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La amargura: El pecado más contagioso
© 2017 por Jaime Mirón. Todos los derechos reservados.
Fotografía de la portada © por Nailia Schwarz/Stocksy.com. Todos los derechos reservados.
Fotografía del autor por Benjamin Edwards © 2010. Todos los derechos reservados.
Diseño: Libby Dykstra
Edición: Christine Kindberg
Las citas bíblicas sin otra indicación han sido tomadas de la Santa Biblia, Nueva Traducción Viviente, © 2010 Tyndale House Foundation. Usada con permiso de Tyndale House Publishers, Inc., 351 Executive Dr., Carol Stream, IL 60188, Estados Unidos de América. Todos los derechos reservados.
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Library of Congress Cataloging-in-Publication Data
Names: Mirón, Jaime, author.
Title: La amargura : el pecado más contagioso / Jaime Mirón .
Description: Carol Stream, Illinois, EE.UU. : Tyndale House Publishers, Inc., 2017. | Includes bibliographical references.
Identifiers: LCCN 2017022814 | ISBN 9781496426345 (sc)
Subjects: LCSH: Resentment. | Forgiveness. | Emotions—Religious aspects—Christianity. | Interpersonal relations—Religious aspects—Christianity.
Classification: LCC BV4627.R37 M57 2017 | DDC 241/.3—dc23
LC record available at https://lccn.loc.gov/2017022814
Build: 2017-08-23 09:57:49
PREFACIO
LA AMARGURA NOS AFECTA A TODOS
F UE EN JUNIO DE 1972 cuando recibí las noticias espeluznantes.
Todo iba bien en mi vida: tenía treinta años de edad, había nacido nuestro primer hijo y yo trabajaba con el equipo de Luis Palau, quien había comenzado a sonar en toda América Latina. Luis Palau incluso me había invitado a acompañarlo en un viaje a la ciudad de Dallas, Texas en EE. UU. para asistir a una conferencia patrocinada por Cruzada Estudiantil y Profesional para Cristo. Sin embargo, el día anterior a nuestra salida, le comenté a mi esposa que no tenía paz acerca de acompañar a Luis. Este sentimiento llegó a ser tan fuerte que se lo conté a Luis, y él me dijo: «Jaime, si no tienes paz, mejor quédate en casa. Yo me las arreglo solo».
Al día siguiente, recibí una llamada de mi madre en la que me dijo que dos ladrones habían entrado en la oficina de mi padre y lo habían matado a sangre fría, robando menos de cincuenta dólares. Ni siquiera tuve el consuelo de poder decir: «Bueno, papá está con el Señor», porque a pesar de ser una buena persona, ni mi padre ni nadie en mi familia tenían tiempo para Dios.
En este caso, ¿no sería justificable enojarme, guardar rencor, buscar venganza y amargarme? Después de todo, mi hijo de solo tres meses no iba a conocer a su abuelo, y yo no tendría la oportunidad de ver a mi papá en el cielo. Realmente, ¿cuáles eran mis opciones? ¿Enojarme y hundirme en una profunda amargura? ¿Buscar venganza? ¿Culpar a Dios? No, tenía un compromiso bíblico con Dios de procurar llevar una vida santa en todos los aspectos de la vida. La respuesta inmediata era perdonar a los criminales y dejar la situación en manos de Dios y de las autoridades civiles.
¿Tristeza? Sí. ¿Lágrimas? Muchas. ¿Dificultades después? En cantidad. ¿Consecuencias? Por supuesto: mi madre nunca pudo superar la amargura. ¿Fue injusto? Indiscutiblemente. ¿Hubo otras personas amargadas? Toda mi familia. ¿Viví, o vivo, con una raíz de amargura en mi corazón? Por la gracia de Dios, no. Como dice la Palabra: «Mi gracia es todo lo que necesitas; mi poder actúa mejor en la debilidad» (2 Corintios 12:9).
Años después, el tema de la amargura volvió a surgir cuando mi esposa y yo sufrimos un grave problema en la iglesia a la que asistíamos. Había una seria diferencia de filosofía de ministerio entre los diáconos y los ancianos (siendo yo uno de los ancianos), pero lo que causó la desunión no fue el problema en sí —que se habría podido resolver buscando a Dios en oración y en su Palabra y teniendo un franco diálogo entre las partes—, sino el hecho de que las personas ofendidas dieron lugar a los chismes y a la resultante amargura.
En medio de esa crisis en nuestra iglesia, tuve que viajar a otro país para enseñar sobre el tema: «Cómo aconsejar empleando principios bíblicos». Era domingo por la mañana y esperaba que me pasaran a buscar para llevarme a una iglesia para predicar. Puesto que el culto comenzaba tarde, contaba con un par de horas para descansar y prendí el televisor. Allí predicaba el pastor de la iglesia más grande de la ciudad. No podía creer lo que oía.
El pastor predicaba sobre el tema que yo había enseñado el día anterior: el perdón. Como si un rayo penetrara en mi corazón, el Espíritu Santo me mostró que yo también era culpable de no perdonar y de haber dejado crecer una raíz de amargura en mi vida por lo que ocurría en nuestra congregación. De forma inmediata, me arrodillé para confesar el pecado, recibir el perdón de Dios y perdonar a los que me habían hecho daño. ¡Qué alivio trajo a mi alma! Era como si alguien quitara un peso enorme de mis hombros.
De la experiencia que mi esposa y yo sufrimos en nuestra iglesia aprendí que la amargura es el pecado más fácil de justificar y el más difícil de detectar porque es muy sencillo disculparlo ante uno mismo, ante los demás y ante Dios. A la vez, es uno de los pecados más comunes, más peligrosos, más perjudiciales y —como veremos— el más contagioso.
Al escribir este libro, es mi esperanza y oración que quienes estén regidos por la amargura se den cuenta de que en verdad eso es pecado y que encuentren la libertad que solo el perdón y la maravillosa gracia de Dios les pueden ofrecer.
CAPÍTULO 1
¿QUÉ ES LA AMARGURA?
Cuídense unos a otros, para que ninguno de ustedes deje de recibir la gracia de Dios. Tengan cuidado de que no brote ninguna raíz venenosa de amargura, la cual los trastorne a ustedes y envenene a muchos.
(HEBREOS 12:15)
«J AIME —EXCLAMÓ EL PASTOR—, ¿puedes hablar con Alberto, uno de mis diáconos?».
El pastor me contó la historia. Tres años antes, la esposa de Alberto había abandonado el hogar y se había ido con otro hombre a la ciudad capital, dejando a su marido y a sus dos hijos. El pastor me explicó que los esposos eran buenos cristianos y que «no había motivo» para que ella abandonara a su familia. Unas seis semanas después, la mujer entró en razón y volvió a casa arrepentida. De forma inmediata, le pidió perdón a Alberto y a los hijos, y hasta se presentó ante la congregación para mostrar públicamente su arrepentimiento y su disposición a sujetarse a la disciplina de la iglesia.