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Juan José Millás - Mi verdadera historia

Aquí puedes leer online Juan José Millás - Mi verdadera historia texto completo del libro (historia completa) en español de forma gratuita. Descargue pdf y epub, obtenga significado, portada y reseñas sobre este libro electrónico. Año: 2017, Editor: Planeta, Género: Niños. Descripción de la obra, (prefacio), así como las revisiones están disponibles. La mejor biblioteca de literatura LitFox.es creado para los amantes de la buena lectura y ofrece una amplia selección de géneros:

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Juan José Millás Mi verdadera historia
  • Libro:
    Mi verdadera historia
  • Autor:
  • Editor:
    Planeta
  • Genre:
  • Año:
    2017
  • Índice:
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Yo escribo porque mi padre leía. Miradme en el salón de la casa de entonces, los muebles oscuros, oscuro yo también detrás de la butaca. Soy ese crío al que su madre dice: no grites, que papá lee; no corras por el pasillo, que papá lee; baja la televisión, que papá lee... Papá lee. Papá no hace otra cosa que leer. A veces yo ocupaba su sillón y abría uno de aquellos libros imitando los gestos de papá. Cuando lo cogía del revés, mi madre se reía de mí. No sé quién está mal colocado, decía, si el libro o tú. Escribo porque me gustaba imaginar que el libro que papá tenía entre sus manos era mío. Escribo también del modo en que habría sido preso si mi padre hubiera sido funcionario de prisiones.

Cuando aprendí a leer, tomaba los libros del derecho, aunque me parece que yo continuaba del revés, y los leía imaginándome que era mi padre leyéndome a mí. ¿Qué pensaría él de esta frase, o de esta otra, escritas por su hijo? Uno de los primeros volúmenes de la biblioteca de papá cuya portada fui capaz de deletrear llevaba por título El idiota , lo que constituyó uno de los misterios más extraordinarios de aquellos años. Leí algunas líneas, pocas, de esa novela buscándome en ella, fantaseando que la había escrito yo e intentando entender qué veía mi padre en el idiota (en mí). Y es que yo tenía conciencia de ser un poco bobo, entre otras cosas porque me meaba en la cama a una edad en que no era normal.

No juegues en el pasillo, que papá lee. Un día papá salió en la tele y yo lo vi junto a mamá, que estaba muy emocionada. Se trataba de un programa de libros en el que mi padre discutía con otros que también leían y con algunos que escribían. Confirmé oscuramente que mi sitio, de tener yo un sitio, estaba entre los que escribían, porque no me costó imaginármelos meándose en la cama. Cuando mi padre volvió de la tele, mi madre le dio en la boca un beso que me afligió a mí más de lo que a él le alegró y le dijo que había estado muy bien. El mejor de todos, recalcó frente a su expresión de duda. El teléfono sonó varias veces y eran amigos o familiares que le decían lo mismo, que había estado muy bien, el mejor de todos. Al día siguiente mi padre aseguró que nunca volvería a la tele. Desde mi insignificancia mental, intuí que era un modo de defenderse de que no volvieran a llamarle.

Por aquellos días (acababa de cumplir doce años y seguía meándome en la cama) sucedió un hecho horrible, y también portentoso, del que daré cuenta ahora por primera vez. Lo creáis o no (y sería preferible que no, aunque quizá recordéis la historia, pues salió en todas partes), un lunes, al volver del colegio, tomé la decisión de suicidarme, para lo que me acerqué a un puente por debajo del cual pasaba una autopista que caía cerca de casa. Tal vez no me distingáis bien porque los días de invierno son cortos y había comenzado a oscurecer. Pero esforzad la vista, miradme cómo observo hipnotizado a los automóviles en su ir y venir, ¡zum, zum, zum!, soy ese pobre crío que va a saltar ahora mismo por el puente calculando que morirá al instante, como los insectos al golpearse contra el parabrisas. Mi padre, en verano, al llegar a la playa, observaba con fascinación la delantera del Citroën para comprobar la cantidad de bichos que se habían estrellado contra la carrocería y que parecían letras rotas. ¿También yo parecería una letra rota?, ¿quizá una mayúscula? Me gustaba la idea de que mi padre me observara con el extraño hechizo, tal vez con el dolor, con el que contemplaba a los insectos.

