¿Te acuerdas de cuando le sacábamos el aire al coche para que arrancara? ¿Te acuerdas de cuando el latín era obligatorio? ¿Y de cuando alquilábamos películas en Beta o VHS, o cambiábamos la aguja al tocadiscos, o dábamos cuerda al reloj?
Ignacio Elguero nos invita a viajar a un mundo que ya no existe, un mundo lleno de magia en el que jugábamos al pañuelo o a las prendas, veíamos películas en cines de barrio, en sesión continua; abríamos la puerta a los vendedores de enciclopedias y a las señoras de Avon. «Cosas que ya no decimos, no hacemos, no existen», es un emocionantísimo libro sobre lo que fuimos y ya no somos, sobre todas las cosas que ya no hacemos, que ya no decimos, y que ya no existen.
Ignacio Elguero
Cosas que ya no decimos, no hacemos, no existen
ePub r1.1
Titivillus 19.07.18
Ignacio Elguero, 2015
Ilustraciones: AA. VV.
Diseño: Diego Carrillo
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2
A Sofía Elguero Sancho, generación para la que todo esto es prehistoria.
PRÓLOGO
Abrirle la puerta a un vendedor de enciclopedias, tener el orinal debajo de la cama, estudiar latín como asignatura obligatoria, hacer la mili, llevar a revelar el carrete de fotos, hervir la leche, pagar con un billete de mil pesetas, comprarles tebeos a los niños o fumar en clase son situaciones que, como otras muchas, han desaparecido de nuestra vida diaria.
Las niñas y los niños del siglo XX hemos visto como los cambios tecnológicos, políticos, culturales, lúdicos y de hábitos de consumo, junto con la transformación de los comportamientos sociales y éticos, han hecho que muchos actos, acciones, gestos que hace algunos años formaban parte de lo cotidiano hayan pasado, hoy en día, a ser historia.
Cambiarle la aguja al tocadiscos o la cinta a la máquina de escribir, pedir permiso para levantarse de la mesa, usar papel de calco, practicar el método Ogino, la marca de la vacuna de la viruela, los ascensoristas, la sesión continua, los serenos, los reventas del cine…
Las modas y el cambio en los gustos, con la multiplicación de los canales de información, han acelerado este proceso. Tan rápido y radical ha sido que, en muy poco tiempo, han desaparecido de nuestras vidas objetos y costumbres que llevaban décadas, cuando no siglos, asentados en nuestra sociedad, en nuestras casas, en nosotros mismos.
Queda en la memoria un tiempo que fue nuestro y ya no existe. Un paisaje de objetos, cachivaches, situaciones, acciones y formas de comportamiento que solo queda en el recuerdo, las fotografías y las películas.
Coger moras en verano, apalear piñatas, jugar a las prendas, hacer el perrito con el yoyo…
Sirva este libro como recordatorio de un tiempo de padres e hijos, no muy lejano, en el que las cosas sucedían de otra manera. Unas, para olvidarlas; otras, para recordarlas con asombro, con sorpresa, con humor o ironía, con una sonrisa y, por qué no, con cierta añoranza.
Un interesante y entretenido testimonio de cosas que ya no decimos, no hacemos o, sencillamente, no existen.
COSAS QUE YA NO HACEMOS
ESPERAR TRES HORAS,
PARA HACER LA DIGESTIÓN,
ANTES DE BAÑARNOS
El verano era el baño, la playa, el río, las correrías y las ferias. El verano era estrenar un niqui, un bañador y arrinconar los libros, más allá del Vacaciones Santillana. El verano era las novias, los novios, el reencuentro con los amigos estivales. La bici, el sol, los helados de Camy, Frigo o Avidesa.
El verano era la madre:
—No te metas todavía en el agua, que no han pasado las tres horas.
—Mamá, si he desayunado a las diez ¡y ya es la una!
—No, no es la una, son las doce y veinte.
—Ya, pero los primos se meten y han desayunado más tarde.
—Ya, pues allá sus padres, que esto de trabajar en Alemania es lo que tiene, que se pierden las costumbres y vienen con ideas raras…
Y los niños y niñas de Nivea, esos que nos achicharrábamos al sol cada verano y en septiembre nos arrancábamos la piel seca a puñados, esperábamos pacientes las tres horas, no se nos fuese a cortar la digestión, que las madres y las abuelas no hablaban porque sí, que hablaban por algo. Que siempre había un muerto a mano que echarte a la cara:
—Mira el hijo de la Conchi, por no hacer caso…
SACAR EL AIRE AL COCHE
PARA QUE ARRANQUE
Que los coches no arrancasen cuando más falta hacía era algo que pasaba siempre en las películas de tensión, terror y misterio. En la vida real también pasaba, pero sin necesidad de emergencias, ni de huidas, pues el fallo en la carburación era lo cotidiano cuando el frío apretaba, en esas mañanas laborales, con los cristales escarchados y tintados por el vaho. Entonces sacábamos el aire del coche, lo que se conseguía tirando de una palanca medio oculta.
«Tira del estárter», te decía siempre alguien, como si fuera el remedio definitivo. Era como purgar los radiadores. Nunca fallaba.
Aquellos SEAT de entonces, del 600 al Panda; aquellos R8, R5, R12; los SIMCA; aquel Citroën AX o GS… Eran coches de correa del ventilador, platinos, tapa del delco. Coches que se ahogaban, se gripaban y se calaban mucho más que ahora; coches a los que, en las frías mañanas de invierno, había que sacar el aire para que arrancasen. Neveras de día y refugio de noches de sábado. Cuartos de noche, cobijo de estudiantes descamados.
—Saca el aire al coche.
Y tirábamos de aquella palanca salvadora, el estárter, cuando las calefacciones de los vehículos eran lentas. Lentas como los malos en las películas de terror, cuando el coche de los buenos no arrancaba, pero había que dar tiempo a que lo hiciese.
ABRIR LA PUERTA A UN VENDEDOR
DE ENCICLOPEDIAS
Una casa sin enciclopedia era como un salón sin tele o una cocina sin nevera o lavadora. Era algo que había que tener. La clase media española, esa que se había ido haciendo a sí misma a base de horas extras y apreturas, quería meter en las casas el saber, pues no siempre se había tenido acceso a los estudios.