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Ignacio Elguero - ¡Al encerado!

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Ignacio Elguero ¡Al encerado!

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Este libro retrata la vida diaria en los colegios de los años sesenta, setenta y ochenta. Un recorrido por la memoria colectiva de distintas generaciones. La vida en los colegios, en aquellos años en manos de distintas órdenes religiosas, comenzaba en parvulines o párvulos y finalizaba en Preu o en COU, según la época y el ciclo escolar. Años colegiales marcados por himnos escolares y uniformes, Hermanos y Hermanas, asignaturas hoy desaparecidas, recreos de juegos y cromos; disciplina, religión, castigos y medallas… Un paseo por tres décadas muy distintas, y por la evolución y los cambios que se iban desarrollando en los colegios paralelamente a lo que sucedía en la sociedad. Un tiempo ido que perdura en la memoria de muchos españoles.

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Para el Domund Ni se me habría ocurrido ni se me habría pasado por la - photo 1
¡Para el Domund!

Ni se me habría ocurrido, ¡ni se me habría pasado por la imaginación meterle mano al negrito!

J UAN E CHANOVE

El día del Domund era un acontecimiento en el colegio. Se celebraba el tercer domingo de octubre. Ya desde el viernes, que era cuando nos daban la hucha en clase, uno estaba casi de fiesta. Hacerte con una de aquellas preciadas huchas amarillas, de tapa azul y con la palabra «Domund» en letras negras era todo un privilegio. Privilegio que se alcanzaba bien por sorteo entre el alumnado o bien por buenas notas —lo que hacía que recayese en alumnos más bien aplicados—. En el colegio nos pegábamos por hacernos con una de aquellas huchas, aunque no a todos les animaban las mismas motivaciones. Atrás habían quedado las otrora populares cabezas de chino y de negrito, de porcelana o de plástico, casi como reliquias.

Yo me apuntaba al Domund porque te daban el día libre. Porque en mi colegio, durante una época, no teníamos clases los jueves por la tarde —que, por cierto, era cuando ponían «Los Chiripitifláuticos» en televisión—, pero sí los sábados por la mañana. Así que te librabas de las clases del sábado si cogías hucha.

J UAN L UIS C ANO

Pero es que en esto del día del Domund había categorías. Por un lado estaban los que se hacían tan sólo con la hucha y la tira de pegatinas, que había que colocar en la solapa del generoso donante. Luego, los que además conseguían alguna que otra estampita de las misiones. Después, aquellos que se ganaban algún banderín, que sólo se entregaban en el caso de que los transeúntes o familiares se despacharan con una moneda de cincuenta o un billete de cien pesetas. Y, como privilegio absoluto, y sólo para unos pocos elegidos, el preciado brazalete.

Si te hacías con uno de los escasísimos brazaletes con los que contaban los centros, podías subir gratis al autobús y al metro, y eso de pasearte por tu ciudad, de extremo a extremo, y encima de balde, era toda una aventura. Eso sí, para que los curas o monjas te diesen uno, habían de tener de ti muy buen concepto, que no se le daba a cualquiera.

Tengo varios recuerdos de la hucha del Domund. El primero de ellos creo que corresponde a cuando estaba en párvulos o en elemental, es decir, antes de la EGB y de la muerte de Franco. Yo sólo tendría ocho o nueve años, pero me acuerdo de que las huchas eran unas cabezas de negrito, y que llevártelas a casa imponía bastante, porque dentro del reparto de actividades del colegio, que te dieran una hucha y te hicieran recaudador de impuestos producía una cierta excitación. Un nerviosismo que también te acompañaba por la noche, a la espera de que llegase el día siguiente. Y es que dejabas la hucha con sus pegatinas, sus banderines y todo su merchandising en un sitio visible de la habitación para que te acompañase en sueños hasta el día del Domund. Ay, cómo recuerdo esa primera noche de vigilia, de qué pasará mañana, mirando la cabecita de escayola de un negrito donde ponía «Domund».

J UAN E CHANOVE

Las huchas venían cerradas con un precinto aparentemente imposible de reventar, pero sólo aparentemente. Y claro, eso de andar por ahí con una hucha, con más o menos dinero, tenía sus peligros y tentaciones.

Los peligros eran evidentes: el robo de la misma. En aquella España de los setenta —principalmente durante la segunda mitad—, la del «miedo a salir de noche» y los atracos callejeros; aquella de quinquis y navajas, en esa España, una hucha, que además hacíamos sonar bien fuerte ante cada transeúnte que pasaba delante de nosotros, era presa llamativa, apetecible y fácil. No había año en el que no se produjese algún incidente.

