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Silvia Zuleta - Los viajes sonámbulos

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Silvia Zuleta Los viajes sonámbulos
  • Libro:
    Los viajes sonámbulos
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  • Año:
    2013
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Los viajes sonámbulos: resumen, descripción y anotación

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Los viajes

sonámbulos

SILVIA ZULETA ROMANO

Copyright © 2013 Silvia Zuleta Romano

Todos los derechos reservados .

ÍNDICE
DESCONGELA EL POLLO

LIBRO 1 Madrid-Lleida. Verano

Fabián llega al tren y se transforma

Madrid. 15:30 de la tarde. El sol golpea con furia el asfalto. El cemento rodea toda su existencia y los pequeños oasis verdes de la ciudad se habían transformado en lagos de paja amarillenta que se resistían a morir.

Sin embargo, las calvas abundan y por entre las paj as se deja entrever una tierra seca, vieja, que ya no tenía fuerzas ni para mantenerse compacta.

Una suave brisa del Sahara levantó la tierra ya hecha polvo. Mientras tanto, en el cielo, ni rastro de las n ubes.

Estación de Atocha. Fabián casi llega tarde. Corriendo y sudando entró en la sala de embarque. Iba trajeado. En una mano llevaba el pasaje y una bolsa con el diario del día, un sándwich recién comprado, una Coca Cola y su libreta para tomar notas. En la otra, su última adquisición: una Samsonite chica color rojo. La de cuatro rueditas que había comprado en el Free-Shop de Buenos Aires.

La azafata de tierra le pidió el billete. Estaba nervioso y excitado. Era su primer viaje en tren b ala y tenía curiosidad por saber cómo serían aquellos convoyes. Su referencia ferroviaria más cercana era el Roca (ramal Constitución-La Plata) y estaba claro que esto no tenía nada que ver.

Para empezar, ni en Retiro ni en Constitución había sala de embarque. «En este país viven como marajás», pensó F abián.

Caminó por el andén y se subió al primer v agón. Buscó su lugar, acomodó sus cosas y se sentó. Estaba chocho: el asiento era comodísimo y ¡había azafatas como en los aviones! Pero lo que más le maravilló es que le dieran una carta con el menú y el diario (¡gratis!).

«Disculpe, esto es clase preferente», le dijo una azafata mirando su billete al ver que alguien reclam aba el mismo asiento.

Y así, Fabián agarra su Samsonite y se larga.

Le toca correr casi hasta el final del andén en busca de su vagón. Se sube justo a tiempo, sudado y agitado a causa del calor (¿quién dijo que no se suda en Madrid?). Esta vez mira atentamente para no equivocarse. Su asiento está al final del pasillo y es evidente que acá no hay azafatas repartiendo el diario.

Una vez sentado, se da cuenta de su mala sue rte: iba «contra la marcha», situación que, además de generarle unos dilemas espacio-temporales terribles (¿cómo se podía ir hacia delante estando de espaldas a la vida?), le producía nauseas.

Empapado en sudor, encaró a la señora que ocupaba el asiento de enfrente:

—Disculpe señora, ¿podría cambiarle el asiento? Padezco de una terrible enfermedad que me impide ir contra la marcha del tren. —Y se le escapó una casi carcajada al verse capaz de decir semejante cosa.

Fabián se consideraba una persona fuerte que no se dejaba amedrentar por los problemas cotidianos. Ni por los «no cotidianos». Había superado con suficiente templanza la muerte temprana de su madre y había pasado con solvencia las duras pruebas de iniciación de su vida adulta como el primer amor o la búsqueda de trabajo en la jungla laboral de Buenos Aires. Actualmente, soportaba una cuota considerablemente alta de stress sin quejarse demasiado producto del triple factor trabajo mediocre, novia complicada y gran ciudad.

En definitiva, llevaba una vida normal. Tr abajo. Novia. Familia. Amigos. Siempre viviendo en la misma ciudad (Buenos Aires).

En definitiva, muchos podrían inferir que ll evaba una vida aburrida.

Y sí. En cierto modo lo era. Si por aburrido e ntendemos «estable» en el sentido de que se observan patrones de conducta que se repiten de manera más o menos regular a medida que pasa el tiempo.

Sin embargo, por alguna razón que descon ocemos, a pesar de las «condiciones iniciales» de estabilidad de Fabián, una vez que él pone el pie en el tren empieza su derrumbe psicológico y moral.

