies poblarán nuevos mundos.
Posiblemente nos enfrentamos con una fuerza nueva. Desconocida. Los asistentes de la reunión se miraron entre sí. —¿Una fuerza nueva? —repitió el jefe. —Es la única explicación posible. Pero esto no es lo más grave.
De ahora en adelante, sin datos concretos de la situación de Crisma, será peligroso cualquier intento de aproximación. —¿En qué se basa? —interrumpió el joven comando del aire Maxil Maxilmann. A su vez, el director jefe del Instituto contestó con otra pregunta: —¿Qué indican sus detectores de infrarrojos? —Nada —admitió Maxil—. Y eso es lo extraño. Cualquier cambio atmosférico tomó siempre cuerpo en las pantallas. Ahora están paralizados.
Andamos a oscuras. El profesor murmuró: —La última señal captada de Crisma fue una llamada de auxilio que, desgraciadamente, no podemos atender. —Ordenaré una expedición masiva al satélite —aseguró el jefe del Mando. —Yo no lo haría —aconsejó el profesor. —Crisma está bajo nuestra protección —objetó el jefe. —Tenemos que intentarlo. —Mi consejo —insistió el profesor— es que se olviden de Crisma. —Mi consejo —insistió el profesor— es que se olviden de Crisma.
Y a modo de profecía, añadió: —Nadie conseguirá llegar con vida a nuestro ex satélite. * La profecía se cumplió. La expedición de las tres naves que surcó el espacio en dirección a Crisma desapareció misteriosamente de las pantallas infrarrojas al llegar al punto 42 de la tabla de coordenadas. —Es extraño —murmuró Maxil, en la sala de control del observatorio de Bolsok—. Parece como si repentinamente las naves hayan sido absorbidas por algo... —Estoy pensando lo mismo —dijo el ingeniero jefe. —Prepare una nave individual y un equipo de toberas —dijo Maxil. —¿Qué se propone? —inquirió el ingeniero. —Es necesario saber lo que ocurre allí. —Es necesario saber lo que ocurre allí.
Iré personalmente. Maxil estaba decidido y el ingeniero le recordó: —Usted no puede hacer esto sin un permiso especial del jefe del Mando. —Soy jefe del Comando Espacial. Asumo la responsabilidad —aseguró Maxil. * —¡Maxil Maxilmann! —exclamó el jefe, con gravedad—. No permitiré que arriesgue su vida.
Usted es necesario en Bolsok. —Señor... Mi misión está en los asuntos espaciales, y esto de ahora tiene que resolverse. —Enviaré una nueva expedición. —¿Para mandarla a una muerte segura? —Tendrán las instrucciones precisas y estarán alerta al llegar al punto cuarenta y dos. —Temo que no sirva de nada, señor.
Insisto en ir personalmente. Y solo. —¡Se lo prohíbo! —exclamó el jefe. El nuevo equipo con las instrucciones ya estaba preparado. Otras tres naves con un equipo de emergencia estaban dispuestas para cargar a los nuevos expedicionarios. Maxil tuvo que atenerse a las órdenes recibidas y vio partir a las naves, que, emitiendo su singular silbido, desaparecieron en el espacio.
El director del Instituto, junto con Maxil, el jefe del Mando, el ingeniero y otros miembros del observatorio, siguieron la evolución de los tres vehículos a través de las pantallas infrarrojas. Las tres siluetas eran perfectamente visibles, y el detector atmosférico marcaba las incidencias climatológicas. Maxil murmuró: —Crisma era un satélite con atmósfera propia. Sin embargo, resultaba dañina a la larga. —Sí —murmuró el profesor—. Por eso se construyó una ciudad abovedada con el nitrógeno y oxígeno capaces para albergar a su población.
Todos sabemos que fue un éxito. —Sin embargo —terció Maxil—, al convertirse en planeta, según usted, es probable que la atmósfera se haya regenerado. —Sí —admitió el profesor. —¿Ha pensado que el nuevo aire puede ser la causa de la absorción de nuestras naves? —Es poco probable. Si la fuerza de gravedad es más poderosa que la de antes, los detectores de las naves lo señalarían y en tal caso los pilotos podrían poner en funcionamiento los amortiguadores, igual que hacen al tomar contacto con nuestro suelo. —vaciló un instante para buscar la palabra precisa. —vaciló un instante para buscar la palabra precisa.
El profesor pareció comprenderle y atajó: —Un nuevo elemento atmosférico desconocido. Capaz de desintegrar las naves. —Exacto. El profesor meditó unos instantes. —De acuerdo con los datos, no es una desintegración lo que se produce, sino algo distinto. —Sí, es verdad. —Sí, es verdad.
Entonces, ¿qué es lo que ocurre? —murmuró, casi hablando consigo mismo, Maxil Maxilmann.
Se acercó al transmisor de larga distancia y comunicó con el piloto jefe de la expedición. —Atención, habla el jefe. ¡Atención! La voz del piloto fue recogida en el receptor. —Le escucho, señor. —¿Notan alguna señal en los vibráfonos? —No, señor. —Sí, señor. —¿Recuerdan todas las instrucciones? —preguntó el jefe del Mando. —Sí, señor. —Comprueben los multilitos . —Están comprobados, señor. —Están comprobados, señor.
El piloto, desde la nave de mando, conectó la pantalla televisora. Vio a los hombres de su nave preparados y observando desde las torretas de defensa, a través de los fusiles multilitos . Esos multilitos , parecidos a los anticuados, se diferenciaban notablemente de sus predecesores. Sus visores, lejos de alcanzar una distancia limitadísima, gracias a los infrarrojos permitían observar hasta el infinito; sustituían la energía facilitada por la luz natural, por la fibra Láser, cuya luminosidad potenciaba la visión de los visores. —¿Observan algo? —preguntó la voz del jefe del Mando del planeta Bolsok. El piloto, tras consultar con los observadores de las tres naves, replicó: —No, señor.
Sólo la masa de Crisma. —Entonces..., ¿está todo normal? —Absolutamente —replicó el piloto. Él profesor pidió permiso para consultar algunos datos. —¿Ha comprobado el caldeamiento de la atmósfera? La voz del piloto replicó: —Absolutamente normal. El ingeniero indicó la pantalla, en la que no se observaba la menor silueta producida por caldeamiento. —Esta vez se han tomado todas las precauciones necesarias —adujo el jefe del Mando. —Esta vez se han tomado todas las precauciones necesarias —adujo el jefe del Mando.
Nadie replicó. Flotaba en el ambiente un aire de incertidumbre, de tensión. Todos presentían que iba a ocurrir algo, aunque no lo desearan. El ingeniero murmuró: —No existe el menor síntoma de que la trayectoria de las naves sea detectada por ningún aparato de control enemigo; de lo contrario, nuestros «antimorteros» funcionarían automáticamente, desviando todo posible ataque. Nuestra técnica al respecto es perfecta. Y mostró el detector, que funcionaba perfectamente y de forma automática.
Cualquier ataque a la astronave desde un punto determinado hacía funcionar automáticamente el detector y de inmediato los misiles, cohetes o cualquier otro género de armas teledirigidas se apartaban de su ruta. Era la mejor autodefensa creada en Bolsok. Sin embargo... —Atención —informó el ingeniero—, faltan cuatro décimas para que lleguen al punto cuarenta y dos. —Me doy perfecta cuenta —replicó la lejana voz del piloto jefe del trío de naves. ¿Qué iba a ocurrir? Pasaba el tiempo. —Tres décimas —anunció el ingeniero. —Tres décimas —anunció el ingeniero.
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