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Fernanda Pérez - El Sacramento

Aquí puedes leer online Fernanda Pérez - El Sacramento texto completo del libro (historia completa) en español de forma gratuita. Descargue pdf y epub, obtenga significado, portada y reseñas sobre este libro electrónico. Año: 2013, Editor: El Emporio Ediciones, Género: Niños. Descripción de la obra, (prefacio), así como las revisiones están disponibles. La mejor biblioteca de literatura LitFox.es creado para los amantes de la buena lectura y ofrece una amplia selección de géneros:

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  • Libro:
    El Sacramento
  • Autor:
  • Editor:
    El Emporio Ediciones
  • Genre:
  • Año:
    2013
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El Sacramento: resumen, descripción y anotación

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El Sacramento

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BajaLibroscom ISBN 978-987-34-1867-9 Fernanda Pérez 2013 FacebookEl - photo 1

BajaLibros.com

ISBN 978-987-34-1867-9

© Fernanda Pérez, 2013

Facebook/El Sacramento.novela

www.elsacramento.blogspot.com

© El Emporio Libros S.A., 2013

9 de Julio 182 - 5000 Córdoba

Tel.: 54 - 351 - 4117000 / 4253468 / 4110352

E-mail:

Diseño de tapa: Maximiliano Almirón

Imagen de tapa: Obra intervenida de Julio Romero de Torres

Foto de contratapa: Gentileza de Susana Pérez

Hecho el depósito que marca la Ley 11723

Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento informático, sin permiso previo por escrito del editor.

A Gigí, Mili y Ro,

mis tres pequeñas musas inspiradoras.

A Marcelo,

por su amor y por acompañarme

con paciencia en esta loca travesía.

A mis padres Luis y Betty,

por su incondicional apoyo.

A mis hermanas Lili y Moni,

por estar siempre cerca.

A Dios,

por rodearme de seres maravillosos.

Si os imagináis dichoso

no seréis tan desdichado.

Sor Juana Inés de la Cruz

Premoniciones

–Vamos Zorba, léeme la mano –le insistía Ana a la vieja gitana que trabaja en la propiedad que tenían en las afueras de Sevilla.

–No niña, ya se lo he explicao’ mil veces, no les leo las manos a los conocíos –la mujer seguía atenta a su labor en la cocina.

–Dijiste que no se la leías a los parientes, y que yo sepa nosotras no somos parientes –Ana era insistente y caprichosa como pocas.

–Pero usted sí que no entiende. ¿No le he contao’ acaso que siendo muy joven se la leí a mi hermana pequeña y vi reflejada en su palma la muerte de mi abuela? No quiero pasar por otras impresiones como ésas, la Sin Pecao me preserve, niña –Zorba se santiguó llenándose de harina la cofia.

–Sólo dime las cosas buenas –Ana no estaba dispuesta a claudicar, por eso insistía mientras husmeaba por los ingredientes y con el dedo probaba unos dulces.

–El que no le diga las cosas malas no quiere decir que no las vea –la mujer la observó con severidad, pero no pudo resistirse a la dulzura y picardía de Anita–. Traiga, deme su mano, pero es la única y última vez que lo hago.

Ana sonrió, y extendió su brazo.

–Su carácter le traerá problemas, además en la línea del corazón… –en ese momento la mujer se detuvo.

–Eso, concéntrate en el corazón, no me interesa el carácter ni los malos augurios. Quiero saber si voy a casarme, enamorarme, tener hijos…

La gitana suspiró, y resignada se concentró en su tarea.

–Sí, va a casarse y muy enamorada.

–¡Lo sabía!

–Será un hombre bueno, inteligente, con mucho dinero… la hará feliz.

–¿Tendré hijos?

–Sí, serán mujeres.

–¿Todas mujeres? ¿Ni un machito siquiera?

–No, pero serán fuertes...

–Con eso me basta –dijo Ana sacando su mano de las de la gitana–. Gracias, Zorba, no puedo creer que haya doblegado tus principios.

–Sólo una cosa, niña, cuídese de la familia, veo a alguien que no me gusta, que es mala gente –la mujer volvió silenciosa a su tarea. Sutilmente, había visto delineada una tragedia.

Ana no le prestó atención a las recomendaciones, y salió de la cocina saboreando una jalea que atesoraba el dulzor de la buenaventura.

Primera Parte

Amor é fogo que arde sem se ver,

é ferida que dói, e não se sente;

é um contentamento descontente,

é dor que desatina sem doer.

