Fernanda Nicolini - Los Oesterheld
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- Libro:Los Oesterheld
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:2016
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Los Oesterheld: resumen, descripción y anotación
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1971
Como todos los sábados, Pablo Fernández Long salió de su casa, prendió un cigarrillo negro y caminó hasta la esquina. Eran las diez y media de una noche de invierno de 1971 y hacía frío. Metió la mano que le quedaba libre en el bolsillo del gamulán, cruzó la calle, rozó con el hombro la ligustrina que crecía despareja y empujó un portón de madera que nunca tenía traba. Antes de avanzar, miró hacia una de las ventanas del segundo piso. Le gustaba comprobar cuánto se parecía a la del dibujo. Del otro lado, estaba la casa del Eternauta. El punto cero de su universo, el origen de sus coordenadas.
Tocó timbre y esperó.
La parte residencial del barrio de Beccar, al norte del Gran Buenos Aires, terminaba ahí, contra la estación del ferrocarril Mitre. Unas cuadras antes, los caserones de los alemanes llegados después de la Segunda Guerra Mundial se alternaban con las quintas de gerentes de empresas extranjeras. A medida que la geografía se alejaba hacia el río, las edificaciones se volvían fastuosas. La de los Bunge y Born, dueños de la corporación más poderosa del país, era un palacio. Pero en esa frontera junto a la vía, de chalets de ladrillo pintado, los hombres no eran millonarios, aunque sí propietarios. También eran profesionales de misa dominical, rutinas laborales ordenadas, indiscutido antiperonismo y cercos podados con esmero por un jardinero. Todos menos Héctor Oesterheld.
Pablo pensó en tocar timbre de nuevo, pero entró directamente. A veces llegaba en mitad de una partida de cartas y, entre los gritos, no lo escuchaban. Estela, la mayor de las Oesterheld, lo vio en la puerta y en lugar de darle un beso, lo recibió con una pregunta:
—Pablito, ¿leíste esto?
En la mano tenía un ejemplar de la revista Cristianismo y Revolución y lo que señalaba con el dedo era un artículo que llevaba por título «Los de Garín», por el grupo de las Fuerzas Armadas Revolucionarias que había tomado esa ciudad un año antes a modo de operación fundacional. Pablo intuyó que esa vez no habría partido de Jodete o competencia de Dígalo con mímica. Y que aquello que había empezado tímidamente entre Héctor y él, comenzaba a ampliarse. En ese living cada vez más poblado —además de las cuatro Oesterheld, siempre había amigos, compañeros de facultad, de teatro o enamorados secretos— el afuera empujaba para entrar.
El artículo de Carlos Olmedo, líder de las FAR, proclamaba que a pesar de su origen como brazo armado del Che en Bolivia, reconocían al peronismo como la única fuerza social capaz de conducir a la liberación: «Es, fundamentalmente, una experiencia de nuestro pueblo y lo que nosotros hacemos ahora es descubrir que siempre habíamos estado integrados a ella», decía Olmedo.
—Y sí. La salida es el peronismo.
Comentó Héctor en un momento de silencio. Y lo repitió, como si escucharse fuera la conclusión de un proceso de convencimiento que había empezado años antes.
A Pablo se le vino una imagen a la cabeza. Muchas veces habían jugado a compararse con animales y a Héctor siempre lo asociaban con el rinoceronte. Por esa nariz ganchuda que tan poco le gustaba, por sus ojos juntos. Pero ahora parecía adoptar otro significado: el rinoceronte carga con una gran estructura vegetariana, algo lenta y parsimoniosa, que cuando empieza a tomar velocidad, arrasa con todo y no para. Héctor, de a poco, empezaba a tomar carrera.
Del otro lado de la sala, Elsa terminó de guardar la vajilla recién lavada y apagó la luz del comedor. Había cocinado carne al horno con batatas a la crema y, como todas las noches, la habían llenado de elogios. Le reconfortaba que su talento para la cocina se tradujera en uno de los momentos familiares más placenteros del día. Ver cómo las caras se iluminaban con el primer bocado. Pero ahora, parada ahí, casi en penumbras, esa sensación de bienestar se diluía. Le costaba unir la figura de su marido a la de la persona que hablaba de peronismo.
Para ella, en cambio, no era un descubrimiento ni una liturgia ajena sino el sonido, lejano, de una marca de clase. Había visto a las masas avanzar por las calles de su barrio un 17 de octubre de 1945. Había estado ahí, como una más, en la puerta del Hospital Militar de Belgrano, en donde decenas se sumaban a la columna que seguiría hasta Plaza de Mayo, y había vuelto a su casa para contarles a sus padres que los vecinos de ese barrio de inmigrantes, que los trabajadores de las caballerizas de la zona, estaban afuera, pidiendo por Perón.