Aunque no tengo el tamaño de una libélula, ni siquiera el de un gorrión (también, excepcionalmente, se estrellaba algún pájaro), soy menudo y delgado, de modo que, si me arrojo desde el puente, seguro que perezco en décimas de segundo. Antes de tirarme, y por comprobar ingenuamente, no sé, que la fuerza de la gravedad funciona, saco del bolsillo una canica gorda, de cristal, que he encontrado ese día en el patio del colegio, y la dejo caer sobre el torrente automovilístico y va a dar contra el parabrisas de un Mercedes que hace un extraño antes de saltar la mediana e invadir dando vueltas el carril contrario, donde choca de frente contra un camión.

Sentid en vuestro corazón cómo se detiene el mío. Notad mi dolor en vuestro pecho. Padeced como si os perteneciera mi asfixia. Comprobad cómo se os nubla la vista por la falta de oxígeno. Olvidaos de suicidaros porque ya estáis muertos y huid de la escena del crimen sofocándoos porque no respiráis y asfixiándoos porque respiráis demasiado.

Llegué a casa sin cuerpo O mejor con un cuerpo blando casi líquido hasta - photo 8

Llegué a casa sin cuerpo. O, mejor, con un cuerpo blando, casi líquido, hasta los dientes parecían flexibles. Me había meado y hecho caca mientras corría con mis piernas de fieltro y respiraba con mis pulmones de paño y observaba la realidad con mis ojos de gelatina. Ya oía el ruido de las sirenas de la policía o de las ambulancias. Ya me encontraba frente a la puerta de mi casa. Ya sacaba la llave, atada a una cinta de cuero que colgaba de mi cuello. Ya lograba introducirla en la cerradura tras cuatro o cinco intentos fracasados (mis dedos, blandos, no eran capaces de sostenerla). Ya cerraba la puerta tras de mí. Ya comprobaba que no había nadie en casa, aunque mi madre no tardaría en llegar. Ya alcanzaba el cuarto de baño. Ya mis músculos de verdad comenzaban a sustituir a los de trapo. Ya empezaba a sudar. Ya la saliva regresaba a mi boca. Ya mis ojos retomaban la flexibilidad de los órganos húmedos. Ya me quitaba los zapatos y los calcetines. Ya me bajaba los pantalones y los calzoncillos meados y cagados. Ya me limpiaba las piernas y el culo con papel higiénico. Ya se oía el ruido de la puerta. Ya los pasos de mamá avanzaban por el pasillo. Ya oía yo su cantinela (¿hay alguien en casa?). Ya me quedaba paralizado. Ya se detenían los pasos frente a la puerta del cuarto de baño. Ya sonaban los golpes de mi madre al tiempo de llamarme (¿estás ahí?). Ya abría yo la puerta dejándome ver en aquel estado. Ya mi madre, ansiosa, se agachaba sobre mí preguntando qué ocurre, qué ocurre. Ya digo me he meado y me he cagado, mamá. Ya pienso, entre la niebla, que sería bueno llorar (pero no me sale). Ya me toca mi madre la frente. Ya pone la cara de preocupación y fastidio de cuando caigo enfermo. Ya ve los pantalones y los calzoncillos sucios, ya los pedazos de papel higiénico en el interior de la taza del retrete abierta. Ya se hace cargo de la situación. Ya recoge la ropa, ya me mete en la bañera, ya me da la esponja, ya señala dónde debo frotarme. Ya me pregunta qué he comido en el colegio, ya si me duelen la tripa o la cabeza. Ya la realidad (una realidad inconcebible) va volviendo a su ser. Ya estoy con el pijama puesto. Ya remuevo un yogur con una cucharita. Ya llega papá, ya pregunta, ya asiente sin interés alguno, ya se pone a leer...

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