El corazón puede sufrir eternamente por la herida de un vivo, pero deja de sangrar en un muerto.
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Una señorita debajo de un columpio
Quizá me habría bastado aguzar el oído. Para oír los rumores, estar prevenida e, incluso inconscientemente, prepararme para el golpe antes de recibirlo. Lo habría encajado mejor. Sin duda incluso habría podido evitarlo. Sí, escuchar las frases que quedan en el aire, las que se pronuncian por descuido, a media voz, casi para una misma. Esas frases que ahora recuerdo, fuertes y claras, y como amplificadas: «¡Qué irritante llega a ser con tanta sonrisa!». O: «Me fastidia con tanta felicidad. Exagera, finge, no puede ser de otra manera». Y sobre todo: «Un día se caerá desde muy alto».
Estas palabras no son recientes, pero no me han llegado hasta que la burbuja ha estallado y ha derramado su contenido viciado sobre mi vida, o sobre lo que queda de ella. Antes era impermeable a ese tipo de comentarios, ni siquiera los oía. Era demasiado feliz para que los celos de los demás, sus pequeñas mezquindades, me afectaran. Y además, a los otros, antes, los quería, así que no podían ser mezquinos: existía un vínculo lógico tan sólido como una cadena entre mi predisposición a amar al género humano y su capacidad de hacer el bien.
Antes.
A lo largo de la vida de todo el mundo hay determinados puntos de inflexión. Unos acontecimientos puntuales que hacen que pueda hablarse de antes y de después. Hasta entonces, me los imaginaba como rellanos estables entre dos tramos de peldaños. Unas etapas que superar en el ascenso que para mí simbolizaba la vida.
Antes, estaba bien.
Subida. Rellano, pausa. Observar, aprender, recobrar el aliento en caso de necesidad. Luego, seguir subiendo. Rellano siguiente, breve mirada hacia atrás, sonrisa, constatación: se ha progresado, se sigue avanzando, subiendo, escalando si hace falta. Todo va bien, todo irá mejor aún.
Esta historia de los rellanos es una imagen, una teoría que se corresponde bastante bien con mis representaciones de antes. Tengo otra que explica mejor mi caída. Porque los rumores no eran infundados: al final, en efecto, me caí. Y de más alto aún de lo que cabía imaginar.
Pensad en un columpio. No de los que cuelgan de un árbol y en los que te sientas sola y agitas las piernas, sino uno de esos compuestos de una larga tabla que descansa sobre un punto de apoyo elevado en el centro. El peso de las personas sentadas una frente a otra permite alternar los vuelos. Las subidas y bajadas. Si las personas tienen un peso similar, una corpulencia parecida y, sobre todo, si se dan el mismo impulso, se obtiene cierto equilibrio: un balanceo agradable o por lo menos armonioso que te permite creer que estás cómoda, tranquila y lanzada para toda la vida.
Y un cuerno.
Porque de repente miras a otro lado o no miras nada, quizá deslumbrada por el sol que ese día brillaba con tanta fuerza y te calentaba, te hacía sentir profundamente viva y feliz, confiada y ciega. No miras y entonces, en el instante en que, como de costumbre, no sospechas nada, la persona sentada enfrente desaparece, se escamotea de golpe. Te encuentras repentinamente con el culo en la arena. Y con el corazón en la boca. No hay nadie enfrente, el juego se ha acabado. Con el trasero dolorido, en ese preciso momento recuerdas que, de pequeña, a ese tipo de columpio se le llamaba también subibaja.
Tu pareja ha saltado en pleno vuelo, se ha arrojado del columpio y te ha dejado sola y dolida, con la cabeza repleta de preguntas, una sensación de aprensión en el vientre y un nudo en el estómago.
Y, sin embargo, confiabas en él. Tu pareja indefectible, compañero de juego y de vida. Ese columpio era el movimiento continuo de los dos, ascendente, evidentemente; y por supuesto que no iba a detenerse, ni te lo planteabas: lanzados, los dos, juntos, de común acuerdo. Os divertíais, incluso erais felices. No había razón alguna para que se acabara.
En todo caso, eso es lo que yo creía. En la época en que era la Mujer. Esposa, madre y amiga ideal, todo a la vez. Una santísima Trinidad autoproclamada y destronada por aquello que la conjura fatalista llama «los avatares de la vida». Me llevó mucho tiempo tomar conciencia de la inanidad de mi estatus: esposa-madre-amiga perfecta, y perfectamente feliz. Cuando eso debería saltarle a la vista a todo el mundo: nadie busca a la persona ideal. Incluso a mí, pensándolo bien, me importaba un comino que mi familia, mis amigos fueran o no perfectos.
Mientras me quisieran.
Y me querían, todos, estaba convencida.
Hasta que ese cabrón saltó del columpio y me la pegué en todos los morros.
Detesto decir la palabra «morro», incluso si se refiere a los perros.
Separación. Divorcio. No por mi culpa, ni gracias a mí. Habría preferido, sin embargo, que me dijera: «Eres tan maravillosa, cariño, que prefiero dejarte, no estoy en absoluto seguro de ser lo bastante perfecto para asumir la inanidad de tu estatus».
Pero no, por desgracia yo nada tenía que ver: simplemente se follaba a mi mejor amiga desde hacía meses, ella también estaba en el columpio, como pasajera clandestina. Y fue su peso, que había pasado inadvertido, lo que hizo que todo saltara por los aires.
Una mujer bastante colgada, bastante guapa, bastante simpática. Podría decirse que era alguien que estaba bastante bien.
Un monstruo, en resumidas cuentas.
Así reviente.
Pero ni siquiera puedo darme el gusto de decir eso.
No es que no quiera desearle el mal a la que fue mi confidente, mi amiga más querida y mi alma gemela durante tantos años que soy incapaz de echar la cuenta; al contrario, simplemente es que esa traidora, la muy guarra, ya está muerta. Esa idiota hizo que se la cargara no sé quién y no me importa: que le den. Lo normal hubiera sido hundirse; perder a mi mejor amiga de una forma tan violenta, sin motivo aparente, me habría vuelto loca de tristeza y de incomprensión. Pero en este caso la locura ya estaba ahí y bien anclada en mí por esa doble traición. Ese crimen, que mi mente maltratada clasificó inmediatamente bajo la rúbrica de los sucesos sin resolver, finalmente me vino bien: ya no tenía corazón para ella, la traidora, salvo para continuar odiándola y pensar que se lo había buscado y que se lo merecía. El desconocido que la estranguló en su apartamento era el brazo de la justicia. O solo un amante ocasional; sé que era capaz de follarse a cualquiera. Y pensar que yo la aprobaba, que admiraba su lado epicúreo y que casi la animaba. Solo esperaba que se casara, que encontrara el bueno: el buen polvo, el buen plan, un buen hombre, en realidad. Me lo contaba todo.
Casi todo.
Menuda puta.
Una vez más, es una palabra que se me atraganta, que mastico y no logro tragar. No tanto por el fondo como por la forma: detesto la vulgaridad, sobre todo en el lenguaje. Con las palabrotas no existen los matices. Con la excepción de Mélanie. Si echo la cuenta de los términos que se me ocurren al pensar en ella, incluso si procedo por eliminación, siempre llego al mismo: putita.
El matiz está en el diminutivo: no merece el calificativo de «puta». Ni siquiera para eso tuvo valor. No tenía esa envergadura.
Pero que no se queje (de todas formas, está muerta, se hunde lacerante el cuchillo en mi herida): por mi parte, he merecido