Marcus Sidereo - Último Aviso
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- Libro:Último Aviso
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- Editor:Editorial Bruguera, S.A.
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MARCUS SIDEREO
ÚLTIMO AVISO
LA CONQUISTA DEL ESPACIO n.° 152
Publicación semanal.
EDITORIAL BRUGUERA, S. A.
BARCELONA - BOGOTA - BUENOS AIRES - CARACAS – MEXICO
ISBN 84-02-02525-0
Depósito Legal B. 21.210 – 1973
Impreso en España - Printed in Spain
a edición: julio , 197
© Marcus Sidereo - 1973
texto
© Alberto Pujolar - 197
cubierta
Concedidos derechos exclusivos a favor
de EDITORIAL BRUGUERA. S. A.
Mora la Nueva, Barcelona (España)
To d os los p ers o n aj e sy e n t i d a d es p r i va d as qu ea p a r ecenenes t a n ovela,así c omolas si tu aci o n es d e l a misma,son f r u t o ex c l u sivame n t e d e la imagi n ación d ela u t or, p or lo q u e c u al q u ie r sem e ja n z a c on p ers o n a j es,e nt i d a d eso he c h os p asa d os oac tu a le s , serásim p l e c oi n c i d e n c ia.
Impreso en los Talleres Gráficos de Editorial Bruguera, S.A.
Mora la Nueva, 2 — Barcelona —
ULTIMAS OBRAS PUBLICADAS EN ESTA COLECCIÓN
147— Evasióndelmundodelterror.— CurtísGarland.
148— Los desterrados. — Marcus Sidéreo.
149— Guerrillero del espacio. — RalpBarby.
— Monstruos robots. —J. Chandley.
151— Saga de dragón. — Curtís Garland.
CAPITULO PRIMERO
La señal roja de emergencia del pequeño computador osciló dos veces seguidas y tres espaciadas.
La misma frecuencia se repitió dos veces más. En total habían sido tres.
El profesor Keitel conectó la computadora con el banco de datos y seguidamente introdujo una ficha en la ranura. Pulsó el botón conveniente y aguardó a que el banco comenzara el proceso.
La respuesta que salió en la cartulina era la que el profesor Keitel esperaba.
El mensaje era lacónico:
«ULTIMO AVISO.»
Probó nuevamente con una segunda cartulina y pulsó el botón de «Comprobación».
De nuevo apareció la cartulina con la misma inscripción:
«ULTIMO AVISO.»
Keitel lanzó un suspiro y luego permaneció inmóvil largo tiempo, pensando. Pensar era su profesión, pero esta vez no se trataba de descubrir unafórmula o de mejorar un sistema. La «cosa» era algo más grave.
Su ayudante Golman entró en aquellos momentos.
—Profesor... ¡Oh, dispense! ¿Está usted ocupado en algo?
Keitel se volvió lentamente y murmuró:
—¿Qué más da, Golman? Este es un problema insoluble...
Golman era joven, dinámico, alegre las más de las veces y sarcástico para con el mundo exterior. Allí dentro de aquel laboratorio y al lado de Keitel se sentía seguro, a salvo de las mezquindades externas. Quizá por esto comprendió que el asunto era grave. E incluso adivinó de qué se trataba:
—¿La... señal?
Ante el mutismo de su superior, Golman repitió:
—Es la señal, ¿verdad?
Por toda respuesta el profesor le mostró las tarjetas que había sacado del Banco de Datos.
Golman leyó y lanzó un silbido.
—Entonces es grave...
—Tres meses. Nos dan tres meses...
—Lo tenemos encima.
—Las señales han venido periódicamente cada tres meses. Debe ser la forma de medir el tiempo de «esa gente».
—¿Y qué piensa hacer, profesor?
—¡Yo qué sé! Cuando recibí la segunda comunicación y me puse en contacto con el presidente, por poco me manda a paseo.
—¡Todos los gobernantes son iguales! —despotricó Golman—. Sólo se preocupan de su prestigio personal. Hablan, discursean... Sólo palabras, demagogia... Pero, ¡nunca hechos! Tienen miedo del ridículo.
