Michael Swanwick
Las estaciones de la marea
Premio NEBULA 1992
El autor se siente en deuda con David Hartwell, por sugerir dónde mirar; con Stan Robinson, por los detalles de la mandrágora; con Tim Sullivan y Greg Frost, por sus comentarios preliminares, y de nuevo con Greg Frost, por diseñar la nanotécnica del maletín; con Gardner Dozois, por las cadenas del mar y por enseñar al burócrata a sobrevivir; con Marianne, por desvelarme los entresijos de la burocracia; con Bob Walters, por los fragmentos del dinosaurio; con Alice Guerrant, por los bajíos de las ballenas y otros aspectos de Agua de la Marea; con Sean, por el juego del Suicidio; con Don Keller, por colaborar en los nombres; con Jack y Jeanne Dann, por la cita de Bruno, que cogí de la habitación de su hotel cuando estaban distraídos, y con Giulio Camillo, por su teatro de la memoria, aquí convertido en palacio; Camillo fue uno de los hombres más famosos de su siglo, lo cual debería darnos qué pensar. Las influencias que se detectan en el libro son demasiado numerosas para mencionarlas, pero los detalles tomados prestados a C. L. Moore, Dylan Thomas, Brian Aldiss, Ted Hughes y Jamaica Kincaid son demasiado descarados para pasarlos por alto. Esta novela fue escrita gracias a una beca Grant de la Fundación para las Artes M. C. Porter.
Para mi madre, la señora de John Francis Swanwick, con mucho amor.
1
El Leviatán en vuelo
El burócrata cayó del cielo.
Miranda pendió un instante bajo sus pies, blanca y azul, los casquetes polares repletos y a punto de fundirse, y al momento siguiente aterrizó. Cruzó las llanuras pedregosas del Piedmont en un vehículo ligero, llegó a la terminal heliostática de Port Richmond y cogió el primer vuelo que salía. La nave Leviatán le condujo sobre el contorno de la meseta, y los bosques y colinas coralinas de Agua de la Marea. Esta zona estaba sometida a técnicas ecológicas especializadas, en preparación para la mágica transformación que llevarían a cabo las olas del jubileo. En las aldeas desvencijadas y las plantaciones ocultas, la gente tomaba diversas medidas para la evacuación.
El salón del Leviatán estaba desierto. El burócrata, las manos enlazadas a la espalda, miraba por las ventanas de popa con semblante hosco. El Piedmont se veía borroso, un manchón azul, y un frente tormentoso apuntaba en el horizonte. Imaginó las cataratas, donde los quebrantahuesos planeaban sobre las fuentes termales que brotaban y el río Mediodía se precipitaba al abismo y perdía su nombre. Abajo, Agua de la Marea bullía de vida, como moho verdeazulado que una cápsula Petri aumentara de tamaño. Pensar en todo el barro y la pobreza que encontraría allí le deprimió. Anhelaba el frío y estéril entorno de las profundidades del espacio.
Motas brillantes de color flotaban en el agua parduzca, viviendas flotantes que eran remolcadas río arriba, a medida que los altos burgueses se dirigían prudentemente a la cuesta de Port Richmond, aprovechando que las aguas aún subían con lentitud. Tocó un control de la ventana y la selva saltó hacia él; los árboles brumosos se transformaron en ramas individuales. La sombra del helióstato ondulaba a lo largo de la orilla norte del río y resbalaba sobre barrizales, oscilantes fragmitos y retorcidos robles de agua. Un grupo de octopos que imitaban la forma de las bellotas, sobresaltados, saltaron desde una rama baja, y círculos pardos se formaron en el agua cuando se zambulleron en el aluvión.
—Huela ese aire —dijo el replicante de Korda.
El burócrata siguió la indicación. Percibió el tenue olor a tierra de las cestas de parras colgantes, y una vaharada dulzona procedente de los excrementos que alfombraban las pajareras de mimbre.
—Podrían limpiarlas, imagino.
—Su alma carece de todo romanticismo.
El replicante se apoyó contra el antepecho de la ventana, los brazos rectos, con el aspecto de un esqueleto sentimental. La imagen oscilante del rostro de Korda se reflejó en el cristal.
