Índice
A Pablo, mi Sol.
Agradecimientos
Quiero agradecer a Concha de Haroy Francesca Spattaro, por su gran ayuda en la investigación del material.
A Pablo, mi esposo, por su incondicional apoyo.
A Adriana Arbide por su creatividad para las ilustraciones.
A Paola Quintana, Guadalupe Gavaldón, Carla Cue y Andrea Berrondo, por su asesoría y atinada crítica.
A mis editores, Vicente Herrasti y Karina Simpson por su gran apoyo. Y a Alejandra Romero por su dedicación.
Introducción
¿A que no eres capaz de quitarle la capa?
El Sol dijo estas palabras al Viento cuando juntos observaban el deambular de un mendigo por la solitaria carretera. El poderoso Viento pensó que sería tarea fácil y comenzó a soplar.
El hombre se asía a la capa tomándola con las dos manos cruzadas al frente. El Viento entonces decidió soplar con mayor fuerza. En respuesta, el mendigo se aferró a su vieja prenda de abrigo, arrollándosela al cuerpo para evitar que el Viento la arrastrara.
A su vez, el Viento se enfurecía y soplaba con más vigor sin lograr su propósito. De manera que, a pesar de su orgullo, tuvo que rendirse, darse por vencido.
—¿Lo ves? —le reprochó el Sol—. Esa no es la manera. ¡Fíjate cómo lo consigo yo!
Poco a poco, suavemente el Sol fue lanzando cada vez un mayor número de rayos. El mendigo, contento, empezó a sentir su calidez, así que desenrolló la capa y echó todo su vuelo a la espalda. Al final terminó por quitársela y ponerla en el suelo. Gratificado, hizo un alto en el camino y sonrió de cara al Sol.
La moraleja de esta vieja fábula es tan sencilla como ella misma: la calidez del Sol consiguió lo que el Viento, con toda su violencia, no logró. Asimismo sucede en nuestras relaciones con los demás.
En la vida podemos rechazar o no compartir las ideas de los otros. Sin embargo, la convivencia se dará mejor y más fácilmente si la concebimos desde la aceptación, la comprensión y el respeto.
La cortesía debe surgir de una entrega auténtica y de ceder voluntariamente al otro parte de nuestro poder, de nuestro placer y quizá de nuestra comodidad, no como mera forma de etiqueta o apariencia. De poco nos servirá ser las personas más cultas y correctas, si estas cualidades no nos proporcionan la sensación de bienestar y paz que obtenemos al entregar un poco de nosotros mismos.
Lo que expongo en este segundo libro de El arte de convivir no intenta ser la verdad absoluta, simplemente se trata de puntos de referencia que considero facilitan la convivencia social y nos dan la seguridad de saber que estamos actuando correctamente.
Como la casa es la cuna donde la naturaleza de un niño se esculpe, el libro empieza con el hogar, para seguir con los vecinos, la calle, los restaurantes, teatros, deportes, viajes, etcétera. Todo aquello que llevamos a cabo como parte de una comunidad.
Es cierto que con cortesía difícilmente solucionaremos los problemas que vivimos actualmente; sin embargo, también es cierto que cada cual puede fabricar un pequeño cielo en su entorno.
Para lograrlo no hay que hacer cosas extraordinarias, sino sencillamente, siendo sinceros y acogedores como el Sol, bastará con dar calidez a la vida de los demás.
La cortesía en la vida familiar
¿SE NACE O SE HACE?
Hay quienes nacen teniéndolo todo: unos papás inteligentes con un matrimonio sólido y una posición económica estable, educación privilegiada, atractivo físico y facilidad para los estudios y los deportes.
Quienes poseen esta suerte, desde pequeños estuvieron rodeados por su familia y sus amigos, los cuales siempre les hicieron sentir que eran valiosos. Esto es lo más preciado que alguien puede recibir en la vida. Con todo lo anterior, es muy probable que estas personas se conviertan en líderes naturales.
