Música para corazones incendiados
A. M. HOMES
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AGRADECIMIENTO A ESCRITORES
Sin escritores no hay literatura. Recuerden que el mayor agradecimiento sobre esta lectura la debemos a los autores de los libros.
PETICIÓN
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In memoriam
Capítulo 1
E
s más de medianoche de uno de esos viernes en que los invitados ya se han ido a sus casas y el anfitrión y la anfitriona, borrachos, tratan de restablecer el orden.
—Demasiada grasa —dice Paul, trayendo platos desde el comedor—. Las patatas nadaban en mantequilla, la ensalada estaba empapada de aliño.
Elaine, ante el fregadero, en delantal, con guantes de goma, procura protegerse. Todavía no se ha dado cuenta, pero a pesar de sus esfuerzos profilácticos tiene la ropa manchada. Más tarde se preguntará si se podrá quitar la mancha, si se podrá limpiar el vestido. Lamentará haberlo comprado, haber preparado la cena y el inmenso trabajo de dejarlo todo otra vez como estaba.
Paul entra en el comedor y esta vez vuelve con las copas de vino y la botella encajada debajo del brazo.
Elaine tira sobras de platos al cubo de la basura.
Paul deja las copas, se lleva la botella a los labios y la termina, removiendo en la boca el último sorbo hasta que, inclinado por encima del hombro de Elaine, escupe el líquido en el fregadero y la salpica.
—Ten cuidado —dice ella.
—Ternilla —dice él—. Lo haces adrede. Envenenarme. He notado la grasa... yendo derecha a la arteria.
Esta vez ella tampoco dice nada.
—Debería comer legumbres.
—No puedo cocinar legumbres para ocho. Llena el lavaplatos.
—¿Qué me dices de ella? —pregunta.
—¿De quién?
—De la amiga, el ligue —dice ella.
La mujer que Henry —quien ha abandonado hace poco a Lucy, que a todos les gustaba mucho— ha lucido toda la noche como un trofeo.
—Bien —dice él, sin contar a su mujer que cuando le ha preguntado a la chica qué hacía (en qué trabajaba), ella le ha dicho: ¿En qué te gustaría que trabajara? Y cuando le ha preguntado: ¿Dónde vives?, ella le ha dicho: ¿Dónde te gustaría que viviera?
No le dice a su mujer que antes de marcharse ella le ha dicho: Dame tu número de teléfono, y que él se lo ha anotado en un papel de buena gana. Paula no le dice a Elaine que la chica ha prometido llamarle al día siguiente. Vuelve al comedor en busca de los platos de postre.
—¿Qué edad le calculas? —le grita Elaine.
Paul vuelve a la cocina con una bola de servilletas arrugadas en las manos. Vierte las migas en el fregadero.
—¿Qué edad te gustaría que tuviese?
—Sesenta —dice Elaine.
Termina de llenar el lavaplatos, murmurando:
—Espero que esté arreglado, que no se inunde, que no se haya soltado la junta, que tú tuvieses razón.
—Espero —dice Paul.
Ella añade detergente.
—El fregadero se está atascando —dice—. La casa se cae a pedazos. Aquí todo es una mierda.
—Hasta ahora ha durado —dice él, pensando en la chica. ¿Cuántos hijos tienes?, le ha preguntado ella. Dos, ha dicho él. ¿Eso no está por debajo de la media? ¿No deberías tener dos coma tres?
—Nos faltan tantas cosas —dice Elaine.
Paul no la escucha. ¿No deberías tener dos coma tres?, le ha preguntado ella seriamente, como si fuese una posibilidad. Él no ha respondido. ¿Qué iba a decir? Le ha servido otro vaso de vino. Cada vez que no sabía qué decirle, le servía otro vaso de vino. Entre los dos se han tomado dos botellas. Tú sí que sabes llegarme, ha dicho ella, bebiendo.
Paul mira a Elaine: Elaine de espaldas, Elaine encorvada sobre el fregadero. Mira a Elaine y le levanta la falda, se aprieta contra ella, empieza a bajarle los panties.
—¿Se supone que es divertido? —pregunta ella, sin dejar de fregar platos.
—No lo sé —dice él, mirando a la cazuela que ha contenido el asado; recubre el fondo una capa espesa de grasa blanca, solidificada, veteada de jugo sanguinolento. Mira la cazuela sobre el mostrador y se imagina que hunde la mano en la grasa, unta con ella el culo de Elaine y se la folla.
Tiene los panties bajados hasta las rodillas. El agua corre, el lavaplatos está en marcha.
Sin que ellos lo adviertan, los pies de su pijama le hacen sigiloso, furtivo, indetectable, su hijo mayor, Daniel, se ha deslizado en la cocina. Abre la puerta de la nevera.
Paul se vuelve, le ve, rápidamente baja la falda de Elaine. Ella se queda avergonzada delante del fregadero.
—¿Qué estás haciendo? —pregunta Paul.
—¿Queda caviar? Mamá me ha dicho que si sobraba caviar podía comérmelo.
—Tendrías que estar durmiendo —dice Elaine.
Paul señala un plato encima de la repisa. El niño saca pan blanco del frigorífico y unta de caviar una rebanada.
Elaine, procurando fingir que todo es normal, deambula por la cocina ordenando cosas. Se desplaza con pasitos peculiares, porque los panties le sujetan las piernas como una banda elástica.
El niño se prepara un segundo emparedado de caviar.
—Basta —dice Elaine, quitándole el plato—. Es un manjar, no un piscolabis. No puedes hacer como si fuera una comida.
—¿Te parezco raro? —pregunta el niño; de repente, nuevamente, como si tuviera otra vez dos años, todo son preguntas—. ¿Es raro que coma caviar a media noche?
—Vete a la cama —dice Paul.
El niño sale de la cocina. Paul se acerca de nuevo a Elaine y vuelve a subirle la falda. Ella se da la vuelta.
—No me jodas —dice ella, cogiendo de la repisa un cuchillo de trinchar que aprieta contra el cuello de Paul.
—¿Qué quieres decir?
—Me insultas, insultas mis guisos. Yo soy lo que guiso —dice ella—. Soy una buena cocinera. Me he tomado mucho trabajo, muchísimo, en preparar una buena cena. Antes te gustaba el asado de cordero, una vez dijiste que era tu plato favorito. Y también esta noche lo has comido, te has servido cuatro trozos: casi no has dejado para los demás. Menos mal que Ben es vegetariano.
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