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Stanislaw Lem - Fiasco(c.1)

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Stanislaw Lem Fiasco(c.1)

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Nos hallamos en el siglo XXII y parece que por fin la humanidad va a hacer realidad un viejo sueño: entablar relación con seres inteligentes de otros sistemas planetarios. Con todo, la tripulación de la nave que tiene encomendada la misión, pese a hallar muestras de técnica bastante avanzada, no obtiene la respuesta esperada. La reacción del hombre ante el fracaso y la dificultad inherente a todo intento de comunicación desempeñarán, al cabo, un papel esencial en la cadena de decisiones que lleva a un amargo desenlace no exento de ironía. En «Fiasco» se dan cita una vez más la preocupación por las dimensiones moral y filosófica del hombre, la pugna entre técnica y ética, el derroche de fantasía dotada de sólida base científica y el vigor narrativo de Stanislaw Lem.

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Nos hallamos en el siglo XXII y parece que por fin la humanidad va a hacer realidad un viejo sueño: entablar relación con seres inteligentes de otros sistemas planetarios. Con todo, la tripulación de la nave que tiene encomendada la misión, pese a hallar muestras de técnica bastante avanzada, no obtiene la respuesta esperada. La reacción del hombre ante el fracaso y la dificultad inherente a todo intento de comunicación desempeñarán, al cabo, un papel esencial en la cadena de decisiones que lleva a un amargo desenlace no exento de ironía. En «Fiasco» se dan cita una vez más la preocupación por las dimensiones moral y filosófica del hombre, la pugna entre técnica y ética, el derroche de fantasía dotada de sólida base científica y el vigor narrativo de Stanislaw Lem.