—Daría cualquier cosa por estar en su lugar.
—¿Por qué no lo hace? —replicó con soma el burócrata—. Su categoría es superior a la mía.
—No sea frívolo. No se trata de un caso más de contrabando. El estricto concepto de control tecnológico se halla en juego. Si permitimos que una sola tecnología autorreplicante sea introducida... Bien, ya sabe lo frágil que es un planeta. Si la existencia de la División tiene alguna justificación, es para llevar a cabo acciones de este tipo. Por lo tanto, le agradecería que, al menos por esta vez, dejara de lado su negativismo.
—Debo decir lo que pienso. Para eso me pagan, al fin y al cabo.
—Un error muy común.
Korda se apartó de la ventana, se agachó para recoger un plato de confitura vacío y examinó el lado de abajo. Sus movimientos poseían un nerviosismo que resultaba extraño a las personas que le habían conocido. En persona, Korda era pesado y letárgico. La reproducción parecía haber sacado a flote una persona sumergida, un hombrecillo exageradamente delicado, por lo general hundido en la carne.
—¿Ha observado que la cerámica nativa siempre tiene una parte sin vidriar en el fondo?
—Es la que se apoya en el horno. —Korda le miró con semblante inexpresivo—. Esto es un planeta, la gravedad es constante. Aquí no se pueden calentar cosas en gravedad cero.
Korda meneó la cabeza y dejó el plato.
—¿Deseaba abarcar algo más? —preguntó.
—Presenté una solicitud de...
—...autoridad. Sí, sí, está sobre mi escritorio. Me temo que está fuera de cuestión. Transferencias Tecnológicas se halla en una posición muy delicada respecto a las autoridades planetarias. No me mire así. La trasladé por mediación del ministerio de Asuntos Extraplanetarios a la Casa de Piedra, y dijeron que no. Aquí son muy susceptibles a las intrusiones en su autoridad. Devolvieron la petición al instante. Con restricciones: se le advierte específicamente que no lleve armas, realice detenciones o se arrogue autoridad para obligar a colaborar a los sospechosos.
Alargó la mano e inclinó una cesta de parras, con el fin de examinar su contenido. Cuando la soltó, siguió meciéndose de una forma irritante.
—¿Cómo voy a hacer mi trabajo? ¿Debo abordar sin más a Gregorian y decirle "Disculpe, no tengo autoridad ni para hablar con usted, pero me sobran motivos para sospechar que ha cogido algo que no le pertenece, y me pregunto si le importaría mucho devolverlo"?
Había varios pupitres empotrados bajo las ventanas. Korda extrajo uno y procedió a un minucioso inventario de su contenido: papel, carboncillos, papel secante.
—No sé por qué plantea tantas dificultades —dijo por fin—. No me llore, yo sé que puede hacerlo. Es muy competente cuando se entrega a fondo. Ah, casi me había olvidado, la Casa de Piedra se mostró conforme en asignarle un contacto. Un tal Chu, de seguridad interna.
—¿Tendrá autoridad para detener a Gregorian?
—En teoría, estoy seguro de que sí, pero ya conoce al gobierno planetario. En la práctica, sospecho que le interesará más vigilarle a usted.
—Fantástico.
Delante, una avanzadilla de nubes se desplazaba hacia ellos, empujadas sobre el océano por vientos que habían nacido a medio planeta de distancia. El Leviatán levantó el morro un punto y se lanzó hacia adelante. La luz viró a gris y la lluvia bañó el helióstato.
—Ni siquiera sabemos dónde encontrar a ese hombre.
Korda empotró de nuevo el pupitre en la pared.
—Estoy seguro de que no le costará nada localizar a alguien que sí lo sepa.
El burócrata echó un vistazo a la tormenta. Las gotas de lluvia repiqueteaban sobre la tela de la bolsa de gas, azotaban las ventanas y desaparecían. El viento agitaba la cortina de lluvia, y los remolinos de agua se alternaban con momentos de calma relativa. La tierra desapareció y la nave quedó suspendida en el caos. El estruendo de la lluvia y los motores a toda potencia dificultaban la conversación. Parecía el fin del mundo.
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