Diario de un escándalo
Zoë Heller
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Prólogo
Primero de marzo de 1998
L
a otra noche en la cena, Sheba habló de la primera vez que ella y aquel chico, Connolly, se besaron. Yo ya lo había oído casi todo antes, claro, pues eran pocos los aspectos del asunto Connolly que Sheba no me hubiese contado ya varias veces. Pero en esta ocasión surgió un elemento nuevo. De pronto le pregunté si le había sorprendido algo en ese primer abrazo. Se rió. Sí, el olor en general había sido una sorpresa para ella, contestó. No había previsto su olor personal y, de haberlo hecho, seguramente habría esperado algo más propio de la adolescencia: chicle, coca-cola, pies.
«Cuando llegó el momento, lo que realmente inhalé fue un aroma a jabón, a ropa recién salida de la secadora. Olía a un cuidado personal esmerado. ¿Sabes esa vaharada que a veces te envuelve cuando pasas junto a los respiraderos del sótano de un edificio de apartamentos? Pues eso. Así de limpio, Barbara. Nada que ver con ese aliento a queso y cebolla que tienen otros chicos...»
Así me ha hablado Sheba cada noche desde que vinimos a casa de Eddie. Se sienta a la mesa de la cocina con la mirada fija en la oscuridad verde del jardín. Yo, sentada enfrente, observo sus dedos nerviosos, que trazan sinuosas líneas en el mantel de plástico como las huellas de unos patines en el hielo. Lo que me cuenta con esa voz suya de locutora de telediario es, por lo general, bastante fuerte. Aunque, por otro lado, una de las muchas cosas que siempre he admirado en Sheba es su capacidad para hablar de temas indecorosos como si fuesen de lo más decente. No tenemos secretos, Sheba y yo.
«Barbara, ¿sabes en qué pensé la primera vez que lo vi desnudarse? En hortalizas frescas envueltas en un pañuelo blanco y limpio. En setas recién cogidas. Sí, en serio. Era comestible. Se lavaba el pelo todas las noches. ¿Te imaginas? De tan limpio, le caía totalmente lacio. La vanidad de la adolescencia, quizá. O no, tal vez la ansiedad que genera. Su cuerpo era todavía un juguete nuevo: no había aprendido a tratarlo con el abandono indiferente de los adultos.»
Sus explicaciones volvían a territorio conocido. Debo de haber oído su loa al pelo por lo menos quince veces en los últimos meses. (Personalmente nunca me ha gustado el pelo de Connolly. Siempre me ha parecido un tanto siniestro, como esa nieve de fibra de vidrio que vendían antes para adornar los árboles de Navidad.) De todos modos, yo seguía incitándola a hablar.
—¿Y te pusiste nerviosa cuando lo besaste, Sheba?
«Ah, no. Bueno, sí... No exactamente. [Risa.] ¿Es posible estar nerviosa y tranquila a la vez? Recuerdo que no usó la lengua, y para mí fue un alivio. Antes tienes que conocer un poco a la otra persona, ¿no te parece? Si no, es demasiado, tanto baboseo. Y esa sensación un poco embarazosa de que el otro intenta ser creativo en un espacio limitado... En cualquier caso, me relajé demasiado o algo así, porque se cayó la bicicleta —hizo un ruido espantoso— y luego, claro, me fui corriendo...»
En momentos así no digo gran cosa. La cuestión es hacerla hablar. Pero en nuestra relación, incluso en circunstancias normales, acostumbro a ser yo quien escucha. No es que Sheba sea más lista. En una comparación objetiva, yo quedaría como la más culta, creo. (Sheba entiende algo de arte, eso lo reconozco; pero, pese a todas las ventajas propias de su clase, ha leído poquísimo.) No, Sheba habla porque simplemente es más locuaz y abierta que yo. Yo soy circunspecta por naturaleza y ella... en fin, ella no lo es.
Para la mayoría de la gente, la sinceridad es una desviación tan inusitada de su modus operandi habitual —una aberración tan grande ante su mendacidad cotidiana— que se siente obligada a avisar cuando se acerca un momento de franqueza. «Para serte sincero», dicen, o «A decir verdad», o «¿Me permites que te hable sin rodeos?». A menudo intentan arrancarte una promesa de discreción antes de seguir. «Que esto quede estrictamente entre nosotros, ¿vale?...» «Debes prometerme que no se lo contarás a nadie...» Sheba no dice nada de eso. Suelta verdades íntimas y poco halagüeñas sobre sí misma continuamente, sin pensárselo dos veces. «De pequeña era una masturbadora obsesiva hasta la exageración —me explicó una vez cuando empezábamos a conocernos—. Mi madre casi tuvo que pegarme las bragas con celo para que no me tocase en público.» «¿Ah, sí?», dije yo, intentando aparentar que estaba acostumbrada a hablar de esas cosas ante un café y un KitKat.
Es un rasgo de su clase, pienso, esa franqueza despreocupada. Si yo hubiese tratado más con la gente bien a lo largo de mi vida, seguramente estaría familiarizada con ese estilo y no me cogería de nuevo. Pero Sheba es la única persona que he conocido de clase verdaderamente alta. Su sinceridad espontánea me resulta tan exótica, a su modo, como un disco en el labio de un indio del Amazonas. Ahora se supone que está echándose una siesta. (Por las noches no duerme bien.) Pero sé, por los crujidos del entarimado en el piso de arriba, que anda trajinando en la habitación de su sobrina. Suele subir por las tardes. Era su dormitorio de pequeña, por lo visto. Se pasa horas toqueteando las cosas de la niña: reordenando los frascos de brillantina y pegamento en el estuche de manualidades, haciendo inventario de los zapatos de plástico de las muñecas. A veces se queda dormida ahí arriba y tengo que ir a despertarla para cenar. Siempre me parece un poco triste y extraña, estirada en la cama de princesa rosa y blanca, con los pies grandes y ásperos colgando por el borde, como una giganta que, por equivocación, se ha metido donde no debía.
Ahora la casa es de su hermano, Eddie. Tras la muerte del padre, la madre decidió que era demasiado grande para una sola persona, y Eddie se la compró. A Sheba le sentó mal, creo. No es justo, dice, que sólo porque Eddie sea rico haya podido comprarla y apropiarse del pasado que compartieron los dos.
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