Y el primer sorprendido es él mismo.

La señora que ocupa el asiento que él le pide amablemente cambiar se corresponde en un, digamos, 90% con el de una mujer de más de 60 años, ama de casa, con unos kilos de más concentrados en su mayoría alrededor de la cadera que viste zapato clásico de taco bajo y pollera ligeramente por debajo de la rodilla.

Pero volvamos al tema que nos ocupa: la señ ora, ante el desparpajo inicial de Fabián, lo mira y le responde:

—Disculpe, pero yo sufro de gota y no armo tanto aspaviento. Además, no soy señora. Soy señorita —contestó la vieja en un tono que parecía enfadado .

—Ya. Pero tenga en cuenta que soy hipoco ndríaco, me invento la mitad de mis enfermedades pero las sufro más que cualquier enfermo. Un día incluso me puse a delirar creyendo que tenía fiebre y lo que en realidad tenía era una borrachera terrible…terrible e irremediable —mintió Fabián, lanzado más que nunca pero con voz temblorosa.

Sin embargo, se dio cuenta que por esa vía no alcanzaría gran cosa. Era mejor apelar a la lastima. Por eso agregó:

—Señora, le ruego. No puedo soportar ir al r evés, lo paso muy mal en este tipo de trenes. Además, no se pueden abrir las ventanas…

La señora rio aunque rápidamente borró su sonrisa y volvió a impostar su semblante serio.

—Joven, no llevo bien que usted no me tutee, ¿Qué se cree? ¿Que soy una vieja? —le respondió con una voz ronca que difícilmente podríamos adivinar que sea femenina.

El joven rio (sí. ¡Efectivamente era una vieja!).

En realidad la señora no estaba enojada ni est aba siendo del todo maleducada. Pero Fabián, acostumbrado al uso de los condicionales y a los tonos de voz más dulces (por lo menos por parte de mujeres de cierta edad) se quedó un poco shockeado ante la escasa femineidad que ostentaba esta mujer. « ¿Dónde está el carácter latino?», se preguntó.

Su referencia más cercana con España había s ido un documental sobre Ibiza que había visto en la televisión. La gente sonreía y muchos de ellos estaban borrachos. Por otro lado, varios amigos le habían corroborado que España era una fiesta que difícilmente encontraría en otros países europeos. Sin embargo, su llegada a Madrid le descubrió seres más hoscos de los que se esperaba. En el poco tiempo que llevaba en la ciudad, los españoles le habían parecido bastante más serios y responsables de lo que hubiese imaginado en un principio. Por otro lado, el triunfo de España en el Mundial de Fútbol con la consiguiente popularización de su bigotudo entrenador ya le había dado una pequeña pista de lo que se encontraría luego. Fabián incluso imaginó que ese semblante serio sólo podía significar que había un plan, una idea, algo. «Definitivamente, esto no es Ibiza», pensó.

Se sentó resignado y cerró los ojos. El aire acondicionado estaba muy fuerte y el sudor ya se le había secado. Su estómago ya empezaba con su juego macabro (¿o sería su mente?). Estaba claro que el chorizo a la sidra que se había comido en una taberna próxima a Atocha no colaboraba a calmar su malestar estomacal.

De fondo se escuchaba a la señora hablar por teléfono:

«Descongela el pollo. Sí, eso, déjalo fuera. Y llama a tu hermano que es su cumpleaños, aprovecha y pregúntale si viene a comer. Hace mucho que no lo veo (...) veo a tu padre muy decaído. Debe ser la bechamel de ayer, era de supermercado. Yo tengo la receta de mi madre. Sí, mucha harina... si eso, es...casi mejor huevos fritos con patatas…»

Fabián puso los ojos en blanco. No daba crédito a lo que oía. ¿Estaba hablando de huevos fritos, bechamel y pollo en una misma conversación?

«Me cago en la leche», fue lo último que esc uchó. Aunque tal vez lo imaginó ya que no podía creer que una mujer se expresara en esos términos.

Se levantó mareado (Fabián era muy dado a la sugestión) y su cuerpo decidió que tenía ganas de vomitar violentamente. Una puntada de dolor en la cabeza le hizo fruncir el ceño. Corrió al baño dando tumbos. No era capaz de mantener el equilibrio (los vagones iban a más de 300 km por hora). Fo rcejeó la puerta pero estaba cerrada.

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