Lo que llama la atención es que en la historia existen muchos casos de individuos que, aunque partan de estas bases, manifiestan un patrón totalmente contradictorio. En ocasiones sucede que hijos de padres muy talentosos, prominentes en lo económico, en lo político, en lo cultural o en lo social tienden a fracasar en la vida.
Esto quizá se deba a que, de niños, siempre tuvieron alguien que les solucionara todos sus problemas, lo que, acaso sin querer, provocó un debilitamiento de su estructura interna.
Y, al contrario, existen también niños cuyas bases no pudieron haber sido peores, y sin embargo como adultos son personas muy exitosas, lo cual demuestra que de la adversidad puede surgir grandeza.
Cuando los expertos analizan cuál es la diferencia entre los que alcanzan las metas que se propusieron y los perdedores, encuentran que una actitud adecuada y una sana autoestima son las claves del éxito.
¿Qué sucede?
Los que consiguen sus metas son los que advirtieron a tiempo que, para ser mejores, se requiere un esfuerzo constante. Cuando tienen un pequeño logro, estas personas lo reconocen y se felicitan. Sobre todo, se aceptan tal como son.
Se encuentran en sus logros y, cuando alguna vez fracasan, procuran aprender de la experiencia, para después olvidar el asunto.
Los perdedores también saben qué es lo que hay que cambiar; sin embargo, se resisten a hacerlo. Admiran a las personas que han superado grandes obstáculos; sin embargo, no se visualizan a sí mismos logrando cosas similares. Se pasan la vida en el puro deseo de ser mejores.
Estas personas que logran poco en la vida constantemente sostienen un diálogo interno en el cual se están recordando sus fracasos y todo lo malo que les ha sucedido. Ese diálogo se lleva acabo desde que amanecen hasta que se acuestan, lo cual refuerza el círculo vicioso de su existencia.
Es por eso que viven como personas en potencia permanente. Casi llegan, casi lo logran, casi la hacen.
No es fácil romper este círculo. Sin embargo, todos vamos construyendo la seguridad en nosotros mismos con base en los pequeños logros que alcanzamos. ¿Cómo aprendimos a andar en bicicleta? ¿A cocinar? ¿O a manejar un grupo de personas? El éxito atrae más éxito.
Los expertos coinciden en que la clave más importante para elevar nuestra autoestima está en hablarnos positivamente. Pareciera que esto es algo lógico. No es así.
Sor Juana Inés de la Cruz lo expresó de esta manera en un soneto: “Si es mío mi entendimiento, por qué he de encontrarlo tan torpe para el halago y tan duro para el daño”.
Podemos ser muy destructivos en la autocrítica. Se han hecho estudios recientes de cómo las palabras dichas al azar afectan nuestro cuerpo y nuestra mente.
Por lo tanto, necesitamos controlar lo que nos decimos. Pensar bien de nosotros nos hace sentir bien, y al pensar así creamos un estado de ánimo que apoya todo lo que hacemos durante el día.
Observemos a quien ha logrado el éxito. Es raro oír que se minimice, tanto con palabras como en actitud. Los perdedores caen en la trampa de decirse: “no puedo”, “soy muy torpe”, “sí, pero…”, “está muy difícil” o “a mi edad, ya no…”. Actúan de acuerdo con lo que piensan que son.
Los que alcanzan sus metas se retroalimentan diariamente en forma positiva. Sobre todo, no se comparan con nadie. Es frecuente escucharlos decir: “sí puedo”, “la próxima vez saldrá mejor”, “me siento mejor que nunca”, “espero que…”, “qué bien lo hice”, y otras expresiones positivas por el estilo.
La fórmula casi mágica para corregir una imagen negativa de nosotros es hacer lo mismo que hicimos para establecerla. Hay que repetir, insistir y persistir honestamente en todo lo positivo que tenemos, que hacemos y que somos, hasta grabarnos una renovada y fortalecida imagen propia.
Por lo tanto, realicemos nuestro autocomercial, tal y como si fuéramos un producto por vender. Repasémoslo mentalmente todos los días. Vale la pena hacer una pausa y reflexionar sobre cada una de las cualidades que poseemos.