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Noelia Amarillo - El origen del deseo

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Noelia Amarillo El origen del deseo

El origen del deseo: resumen, descripción y anotación

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SINOPSIS
En la primera entrega de su nueva serie Crónicas del Templo, Noelia Amarillo nos lleva por primera vez al Templo del deseo...
Karol, testigo y narrador de esta serie de novelas, disfruta del sexo de una manera un tanto peculiar y por eso será él quien nos introducirá en el Templo del deseo, donde todas las fantasías secretas y los deseos más reprimidos encuentran su lugar. La primera entrega de la serie está protagonizada por Eberhard, quien no se atrevía a expresar sus deseos más que dos únicos días al año. Y uno de esos dos días de uno de esos años, Sofía tuvo la suerte de toparse con él.
Él es distinto de todas las personas que ella haya conocido. Está enamorado, confundido y asustado, todo por culpa de una fantasía que es una obsesión; una obsesión de la que reniega. Sin embargo Sofía disfruta demasiado con los deseos de los demás como para consentir que él no la haga partícipe del suyo. Así que averigua que las fantasías de Eberhard están íntimamente relacionadas con... ¿De verdad quieres saberlo?
Noelia Amarillo nació en Madrid el 31 de octubre de 1972. Creció en Alcorcón (Madrid) y cuando tuvo la oportunidad se mudó a su propia casa, en la que convive en democracia con su marido e hijas y unas cuantas mascotas. En la actualidad trabaja como secretaria en la empresa familiar, disfruta cada segundo del día de su familia y de sus amigas y, aunque parezca mentira, encuentra tiempo libre para continuar haciendo lo que más le gusta: escribir novela romántica.
«Lo cierto es que Noelia Amarillo tiene la facultad de enganchar desde el principio y hacerte leer hasta el final.»
NOVELAROMANTICA-CRÍTICAS
«Lo que me gusta muchísimo de Noelia Amarillo es que ella sí sabe cómo terminar un libro. Historias bien cerradas, sin detalles olvidados o dudas por resolver. Así que... chapó.»
LAPLUMADECUNNINGHAM
Noelia Amarillo
EL ORIGEN DEL DESEO
Crónica del Templo, 01
Puedo oler su excitación.
Alzo la cabeza y husmeo el aire sin importarme que las personas que recorren la calle me miren como si fuera un bicho raro. En realidad lo soy.
Paladeo el sabor lúbrico de su vergüenza, de su excitación, de su turbación. Muevo con inquietud la lengua dentro de la boca, rozo con ella los dientes, me deleito en el dolor que siento al presionarla contra los colmillos y por fin la dejo salir al exterior. Me humedezco los labios, impregnándolos de la libidinosa esencia que flota en el aire.
Está cerca. Lo sé. Lo siento.
Los efluvios de su estigma llegan hasta mí y enardecen mis sentidos, haciéndome jadear de placer cuando el deseo se adueña de mí. Mis pupilas se dilatan presas de la fiebre carnal que me recorre. Mi visión se torna roja. Mi olfato se agudiza.
Debo encontrar el origen de ese deseo. Debo satisfacer mi anhelo.
Parpadeo hasta que consigo liberar mis ojos del velo de lujuria que los colorea y aprieto los puños. Las uñas me desgarran las palmas derramando lágrimas carmesíes que se deslizan lentamente hasta mis muñecas. El dolor calma mi hambre. También me excita. Niego con la cabeza a la vez que me muerdo con fuerza los labios hasta que la razón regresa a mí. No puedo dejarme llevar por el placer. Todavía.
A mi alrededor la gente se detiene y me observa. No debo llamar más la atención. Saco del bolsillo del pantalón un pañuelo rojo de seda salvaje y limpió con él la sangre que he derramado por mor del control. Miro con sorna a los que me rodean y, haciendo una elaborada floritura, les indico que el espectáculo ha acabado. Por ahora.
Camino guiándome por la esencia turbada y lasciva que arrastra la brisa y que nadie más puede sentir. Solo yo. La impaciencia me corroe, el deseo me llama, me atraviesa, me endurece, me hace jadear. Estoy cerca de mi presa. Cierro los ojos e inspiro. Cuando los abro sé exactamente dónde está. Sonrío. Pronto será mío.

