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Stanislaw Lem - Ciberíada

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Stanislaw Lem Ciberíada

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Los relatos incluidos en Ciberíada —protagonizados por dos expertos “constructores” dotados de un profundo conocimiento del cosmos— actualizan el cuento filosófico cultivado por Jonathan Swift y por Voltaire mediante su traslación al mundo de la robótica. Esta serie de fábulas alegóricas, en las que la sátira aparece atemperada por el humor y la ironía, superpone las más imaginativas posibilidades tecnológicas a los esquemas tradicionales del cuento fantástico o la leyenda medieval.

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Los relatos incluidos en Ciberíada protagonizados por dos expertos - photo 1

Los relatos incluidos en Ciberíada —protagonizados por dos expertos “constructores” dotados de un profundo conocimiento del cosmos— actualizan el cuento filosófico cultivado por Jonathan Swift y por Voltaire mediante su traslación al mundo de la robótica. Esta serie de fábulas alegóricas, en las que la sátira aparece atemperada por el humor y la ironía, superpone las más imaginativas posibilidades tecnológicas a los esquemas tradicionales del cuento fantástico o la leyenda medieval.

Stanislaw Lem Ciberíada Ilustrada por Daniel Mróz ePub r11 minicaja 080514 - photo 2

Stanislaw Lem

Ciberíada

Ilustrada por Daniel Mróz

ePub r1.1

minicaja 08.05.14

Título original: Cyberiada

Stanislaw Lem, 1965

Traducción: Maurizio Jadwiga

Ilustraciones: Daniel Mróz

Editor digital: minicaja

Primeros editores: Polifemo7 y jugaor

Digitalización: Cixtus

Primera revisión: abur_chocolat

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(r1.1) Ampliación de la biografía del autor

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Portada original PRESENTACIÓN - photo 3
Portada original

PRESENTACIÓN Fábulas de robots para no robots EN una sociedad en la que la - photo 4

PRESENTACIÓN Fábulas de robots para no robots EN una sociedad en la que la - photo 5

PRESENTACIÓN Fábulas de robots para no robots EN una sociedad en la que la - photo 6

PRESENTACIÓN

Fábulas de robots para no robots

EN una sociedad en la que la tecnología está al servicio de unos intereses de clase y bajo el control de una élite altamente especializada, es comprensible que los no iniciados —ni beneficiarios— contemplen el «progreso» tecnológico con cierto recelo, cuando no con positivo temor. Un temor que, cuando faltan la información y la capacidad crítica necesarias para llegar al fondo de la cuestión, se convierte fácilmente en temor irracional a la cosa en sí —la tecnología, en este caso— en vez de centrarse en su manipulación clasista, auténtica razón de que la ciencia y la tecnología avanzada puedan constituir una amenaza. Este temor —al que cabe llamar tecnofobia— presenta dos aspectos principales: por una parte, el miedo al poder destructivo y avasallador de ciertos «logros» tecnológicos; por otra, el temor de que la máquina desplace al hombre como productor, cosa que en una sociedad equitativa y racional debería contemplarse como una gozosa liberación, pero que en la nuestra, basada en la explotación y la competencia, supone una constante amenaza para los trabajadores, y no sólo para los manuales; piénsese en los formidables avances de la cibernética.

La idoneidad del símbolo del robot para polarizar este doble temor es bastante obvia: el robot es un «hombre mecánico», culminación simbólica de la usurpación por parte de la máquina del lugar del hombre; como además se lo puede —y suele— imaginar inquietamente poderoso, ya sea física, mentalmente o en ambos sentidos a la vez, se presta muy bien para expresar la tecnofobia antes aludida.

Y, de hecho, la ciencia ficción subcultural, e incluso la de ciertas pretensiones, nos ofrece innumerables ejemplos de robots y supercomputadoras que —como su primo hermano, la criatura de Frankenstein— se rebelan contra su creador, con funestas consecuencias.

Sólo la ciencia ficción más seria, menos condicionada por nuestros mitos culturales —ideológicos, en última instancia—, recurre al símbolo del robot con otros fines, como el de señalar la importancia de una tecnología al servicio del hombre, o para utilizar la implacable lógica de los cerebros electrónicos como contrapunto y/o espejo de las contradicciones y los prejuicios humanos. Al igual que la tecnología que simboliza, el robot es un instrumento —meramente narrativo, por ahora— lleno de posibilidades, pero constantemente expuesto a un uso negativo.

No es éste, por cierto, el caso de la Ciberíada de Lem, quien ha logrado aclimatar con éxito en este difícil terreno su fecundo talento de fabulador y, sobre todo, fabulista. Prolongador y actualizador de esa gran corriente fantástico-satírica que pasa por los Cyrano, los Voltaire y los Swift, Lem ha creado, con su Ciberíada, la fábula robótica. Un tipo de fábula, además, que se aleja del tradicional y asfaltado camino hacia la fácil moraleja para adentrarse en los terrenos mucho más fértiles de la poesía, la ironía, el humor y una fantasía que a menudo roza o penetra en el surrealismo. Todo ello con un denso e inquietante —¿se puede hablar de Lem sin utilizar este adjetivo?— trasfondo filosófico, que el tono festivo y desenfadado de los relatos no hace sino realzar.

CARLO FRABETTI

EXPEDICIÓN PRIMERA o La trampa de Garganciano CUAN - photo 7

EXPEDICIÓN PRIMERA o La trampa de Garganciano CUANDO el Cosmos no estaba tan - photo 8

EXPEDICIÓN PRIMERA o La trampa de Garganciano CUANDO el Cosmos no estaba tan - photo 9

EXPEDICIÓN PRIMERA o La trampa de Garganciano CUANDO el Cosmos no estaba tan - photo 10

EXPEDICIÓN PRIMERA

o La trampa de Garganciano

CUANDO el Cosmos no estaba tan desajustado como hoy día y todas las estrellas guardaban un buen orden, de modo que era fácil contarlas de izquierda a derecha o de arriba abajo, reunidas además en un grupo aparte las de mayor tamaño y más azules, y las pequeñas y amarillentas, como cuerpos de segunda categoría, metidas por los rincones; cuando en el espacio no se vislumbraba ni rastro de polvo, suciedad y basura de las nebulosas, en aquellos viejos tiempos, tan buenos, existía la costumbre de que los constructores con Diploma de Omnipotencia Perpetua con nota sobresaliente fueran de vez en cuando de viaje para llevar a pueblos remotos ayuda y buenos consejos.

Ocurrió pues que, de acuerdo con esa tradición, se pusieron en camino Trurl y Clapaucio, a quienes crear y apagar las estrellas no les costaba más que a ti cascar las nueces. Cuando la inmensidad del abismo recorrido hubo borrado en ellos el último recuerdo del cielo patrio, vieron ante sí un planeta, ni demasiado pequeño ni demasiado grande, de tamaño muy apropiado, con un solo continente. Exactamente por el medio corría una línea roja y todo lo que había a un lado era dorado, y todo lo del otro rosado. Los constructores comprendieron enseguida que se trataba en este caso de dos estados vecinos, y decidieron celebrar un consejo antes de aterrizar.

—Puesto que aquí hay dos estados —dijo Trurl—, es de justicia que tú te dirijas a uno y yo al otro. Así nadie saldrá perjudicado.

—Me parece bien —contestó Clapaucio—, pero ¿qué hacemos si nos piden material de guerra? Puede ocurrir.

—Es cierto, pueden exigirnos armamentos, incluso milagrosos —convino Trurl—. Decidamos que se los negaremos en redondo.

—¿Y si insisten con violencia? —objetó Clapaucio—. No sería nada nuevo.

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