Luis Vaz de Camões

1
20 años después...

Cabalgaba. Esa era su hora preferida. Mientras el descanso se imponía tras el almuerzo, ella había optado por ponerse su traje de montar para sentirse libre y dejarse acariciar por el aire fresco y el sol aún tibio del mes de abril. La hacienda “Nova Terra” –instalada fuera de los muros de la ciudad– era su paraíso. Francisca adoraba la llanura, los espacios abiertos, inacabables. No así su melliza Catalina, que se acomodaba con facilidad a los sitios cerrados y estrechos, o Teresita, su hermana menor, que disfrutaba de las calles empedradas, de los saraos, de los trajes, de las joyas... Definitivamente, ella era diferente.

Cuando aún faltaba para llegar a la propiedad, divisó a lo lejos a Toribio. Sintió miedo. Era obvio que había salido a buscarla y eso sólo podía responder a una razón: su padre.

Desde hacía varios meses, la desmejorada salud de Octavio le preocupaba. La vida en el campo ayudaba, pero no terminaba de curar sus pulmones que habían quedado afectados a causa de una fuerte neumonía. Francisca se angustiaba ante su rostro pálido, sus ojeras violáceas, la pérdida de peso y una tos seca y sibilante que parecían quitarle el oxígeno cada vez que hablaba. Sin embargo, él no dejaba de fumar su pipa y eso generaba grandes peleas entre padre e hija. Las discusiones, igualmente, no llegaban muy lejos. Ambos se tenían un amor incondicional: él veía en Francisca al hijo varón que nunca tuvo, y ella en Octavio al hombre que había asumido todas las obligaciones del hogar cuando su madre murió en aquel terrible accidente que las dejó huérfanas de sus besos y colmadas de una ausencia lacerante.

–¿Le pasó algo a mi padre? –gritó Francisca de lejos, presa de la ansiedad.

–No, sólo me mandó buscarte porque necesita verte urgente.

Aceleró el galope para llegar lo antes posible. Cuando estuvo cerca del peón, no pudo evitar consultarle de nuevo:

–¿Es verdad que no le pasa nada a mi padre?

–No. Lo que ocurre es que recibió una carta de Don Carlos, tu tío, y parece que las noticias no son del todo buenas.

“Otra vez los españoles”, pensó Francisca. Aunque en realidad, la frase correcta hubiera sido “otra vez españoles y portugueses”. Con madre oriunda de un país y padre proveniente del otro, ellas habían crecido escuchando sobre las eternas disputas entre las dos potencias. Cada tanto, Octavio les contaba lo ocurrido más de una década atrás con el Tratado de París: “Esta ciudad regresó a manos portuguesas y los españoles se quedaron con la lucha a media voz”, aseveraba.

Fue por aquellos tiempos cuando Ana cayó a aquel barranco que la dejó sin vida. Fue por aquellos tiempos cuando Octavio quedó sumido en un dolor indescifrable sin saber qué hacer con dos mellizas de cuatro años y una beba de tan sólo uno. Fue por aquellos tiempos cuando decidió lanzarse al nuevo mundo e instalarse en Colonia del Sacramento, para él simplemente El Sacramento .

Sólo lo acompañaron un grupo de esclavos –María, Berta, Leónidas y Anselmo– y uno de sus mejores trabajadores: el español Manuel Baltazares y su hijo Toribio, también huérfano y sólo unos meses mayor que las mellizas.

Los comienzos no fueron sencillos, pero Octavio era un comerciante avezado y esa tierra se le abrió fecunda a su inteligencia y constancia. Ahora, contaban con campos y animales. Sus curtiembres y saladeros les daban altas ganancias, e importaban y exportaban productos con y sin la venia de las coronas en puja. Él conocía todos los artilugios legales, y era lo suficientemente intuitivo y perspicaz para evitar enemigos y ganar en todos lados socios y amigos. Por esa razón es que los Gonçálvez y Acuña no tenían problemas con nadie, y hasta se daban el lujo de cartearse con Carlos –un español de pura cepa– y con toda la familia de Ana.

Tras dejar el caballo en el establo, Francisca salió disparada hacia la casa. No se detuvo en la sala, donde Catalina hablaba con Berta de la cena y Teresita practicaba lecciones de piano. Nadie le preguntó de dónde venía ni a dónde iba. Todos conocían el temperamento inquieto de la muchacha.

Cuando llegó al escritorio encontró a Octavio con su pipa, mirando preocupado hacia la ventana, con un sobre y carta abiertos en la mesa.

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