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José Antonio Suárez - Murmullos en el cielo

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José Antonio Suárez Murmullos en el cielo

Murmullos en el cielo: resumen, descripción y anotación

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Después de una guerra de desgaste que dura ya tres años, la resistencia del viejo continente intenta organizarse y planea un contraataque fulminante para anular al ejército estadounidense. David Brell, expulsado de Los Ángeles a raíz de la aplicación de las nuevas leyes americanas de extranjería, aterriza en Aurora, incipiente metrópoli afincada en el corazón de la selva boliviana, para trabajar en un bufete de abogados. Uno de sus compañeros le venderá una vieja radio alemana por un precio simbólico. Sólo quedan cinco unidades como ella en todo el mundo, y en su interior se oculta una tecnología revolucionaria que terceras personas están muy interesadas en conseguir. Su adquisición cambiará radicalmente la vida de David y su familia. Y quizás el destino del mundo entero.

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José Antonio Suárez Murmullos en el cielo SINOPSIS Después de una guerra - photo 1

José Antonio Suárez

Murmullos en el cielo

SINOPSIS

Después de una guerra de desgaste que dura ya tres años, la resistencia del viejo continente intenta organizarse y planea un contraataque fulminante para anular al ejército estadounidense.

David Brell, expulsado de Los Ángeles a raíz de la aplicación de las nuevas leyes americanas de extranjería, aterriza en Aurora, incipiente metrópoli afincada en el corazón de la selva boliviana, para trabajar en un bufete de abogados. Uno de sus compañeros le venderá una vieja radio alemana por un precio simbólico. Sólo quedan cinco unidades como ella en todo el mundo, y en su interior se oculta una tecnología revolucionaria que terceras personas están muy interesadas en conseguir.

Su adquisición cambiará radicalmente la vida de David y su familia. Y quizás el destino del mundo entero.

CAPÍTULO 1

LAS JUNTAS DEL ANTICUADO BOEING 747 DE LAS líneas aéreas bolivianas crujieron con un sonido espantoso al adentrarse en una bolsa de altas presiones. David Brell miró con inquietud por la ventanilla. Estaba mareándose, y la ensalada de pepinos y aguacate que se había tomado en La Paz antes de embarcar estaba mostrando sus efectos retardados en el peor momento. Un eructo con sabor a pepino ascendió por su garganta en el instante en que el cuerpo del avión se zarandeaba.

—Lo siento —dijo a su mujer—. No he podido evitarlo.

Silvia no contestó. Estaba ensimismada en la lectura de un libro y no se había dado cuenta. Miró a su hijo: jugaba con un puzle tridimensional, una especie de calavera de huesos movibles. David los contempló con envidia. Aquel cascarón podría desintegrarse en mil pedazos, y ellos ni siquiera se inmutarían.

—Teo, no me gusta que juegues con esa calavera —le advirtió a su hijo—. Es siniestra.

—Me la compraste tú mismo, papá —dijo el muchacho, sin levantar la vista del juguete.

—No es cierto, yo no te compraría una cosa así. Vamos, escóndela. Me pone nervioso.

Teo abandonó el juguete un rato, pero no tardó mucho en volverlo a coger. Las piezas estaban hechas de plástico duro imitación hueso. El sonido que producían al moverlas era tan insoportable como el claqueteo de una dentadura postiza mal encajada.

David trató de relajarse. Faltaba sólo media hora para que el avión aterrizase en el aeropuerto de Aurora. En el horizonte se divisaban oscuros nubarrones y las primeras gotas de lluvia salpicaban el cristal de la ventanilla. A lo lejos surgió un fogonazo de luz. David se puso a contar en silencio, hasta que a los seis segundos escuchó el trueno. Pronto estarían en mitad de la tormenta.

— ¿De qué trata ese libro? —le preguntó a su mujer—. Llevas leyéndolo desde que despegamos de La Paz.

—De como sobrevivir a un accidente de avión —murmuró ella. Silvia tenía un sentido del humor bastante ácido.

David levantó la portada del libro. El Nuevo Orden, una colección de ensayos sobre el presidente Cantwell. Dirigió a su mujer una mirada de reproche.

—No deberías leer eso —dijo.

—No leas eso, no juegues con aquello —Silvia dejó el libro abierto sobre su regazo—. ¿Qué te ocurre?

— ¿Veis lo que se avecina? —David señaló la ventanilla—. Yo aquí me muerdo las uñas y vosotros como si nada. Debería haber hecho el viaje en tren.

—Imposible, te esperan en el bufete mañana a las ocho. En tren no habríamos llegado hasta el miércoles. Además, viajando en las líneas aéreas bolivianas nos hemos ahorrado cincuenta dólares cada uno.

