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West - La salamandra

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    La salamandra
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    2010
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La salamandra: resumen, descripción y anotación

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La salamandra
Morris West
LIBRO PRIMERO
La gente escrupulosa no es adecuada para llevar a cabo grandes negocios.
TURGOT
Entre la medianoche y el amanecer, mientras sus conciudadanos romanos estaban celebrando el final el Carnaval, el conde Massimo Pantaleone, general del Estado Mayor, murió en su cama. Soltero y con algo más de sesenta años, soldado de hábitos espartanos, murió solo.

Su sirviente, un sargento de Caballería retirado, le llevó al general su café a la hora habitual, las siete de la mañana, y lo halló yaciendo de espaldas, totalmente vestido, con la boca abierta y mirando al techo artesonado. El criado depositó cuidadosamente el café, se persignó, cubrió con dos piezas de cincuenta liras los ojos muertos, y luego telefoneó al ayudante del general, capitán Girolamo Carpi.

Carpi telefoneó al director. El director me telefoneó a mí.

Encontrarán mi nombre en el dossier Salamandra: Dante Alighieri Matucci, coronel de los Carabinieri, asignado para una misión especial al Servicio de Información de la Defensa.

Al Servicio se le denomina habitualmente por sus iniciales en italiano: SID (Servizio Informazione Difensa). Como cualquier otro servicio de inteligencia, emplea gran cantidad del dinero de los contribuyentes en perpetuarse a sí mismo, y una cantidad inferior en recoger información que se supone protegerá a la República contra los invasores, traidores, espías, saboteadores y terroristas políticos. Ya habrán comprendido que yo siento un cierto escepticismo acerca del valor de todo esto. Y tengo derecho a ello.

Trabajo en este organismo, y cada hombre que pertenece a él se desilusiona, de alguna manera. El Servicio no es muy apto para que uno siga manteniendo su inocencia, pues trata de lograr instrumentos de política maleable. Pero estoy apartándome del tema…

El conde Massimo Pantaleone, general del Estado Mayor, estaba muerto. Se me encargó disponer un discreto mutis alrededor del cadáver. Necesitaba ayuda. El Ejército me la suministró bajo la forma de un oficial superior médico, con el grado de coronel, y un abogado castrense, con el grado de mayor.

Fuimos juntos en coche al apartamento del general. Nos recibió el capitán Carpi. El sirviente del general estaba llorando en la cocina sobre un vaso de grappa. Hasta ahora, todo iba bien. No había confusión. No había vecinos en aquel piso. No se había informado aún a los parientes. No sentía mucho respeto por Carpi, pero tuve que reconocer su discreción.

El oficial médico efectuó un examen sumario y decidió que el general había muerto por una sobredosis de barbitúricos, autoadministrados. Extendió un certificado en el que se declaraba que la causa de la muerte había sido un fallo cardíaco, lo firmó y se lo hizo firmar como testigo al abogado castrense.

No era un documento falso, sino sólo un documento conveniente. El corazón del general había fallado. Era una pena que no l0 hubiera hecho años antes. Un escándalo no beneficiaría a nadie. Podría dañar a mucha gente inocente.

A las ocho y media llegó una ambulancia militar y se llevó el cadáver. Permanecí en el apartamento con Carpi y el criado.

Éste nos hizo café, y mientras lo bebíamos, lo interrogué. Sus respuestas establecieron una serie de hechos simples.

El general había cenado fuera. Había regresado veinte minutos antes de la medianoche, retirándose inmediatamente a su dormitorio. El sirviente había cerrado puertas y ventanas, conectado la alarma contra ladrones, y se había ido a la cama. Se había levantado a las seis y media y preparado el café matutino… ¿Visitantes? Ninguno… ¿Intrusos? Ninguno. Las alarmas no habían funcionado… ¿Llamadas telefónicas, en uno u otro sentido? No había forma de saberlo. El general hubiera usado la línea privada que había en su alcoba. Desde luego, el teléfono del criado no había sonado… ¿El comportamiento del general?

Normal. Era un hombre taciturno. Resultaba difícil saber lo que estaban pensando en cualquier momento. Eso era todo… Le di una palmada en el hombro y lo mandé a la cocina.