Deseo
20 de junio de 2008
No existía un lugar más hermoso ni más excitante que Italia. Al menos no para Eberhard.
Era el solsticio de verano y el Sol parecía decidido a celebrar su triunfo sobre la Luna iluminando con fuerza la plaza de la Señoría. Solo la alargada sombra de la Torre de Arnolfo ofrecía un exiguo refugio del calor abrasador. Inmóvil bajo esta, Eberhard contemplaba embelesado la réplica del David de Miguel Ángel. La estatua mostraba al futuro rey de Israel decidido a enfrentarse al gigante filisteo o, al menos, así interpretaba el joven la tensión contenida en su postura, el ceño fruncido y la mirada fija que mostraba el rostro del apuesto hombre pétreo.
Indiferente al enjambre de personas que a esa hora inundaban la emblemática plaza florentina, Eberhard se acercó a la escultura hasta que se topó con los verdes parterres que la aislaban y extendió el brazo como si quisiera tocar el cálido mármol de Carrara. ¡Qué no daría por poder acariciarlo! Pero no era posible. Bajó la mano y continuó deleitándose con la obra, ya que eso era lo único que podía hacer. Observó el torso liso, en el que destacaban unos pequeños pero erguidos pezones. Un tirón de deseo le recorrió el cuerpo indicándole que estaba a punto de perder el control y dejarse llevar por su obsesión. Sacudió la cabeza y se obligó a detener la mirada en los abdominales apenas insinuados de la estatua, esa era una zona segura. Cuando el deseo remitió, examinó la mano de venas hinchadas y uñas perfectamente esculpidas que tocaba el níveo muslo, y fue incapaz de detenerse allí. Ascendió hasta el rizado vello púbico tallado en mármol y acarició con la mirada los testículos lampiños y el pene, que reposaba lánguido sobre ellos.
Y el deseo cayó sobre él, arrollándole, endureciéndole hasta hacerle jadear. Un deseo extraño, indeseado, inapropiado... pero, aun así, imparable.
Eberhard desvió la mirada de la estatua y se cerró la chaqueta para cubrir su erección. Hacía un calor de mil demonios, sí, pero hacía años había aprendido que si quería pasear por Florencia sin llamar la atención, debía hacerlo vestido con algo que cubriera las consecuencias que la visión de las estatuas provocaba en su entrepierna.
Sacudió la cabeza e inspiró con fuerza, necesitaba deshacerse de su incómoda y voluminosa erección. Miró a su alrededor y, con una sonrisa mordaz, se dirigió a la escultura Hércules y Caco de Bandinelli. Observó los cuerpos excesivamente musculados de ambos hombres, su postura rígida, la expresión teatral de sus rostros... carecían de alma. Y él jamás había deseado acariciar una estatua sin alma. Su excitación bajó hasta hacerse tolerable. Pero no desapareció. Nunca lo haría. No en Florencia. Pero sí podía moderarla, siempre y cuando consiguiera recuperar el control. Hundió las manos en los bolsillos de la chaqueta y se encaminó hacia una mesa que acababa de quedar libre en la terraza del restaurante Orcagna. Logró sentarse en ella un segundo antes de que una pareja de turistas japoneses lo hiciera y, mientras esperaba al camarero, contempló El rapto de las Sabinas de Giambologna. La erección que creía domada volvió a tomar fuerza, pero no le importó; estaba sentado. Nadie se daría cuenta del estado en el que se encontraba. Observó las esculturas situadas en la Logia dei Lanzi y separó las piernas para dar acomodo a su cada vez más rígido pene. Al fin y al cabo para eso estaba allí. Para dar salida al deseo prohibido que le inundaba cada vez que observaba una estatua con alma.
Era un bicho raro. Algo no funcionaba bien en su cabeza. Lo sabía desde que había visitado por primera vez Florencia. Quizá desde antes. Siempre había sentido una extraña atracción por las estatuas, sobre todo si eran de mármol. Pero no fue totalmente consciente de ello hasta que viajó a Roma para celebrar el fin de curso y vio por primera vez El rapto de Proserpina
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