Las huchas estaban selladas con un alambre y un sello de cera, rojo, para que no se robase, claro.

Recuerdo que a una niña de mi clase, cuando ya pasé al colegio público, le robaron la hucha. Eso era un drama. También me acuerdo de que las cuestaciones se hacían tanto desde los colegios como desde parroquias y movimientos afines a la Iglesia, que en Teruel eran muy populares. Había, por ejemplo, un movimiento juvenil de Acción Católica que se llamaba Junior y tenía unas salas en el centro de la ciudad que abrían los sábados para los chavales. Allí cantabas, jugabas al ping-pong, con los futbolines... y se organizaban cuestaciones del Domund.

Había unas pegatinas grandes del Domund tan codiciadas como escasas. Eran las que generalmente se ponían en las huchas; a veces te daban alguna tira.

J AVIER S IERRA

—Oye, Marta, me he encontrado a María, que volvía a su casa llorando porque unos quinquis le han robado la hucha y los dos banderines que le quedaban.

—No me digas. ¿Y dónde estaba? ¿Había salido del barrio?

—Qué va, si ha sido en el barrio. Pero no eran de aquí, ella cree que de San Pascual. En un descuido le han pegado un tirón y han salido que no se les veían los pies, corriendo por el descampado.

—Pues estoy por subirme a casa de Rosa, no vaya a ser que vuelvan, que yo la llevo bastante llena. Y me acaban de echar dos monedas de cincuenta.

Luego estaba lo de la tentación. Sacar dinero de una hucha, además de tarea complicada —pues por más vueltas que le dieras no salían las monedas ni con pinzas—, era arriesgado. En el caso de que te pillaran los curas, las monjas o los profesores metiendo mano al dinero de los negritos, aquello podía ser motivo de expulsión. Pero ahí estaba la tentación, al alcance de la mano, y allí andaban los alumnos maleados y golfillos, que, a pesar de las dificultades, ingeniosos ellos, conseguían abrirla y sacar dinero para el cine, los cigarros, los regalices, la Coca-Cola y lo que hiciera falta.

Había huchas que estaban en mal estado, mal precintadas, o mal cerradas con celo, lo que hacía más tentador el asalto.

—¿Tú crees, Silvia, que si quitamos la cinta aislante y sacamos unas pesetas para chicles se notará? Yo creo que si luego lo ponemos bien ni se nota.

—Ya, pero yo no quiero hacer eso, no está bien. Además, es pecado, lo ha dicho la hermana Lourdes.

—Pero si hemos recaudado mucho, ¿no? Ya hemos cumplido. Venga, chica, si nadie se va a dar cuenta.

—No, me niego. ¿Te imaginas qué pensaría la hermana si te oyera?

Y es que muchas veces se postulaba en pareja, pues no había huchas para todos, y entonces el problema era la dualidad de pareceres, el ángel y el demonio, ya se sabe. Y otro debate quién se llevaba cada noche la hucha a casa.

—Pues hoy, Silvia, me toca quedarme con la hucha.

—Ya lo sé, pero después de lo que has dicho no me fío.

—Pero si era broma.

—Bueno, me fiaré de ti, pero vas a la hermana Lourdes como la rompas, ¿eh?

Pero los hurtos, digamos, eran mucho más frecuentes de lo que las monjas o los curas podrían llegar a imaginarse. Frías, un alumno mayor desde pequeño, de esos que ya andaban más con el cigarro y la chavala que pensando en las misiones, ganada de forma inverosímil la confianza de los curas, se había hecho con una hucha. Una vez que la tuvo engordada, con la ayuda de unos alicates y con el descaro propio de los macarrillas de barrio, delante de su atolondrada pandilla quitó el precinto de la tapa y sacó el dinero preciso para el cine, bebidas y cigarros. Luego trató de colocarlo de nuevo, pero lo dejó en chapuza.

—¿Te has enterado? ¡Han expulsado a Frías por robar dinero de la hucha del Domund!

Y a uno se le quitaban las ganas de enfrentarse al año siguiente a la tentación que en más de un momento asaltaba a cualquiera.

—¡Qué atrevimiento! Abrir la hucha del Domund, robar a los negritos, ¡qué osadía! —clamaba el hermano Constancio en la clase de catecismo.

Ni se me habría ocurrido, ¡ni se me habría pasado por la imaginación meterle mano al negrito! Más que nada porque sacar dinero pasaba por romper la hucha, que era como las de cerdito, que si las abrías, las hacías añicos. Pero los tiempos evolucionaron, y entonces se pasó a la hucha de precinto, a la hucha brasileña: con el cuerpo amarillo, la tapa azul y una hendidura por donde cabían los billetes doblados.

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