Carpi cerró la puerta tras él, sirvió dos vasos del whisky del general, me entregó uno e hizo una pregunta: -¿Qué decimos a sus amigos… y a la Prensa?

Era el tipo de pregunta que él hacía: trivial e irrelevante.

–Ya vio el certificado de defunción, firmado y legalizado: causas naturales, fallo cardíaco. – ¿Y el informe de la autopsia?

–Mi querido capitán, para ser un hombre ambicioso es usted muy inocente. No habrá autopsia. El cuerpo del general ha sido llevado a una empresa de pompas fúnebres en donde será preparado para un corto velatorio. Queremos que lo vean.

Queremos que lo honren. Queremos que haya duelo por él como noble servidor de la República… lo que, en cierto sentido, fue. – ¿Y después?

–Después queremos que lo olviden. Usted nos puede ayudar en eso. – ¿Cómo?

–Su patrón está muerto. Usted trabajó bien para nosotros.

Se merece un destino mejor. Sugeriría algún sitio lejos de Roma: el Alto Adigio, quizá Tarento o incluso Cerdeña. Ya verá cómo los ascensos llegan mucho más rápidamente en lugares como ésos.

–Me gustaría pensarlo. – ¡No hay tiempo, capitán! Recogerá su petición de traslado por la mañana. La devolverá, cumplimentada y firmada, a las cinco de la tarde en punto. Le garantizo que tendrá un nuevo destino inmediatamente después del funeral… Y, capitán… -¿Sí?

–Tiene que recordar que se halla en una posición muy delicada. Aceptó espiar a un oficial superior. Nosotros, los SID, sabemos ser agradecidos, pero sus colegas oficiales lo despreciarían. La menor indiscreción sería fatal para su carrera, y quizás incluso lo expusiese a grandes peligros personales. ¿Me comprende?

–Lo comprendo.

–Bien. Ya puede irse… ¡Ah, todavía queda un pequeño asunto! – ¿Sí?

–Tiene usted una llave del apartamento. Déjela aquí, por favor. – ¿Qué es lo que pasará ahora?

–Oh, la rutina habitual. Examinaré los papeles y documentos. Prepararé un informe. Por favor, trate de mostrarse triste en el funeral… Ciao!

Carpi salió, arropándose con los jirones de su dignidad. Era uno de esos individuos apuestos y débiles que siempre necesitan un patrón, y acostumbran a atraerlo, y que siempre lo traicionan ante otro más poderoso. Lo había utilizado para que me informase de los movimientos, contactos y actividades políticas de Pantaleone. Ahora, era una molestia superflua. Me serví otro vaso de whisky, y traté de ordenar mis pensamientos.

El asunto Pantaleone tenía todas las características de una bomba política de relojería. Lo más irónico era que uno podía gritar ese nombre corso arriba y abajo y ni uno de cada mil ciudadanos de la República lo reconocería. De aquellos que lo reconociesen, ni uno de cada diez comprendería su importancia o la magnitud de la conspiración que había sido edificada a su alrededor. El director la comprendía, también yo. Tenía dossiers de todos los participantes principales. Durante largo tiempo yo había estado hirviendo ante mi impotencia para hacer nada al respecto. No eran criminales; al menos, aún no. Eran todos ellos hombres importantes: ministros, diputados, industriales, altos cargos de la burocracia, oficiales de las fuerzas armadas, que creían poder imaginar un día en el que la confusión de Italia -un Gobierno inestable, inquietud industrial, una economía tambaleante, una burocracia inepta y un pueblo muy frustrado- llevarían al país al borde de la revolución.

Aquel día, que estaba más cercano de lo que mucha gente se imaginaba, los conspiradores esperaban hacerse con el poder y presentarse a sí mismos, ante el pueblo asombrado, como los salvadores de la República y los mantenedores de la ley, el orden y los derechos humanos. Su esperanza tenía unos fundamentos bastante aceptables. Si una junta de coroneles griegos lo había hecho, no había razón alguna para que un grupo de italianos, mucho mayor y más poderoso, no pudiera hacerlo aún mejor… especialmente si tenían el apoyo del Ejército y la cooperación activa de las Fuerzas de Seguridad Pública.

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