Mi nombre es Elsa Sánchez de Oesterheld y soy la mujer de Héctor Germán Oesterheld, famoso en el mundo por haber escrito la historieta El Eternauta. En la época trágica de este país desaparecieron a mis cuatro hijas, mi marido, mis dos yernos, otro yerno que no conocí, y dos nietitos que estaban en la panza. Diez personas desaparecidas en mi familia. Pero prefiero recordar los años en los que fui feliz.
Cuando conocí a Héctor, yo tenía 17 y él 24. Estaba en el bar del club Arquitectura de Núñez con unas amigas y ni se me hubiera ocurrido fijarme en él porque no era muy guapo, la verdad, pero él se acercó y empezó a conversar conmigo. Le decían Sócrates porque sabía de todo, con una cultura general impresionante; a mí, que me apasionaba la literatura, la música, el teatro y había fantaseado con hacer danza clásica, eso me fascinaba. Y de a poco empecé a observar todo lo que leía, todo lo que hacía, era un tipo muy original, de una familia alemana que había sido muy paqueta; él nada que ver, eso no le interesaba, tenía amigos de cualquier lado, los del club, en donde jugaba muy bien al tenis, y los de la universidad. Y eso me encantaba porque era la oportunidad de hablar con gente con quien yo no había tenido posibilidad. Yo era de una familia muy modesta, de inmigrantes españoles. Fui a un colegio del Estado, en Núñez, y después me mudé a las Cañitas, a lo de mis abuelos, porque a mi papá en el año 30 le fue muy mal. Tuve una hermana que falleció, Estela se llamaba, a los quince años. Supuestamente fue por una hepatitis B. Para mis padres fue terrible; ella era muy linda, muy inteligente y pacífica, igual que mi mamá; yo era tremenda como mi papá, inquieta. Tenía doce años cuando se murió, y hasta los 16 tuve una vida muy triste. Yo en realidad era tremendamente alegre, una persona que exteriorizaba todo, pero volvía a casa del colegio y era muy duro. En aquel entonces fue una tía mía la que le sugirió a mamá que me mandara a un club, para socializar. Ahí en ese club cambió mi vida.
Cuando nos pusimos de novios, en mi primer cumpleaños me regaló este anillito con un brillantito, es lo único que me queda de aquella época, lo tengo siempre puesto, aunque no soy amiga de las joyas y esas cosas, y nunca las tuve porque con Héctor jamás tuvimos plata, él nunca tenía nada. Al mes de comprometernos le publicaron ese cuento, en el año 43, que se llamaba «Truila y Miltar». Sucedió que un compañero de él de la facultad, José Santos Gollán, le pedía siempre escritos para leer. Entonces Héctor le dio este cuento y su amigo se lo dio a su padre, que era editor del diario La Prensa. ¡Y se lo publicaron! En ese tiempo él estudiaba Geología, pero tenía la carrera medio abandonada, sólo iba al cine, leía, estaba con amigos, y tenía problemas en la relación con su papá, que era un hombre muy enérgico y veía que su hijo no agarraba ningún camino. Pero parece que el amor lo impulsó a estudiar: con ese tema estuvimos cuatro años de novios. Yo no llegué a terminar la escuela secundaria porque pasé a la escuela nacional de música con el profesorado de armonía y empecé a estudiar piano porque mi hermana era muy buena pianista. En realidad yo tenía pasión por la danza, pero sabía que en mi mundo no iba a funcionar como bailarina, estaba destinada a ser la chica esquema de aquella época, y el mundo en ese entonces era muy limitado para una chica, una chica debía reunir ciertas condiciones. El padre era macanudísimo, nos queríamos mucho, teníamos una relación muy particular. Cuando nos pusimos de novios, Héctor llevó una foto mía y se la dio a la madre y le dice a su marido ¡mirá Fernando, con lo que nos vino Tito! Porque en la casa le decían Tito, yo siempre le dije Héctor. Y cuando el padre vio la foto dijo, ah no, esta foto me la quedo yo, esa chica es para mí, y la puso en su mesa de luz. Ahí se dio algo muy simpático entre los dos porque yo era muy dada y me encantó el viejo, era medio criollazo; como había trabajado en el campo toda la vida, estaba todo el tiempo con gente campesina. Tenían campos en la provincia de Buenos Aires, no sé bien dónde… Héctor vivió un tiempo en el campo, de chico, cuando la familia tuvo problemas económicos. Y en Rosario. Ellos eran dos varones y tres mujeres. Después volvieron. Parece que el padre tenía cierta simpatía por los alemanes en la guerra, nada serio, y con Héctor chocaban, porque Héctor era todo lo contrario. Conmigo, en cambio, el viejo era divino, y se tranquilizó porque vio que el hijo empezaba a encaminarse.
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