Tras un silencio, el profesor murmuró:
—El aviso de «esa gente» estuvo bien claro a partir de la primera vez... Nos acusan de no saber aprovechar la riqueza natural de nuestro planeta. Nos acusan de destruirlo lenta y sistemáticamente. Ellos velan por la paz... La verdadera paz, algo que los mortales desconocemos por completo. Tanto hablar de paz, pero la verdad es que nadie sabe lo que significa.
—¿Quiénes son, profesor Keitel? ¿Quiénes son en realidad esos... comunicantes?
—No lo sé con exactitud, Golman, pero... he llegado a imaginar que constituyen una especie de comisión de vigilancia para salvaguardar la Galaxia.
—¿Hablará otra vez con el presidente?
—Sería inútil.
—¿Y una reunión a alto nivel? Todos los jefes de Estado.
Keitel sonrió amargamente.
—¡Claro! —adivinó su ayudante—. ¿Cómo iban a hacerle caso? ¡Los apoltronados dirigentes de nuestro mundo haciendo caso de una «señal desconocida»!
—Se creen dioses. Estamos en la prehistoria de la Ciencia Espacial y se creen los dueños, sólo porque hemos mandado a unos cuantos pilotos a dar una vuelta por la estratosfera...
—Tres meses pasan volando, profesor... ¿Qué cree que harán si no les hacemos caso?
—No lo sé, Golman, pero deben tener medios para aniquilarnos.
—Toda la humanidad... indefensa.
—Completamente indefensa. Sólo hay una solución.
—¿De veras?
—Intentaré comunicar con «ellos».
—¿Cómo?
—No lo sé, pero si pueden llegar hasta aquí y captan lo que ocurre en todo el planeta, también podrán captar mi mensaje.
—Inténtelo, profesor... ¡Inténtelo!
—Pediré que manden a alguien autorizado. Alguien al que los jefes de Estado puedan confiar plenamente. Alguien que tenga poder para demostrar a todos que no bromean.
—¡Bravo, profesor! A mí también me gustaría que diesen una lección a esos engreídos.
—Sin embargo, no confío demasiado en ello, Golman. Esa gente tiene sus propios sistemas.
Golman pensó unos instantes y murmuró:
—Si le han elegido a usted es por algo... Creen en su capacidad. Deben considerarle el mejor.
—Hay otros colegas en el planeta tan buenos o mejores, Golman. —Y Keitel lanzó un nuevo suspiro, al mismo tiempo que se enfrentaba con el Banco de Pruebas.
Comenzó a manipular, mientras Golman se aproximaba.
—Tengo que encontrar la clave correcta para establecer el contacto.
—¡Esto es maravilloso! «Ellos» existen. No es una fantasía. Hay seres por ahí..., en torno nuestro.
—Quizá más próximos de lo que creemos, Golman.
Y el profesor continuó con su tarea de ir probando en el Banco de Datos para obtener la clave.
Por la rampa exterior que ascendía hacia la cúpula, Lutt conducía el automóvil en el que llevaba a la hija de Keitel.
Era de noche.
Detuvo el descapotable frente a lo que llamaba «La jaula de Cristal», por la pared de ese material que cerraba la cúpula.
—Supongo que tu padre estará trabajando, pero hace días que quiero hablar con él —dijo Lutt.
—Pues hazlo. Así le sacarás de su laboratorio. Se pasa las horas allí dentro. A veces estamos semanas enteras sin verle... A lo mejor tienes más suerte que nosotros y te recibe.
—Tu padre trabaja mucho, Onna.
—Demasiado —murmuró ella.
—Tiene sus razones para hacerlo.
—¿Por qué dices esto? ¿Es que sabes algo?
Lutt no contestó y saltó del coche, mientras la muchacha, joven y hermosa, le miraba extrañada.
—¿Sabes que tienes el don de intrigarme siempre?
—Tengo el don de hablar demasiado. Debe ser por mi profesión de comentarista de la televisión. Anda, vamos.,
En el laboratorio, situado en la parte superior de la cúpula, el profesor Keitel estaba transmitiendo con los datos obtenidos a través del banco.
Pulsaba los botones emitiendo una señal en onda corta que producía unos zumbidos parecidos a los del viejo sistema morse.
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