Stanislaw Lem
Fiasco
Título original: Fiasko
Traducción: Maribel de Juan
Diseño de cubierta: Alianza Editorial
© Stanislaw Lem, 1991
© Alianza Editorial, S.A., 1991, 2005, 2011
ISBN: 978-84-206-5893-3
Digitalización: Allen
1. El Bosque de Birnam
— B uen aterrizaje.
El hombre que dijo esto ya no estaba mirando al piloto, de pie dentro de su traje espacial, con el casco debajo del brazo. En la sala de control circular —con una consola en forma de herradura en el medio— se dirigió a la pared de cristal y miró hacia afuera a la nave, un cilindro grande aunque lejano, chamuscado en torno a los reactores. Un fluido negruzco se derramaba aún de los reactores y caía sobre el hormigón. El segundo controlador, ancho de hombros, con una boina pegada a su cráneo pelado, se puso a rebobinar las cintas y, como un pájaro que no parpadea, miró al recién llegado por el rabillo del ojo. Llevaba auriculares y tenía delante de él una batería de monitores parpadeantes.
—Lo conseguimos —dijo el piloto. Fingiendo que necesitaba apoyo para quitarse los pesados guantes de doble hebilla, se recostó ligeramente contra el borde saliente de la consola. Después de semejante aterrizaje le temblaban las rodillas.
—¿Qué pasó?
El más bajo, cerca de la pared de cristal, con una gastada chaqueta de cuero y una cara ratonil sin afeitar, se palpó los bolsillos hasta que encontró sus cigarrillos.
—Desviación del impulso —murmuró el piloto, un poco sorprendido por la frialdad del recibimiento.
El hombre que estaba junto a la cristalera, ya con un cigarrillo en la boca, inhaló y preguntó a través del humo:
—Pero ¿por qué? ¿No sabe usted por qué?
El piloto deseó responder «no», pero se quedó callado, porque pensó que debería saberlo. La cinta se terminó y aleteó en la bobina. El hombre más alto se levantó, se quitó los auriculares, le saludó por primera vez con una inclinación de cabeza y dijo con voz ronca:
—Yo soy London. Y él es Goss. Bienvenido a Titán. ¿Qué le apetecería beber? Tenemos café y whisky.
El joven piloto se quedó desconcertado. Conocía los nombres de estos hombres, pero no les había visto nunca. Había supuesto, sin ningún motivo, que el más alto sería Goss, el jefe, pero era al revés. Mientras asimilaba el dato mentalmente, pidió café.
—¿Qué cargamento lleva? ¿Trozos de carborundo? —preguntó London cuando los tres estuvieron sentados en torno a una mesita fijada a la pared. El humeante café estaba servido en unos vasos que parecían de laboratorio.
Goss se tomó una píldora amarilla con el café, suspiró, tosió y se sonó la nariz hasta que se le llenaron los ojos de lágrimas.
—También ha traído radiadores, ¿no es cierto? —le preguntó al piloto.
El piloto, nuevamente sorprendido, esperando mayor interés en su proeza, se limitó a asentir. No pasaba todos los días que un motor se parase en mitad del aterrizaje. Estaba lleno de palabras, pero no acerca de la carga sino de cómo, en lugar de intentar poner en marcha los reactores o aumentar la potencia principal, había desconectado inmediatamente el automático y bajado sólo con los cohetes secundarios, un truco que nunca había probado fuera del simulador. Y eso había sido hacía siglos. Tuvo que concentrarse de nuevo.
—También he traído radiadores —contestó finalmente, e incluso le gustó cómo sonaba: el tipo lacónico, que acaba de escapar del peligro.
—Pero no al sitio adecuado —dijo sonriendo el hombre más bajo, Goss.
El piloto no supo si se trataba de una broma.
—¿Qué quiere decir? Ustedes me recibieron... me llamaron —se corrigió.
—No tuvimos más remedio.
—No le entiendo.
—Usted tenía que aterrizar en Grial.
—Entonces, ¿por qué me desviaron de mi curso?
Sentía calor. La llamada había sonado imperativa. Era cierto que, mientras perdía velocidad, había captado un anuncio por radio procedente de Grial acerca de un accidente, pero no pudo entenderlo bien a causa de los ruidos parásitos. Había estado volando hacia Titán vía Saturno, utilizando la gravedad del planeta para desacelerar y así ahorrar combustible, de modo que su nave había rozado la magnetoesfera del gigante hasta que hubo ruidos en todas las longitudes de onda. Inmediatamente recibió la llamada de este puerto espacial. Un navegante tiene que hacer lo que le manda el control de vuelo. Y ahora, aun antes de que pudiera quitarse su traje, le estaban interrogando. Mentalmente, estaba todavía al timón, con las correas clavándosele en los hombros y en el pecho cuando el cohete golpeó contra el hormigón con las patas extendidas. Los cohetes secundarios, aún echando fuego y retumbando, hicieron que todo el casco se estremeciera.
—¿Dónde tenía que haber aterrizado?
—Su cargamento pertenece a Grial —explicó el hombre más bajo, sonándose la colorada nariz. Tenía catarro—. Pero le interceptamos por encima de la órbita y le hicimos venir aquí porque necesitamos a Killian, su pasajero.
—¿Killian? —dijo el joven piloto sorprendido—. No está a bordo. Aparte de mí, no hay nadie más que Sinko, el copiloto.
Los otros se quedaron asombrados.
—¿Dónde está Killian?
—Debe de estar ya en Montreal. Su mujer iba a tener un niño. Se marchó antes que yo, en una lanzadera. Antes de que yo despegase.
—¿De Marte?
—Claro, ¿de dónde iba a ser? ¿Qué es lo que pasa?
—En el espacio reina el mismo desorden que en la Tierra —comentó London. Llenó su pipa de tabaco como si quisiera romperla. Estaba furioso. El piloto también.
—Deberían haberlo preguntado.
—Estábamos completamente seguros de que estaba con usted. Eso decía el último radiograma —Goss se sonó otra vez y suspiró—. En cualquier caso, usted no puede despegar ahora —dijo finalmente—. Y Marlin estaba impaciente por recibir los radiadores. Ahora me echará toda la culpa a mí.
—Pero están ahí —el piloto indicó con la cabeza. Entre la neblina se veía la oscura y esbelta forma de su nave—. Hay seis, creo. Y dos en gigajulios. Dispersarán cualquier niebla o neblina.
—No pretenderá que me los eche a la espalda y se los lleve a Marlin —respondió Goss, cada vez de peor humor.
El descuido, la falta de responsabilidad del puerto espacial subordinado, que, como su jefe admitía, le había interceptado después de tres semanas de vuelo sin verificar la presencia del pasajero que esperaban, escandalizó al piloto. No les dijo que ahora el cargamento era problema de ellos. Hasta que se repararan los daños no podía hacer nada, aunque quisiera. Guardó silencio.
—Se quedará usted con nosotros, naturalmente.
Con estas palabras London se terminó el café y se levantó de la silla de aluminio. Era enorme, como un luchador de peso pesado. Se acercó a la pared de cristal. El paisaje de Titán, una inmensidad sin vida de montañas de un color sobrenatural en la penumbra rojiza, con densas nubes de bronce en las cumbres, formaba un telón de fondo perfecto para su figura. El suelo de la torre vibró ligeramente. «Un viejo transformador», pensó el piloto. Él también se levantó, para mirar su nave. Como un faro marino se alzaba verticalmente por encima de la bruma baja. Una ráfaga de viento dispersó los jirones de bruma, pero las marcas del recalentamiento de los reactores ya no se veían, quizá debido a la distancia y la penumbra. O porque sencillamente se habían enfriado.
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