—Sí, he de reconocer que son unos precios muy competitivos. Con mecánicos eventuales, piezas de repuesto usadas y una flota de ataúdes volantes de más de treinta años de antigüedad, yo también regalaría los pasajes.

—Lo he conseguido —suspiró Teo—. Mamá, he vuelto a reconstruir a Óscar.

—Vuelve a meter a Óscar en la bolsa, cariño —le aconsejó Silvia—. Creo que a tu padre no le gustan las calaveras. Quizás le recuerdan que no es inmortal —añadió con un rictus sardónico.

—Tú tampoco lo eres —David limpió el vapor de agua que estaba empañando la ventanilla—. Y trivializar acerca de la muerte me parece un acto irreverente —señaló la ventanilla—. Observa: el cristal no es hermético, tiene filtraciones a través las juntas. Podría producirse una descompresión y...

—Lo he hecho en menos de treinta movimientos —dijo Teo—. Mis amigos se morirán de rabia cuando lo cuente.

Hubo otro relámpago. El trueno reverberó en el interior del avión un par de segundos después. En el techo se escuchó claramente un golpeteo extraño, como si alguien estuviese arañando el metal por fuera.

— ¿Qué es eso? —exclamó David.

—Sólo una tormenta de granizo —dijo Silvia.

El avión sufrió una fuerte convulsión. Las mascarillas de emergencia que había en la parte superior de los asientos se desprendieron de su sujeción. David dio un brinco en el asiento, pero se avergonzó al notar que Teo y Silvia le estaban mirando.

Cerró los ojos. Recordó su casa al otro lado del Atlántico, en el remoto Madrid; recordó a sus padres, los buenos momentos de su niñez, su vida de universitario. Lo que daría por volver, por encontrarse de nuevo con los suyos y no en aquel avión infecto, cuyo comandante tenía las trazas de haber conseguido el título de piloto en una tómbola.

Pero aunque se hubiese quedado en Madrid no habría corrido una suerte mejor, se consoló. Allí sólo le aguardaba la guerra y el hambre. Él tuvo la suerte de que el inicio de las hostilidades le sorprendió en Los Ángeles, donde trabajaba como asesor de una compañía naviera. Tras la invasión americana, la resistencia libró una batalla feroz contra las fuerzas de ocupación, que habían causado ya más de dos millones de muertos en tres años de contienda. Francia, Italia, Grecia y España todavía luchaban, pero David sabía que era una batalla perdida. A la larga, también sucumbirían, como lo habían hecho la mayoría de las naciones europeas.

Al menos en Sudamérica no había guerra. Los países hispanoamericanos, forzados a vivir en una economía destrozada por la miseria crónica, se vieron incapaces de contener una hegemonía que sabían inevitable y no pusieron demasiados impedimentos para entrar en la federación americana. Tras el golpe de estado del presidente Cantwell y el ataque con misiles tácticos a La Habana, se firmaron acuerdos con la mayoría de países latinoamericanos. Los gobernantes que transigieron a tiempo pudieron salvar sus vidas y ocuparon puestos menores en la nueva administración federal. En cambio, los que opusieron resistencia fueron sumariamente ejecutados para que sirviese de ejemplo. El inglés era obligatorio en las escuelas, además de ser la única lengua oficial de los países federados, y el uso de otros idiomas estaba castigado con pena de cárcel. Se habían suprimido los himnos y enseñas locales y la bandera americana ondeaba en todos los edificios públicos. Hasta el casco del Boeing llevaba pintadas las barras y estrellas encima del emblema boliviano, que los técnicos de mantenimiento habían tenido que raspar con espátulas para evitar problemas con la policía federal.

David abrió los ojos. Un pasajero, presa de un ataque de histeria, corría por el pasillo seguido de dos azafatas que trataban de capturarle. El individuo se parapetó tras un carro de servicio y empezó a arrojar platos, cucharas y bollos de crema. Uno de los cubiertos fue a estrellarse contra una ventanilla del avión, en una plaza donde afortunadamente no había nadie. David contemplaba horrorizado el espectáculo, imaginándose a un centenar de pasajeros succionados por el aire y el avión precipitándose al vacío.

Las azafatas consiguieron reducir al sujeto, que agitaba los brazos y gritaba desaforadamente. Los restos de la tormenta de granizo repiqueteaban en el casco como las garras de un águila descomunal que hubiese hecho presa en el Boeing. David engulló un par de tranquilizantes y suspiró hondo. Teo observaba divertido la escena, mientras su madre regresaba al libro sobre Cantwell. ¿Por qué Silvia perdía el tiempo en aquella basura? Ella era inglesa, había sufrido en sus propias carnes la invasión, y sin embargo leía un libro de propaganda gubernamental. Tras quince años de casados, todavía no comprendía a su mujer.

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