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Jean-Paul Sartre - Las Palabras

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Jean-Paul Sartre Las Palabras
  • Libro:
    Las Palabras
  • Autor:
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    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    1964
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JEAN-PAUL CHARLES AYMARD SARTRE París 21 de junio de 1905 - idem 15 de abril - photo 1

JEAN-PAUL CHARLES AYMARD SARTRE (París, 21 de junio de 1905 - idem, 15 de abril de 1980). Conocido comúnmente como Jean-Paul Sartre, fue un filósofo, escritor, novelista, dramaturgo, activista político, biógrafo y crítico literario francés, exponente del existencialismo y del marxismo humanista. Fue el décimo escritor francés seleccionado como Premio Nobel de Literatura, en 1964, pero lo rechazó explicando en una carta a la Academia Sueca que él tenía por regla declinar todo reconocimiento o distinción y que los lazos entre el hombre y la cultura debían desarrollarse directamente, sin pasar por las instituciones. Fue pareja de la también filósofa Simone de Beauvoir.

En una primera etapa desarrolló una filosofía existencialista, a la que corresponden obras como El ser y la nada (1943) y El existencialismo es un humanismo (1946). Desde que en 1945 fundó la revista Les Temps Modernes se convirtió en uno de los principales teóricos de la izquierda. En una segunda etapa se adscribió al marxismo, cuyo pensamiento expresó en La crítica de la razón dialéctica (1960), aunque él siempre consideró esta obra como una continuación de El ser y la nada.

Sartre considera que el ser humano está «condenado a ser libre», es decir, arrojado a la acción y responsable plenamente de su vida, sin excusas. Aunque admite algunos condicionamientos (culturales, por ejemplo), no admite determinismos. Concibe la existencia humana como existencia consciente. El ser del hombre se distingue del ser de la cosa porque es consciente. La existencia humana es un fenómeno subjetivo, en el sentido de que es conciencia del mundo y conciencia de sí (de ahí lo subjetivo). Sartre se forma en la fenomenología de Husserl y en la filosofía de Heidegger (discípulo éste de aquél). Se observa aquí la influencia que ejerce sobre Sartre el racionalismo cartesiano. En este punto se diferencia de Heidegger, quien deja fuera de juego a la conciencia.

Consecuentemente para Sartre en el ser humano «la existencia precede a la esencia», que explica con un ejemplo: si un artesano quiere realizar una obra, primero «la» piensa, la construye en su cabeza: esa prefiguración será la esencia de lo que se construirá, que luego tendrá existencia. Los seres humanos, no son el resultado de un diseño inteligente, y no tenemos dentro nuestro algo que nos haga «malos por naturaleza» o «tendientes al bien» —como diversas corrientes filosóficas y políticas han creído—, y continua: «Nuestra esencia, aquello que nos definirá, es lo que construiremos nosotros mismos mediante nuestros actos», éstos nos son ineludibles: no actuar es un acto en sí mismo puesto que nuestra libertad no es algo que pueda ser dejado de lado: ser es ser libres en situación, ser es ser-para, ser como «proyecto».

Charles Schweitzer nunca se había tomado por un escritor, pero la lengua francesa le maravillaba aún, a sus setenta años, porque la había aprendido con dificultad y no la poseía del todo; jugaba con ella, le gustaban las palabras, le gustaba también pronunciarlas, y su implacable dicción no perdonaba ni una sílaba; cuando tenía tiempo, su pluma las juntaba en ramilletes. Ilustraba de buena gana los acontecimientos de nuestra familia y de la Universidad con obras de circunstancias: felicitaciones de Año Nuevo, de cumpleaños, parabienes en las comidas de bodas, discursos en verso el día de San Carlomagno, sainetes, charadas, versos de pie forzado, trivialidades amables; en los congresos improvisaba cuartetas, en alemán y en francés.

Al principio del verano, antes de que mi abuelo hubiera terminado el curso, las dos mujeres y yo nos íbamos a Arcachon. Nos escribía tres veces por semana: dos páginas para Louise, un post-scriptum para Anne-Marie, y para mí una carta entera en verso. Para que mi felicidad fuese mayor, mi madre estudió y me enseñó las reglas de la prosodia. Alguien me sorprendió garabateando una respuesta en verso, me animaron para que terminara, me ayudaron. Cuando las dos mujeres echaron la carta, se reían a más no poder, pensando en el estupor de mi abuelo. Recibí a vuelta de correo un poema a mi gloria; contesté con otro poema. Al convertirse en costumbre, abuelo y nieto estaban unidos con un nuevo lazo; se hablaban, como los indios, como los chulos de Montmartre, en una lengua prohibida para las mujeres. Me dieron un diccionario de rimas y me hice versificador; escribía madrigales para Vevé, una rubita que no dejaba su mecedora y que moriría unos años después. A la niña le tenían sin cuidado: era un ángel; pero me consolaba de esta indiferencia la admiración de un amplio público. He encontrado algunos de estos poemas. Cocteau dijo en 1955 que todos los niños menos Minou Drouet tienen ingenio. En 1912 lo tenían todos menos yo; escribía por imitación, por ritual, por hacerme el mayor; escribía sobre todo porque era el nieto de Charles Schweitzer. Me dieron las fábulas de La Fontaine. No me gustaron: el autor las hacía con excesiva facilidad; yo decidí reescribirlas en alejandrinos. La empresa superó a mis fuerzas y creí notar que hacía sonreír; fue mi última experiencia poética. Pero estaba lanzado; pasé de los versos a la prosa y no me costó ningún trabajo reinventar por escrito las apasionantes aventuras que leía en Cri-Cri. Ya era hora: iba a descubrir la inanidad de mis sueños. En mis cabalgatas fantásticas yo quería alcanzar la realidad. Cuando mi madre, sin dejar de mirar la partitura, me preguntaba: «Poulou, ¿qué estás haciendo?», a veces ocurría que rompiese mi voto de silencio y le contestase: «Estoy haciendo cine». En efecto, trataba de arrancar las imágenes de mi cabeza y de realizarlas fuera de mí, entre muebles y paredes verdaderos, tan brillantes y visibles como los que chorreaban en la pantalla. En vano, ya no podía ignorar mi doble impostura: fingía ser un actor, que fingía ser un héroe.

Apenas empecé a escribir, solté la pluma con gran júbilo. La impostura era la misma, pero ya he dicho que para mí las palabras eran la quintaesencia de las cosas. Nada me turbaba más que ver cómo mis patas de mosca perdían poco a poco su brillo de fuegos fatuos en la apagada consistencia de la materia. Era la realización de lo imaginario. Un león, un capitán del Segundo Imperio, un beduino, caídos en la trampa del nombramiento, entraban en el comedor; se quedaban allí para siempre, cautivos, incorporados por los signos, creía haber anclado a mis sueños en el mundo con los arañazos de una pluma de acero. Obtuve un cuaderno, un frasco de tinta violeta; escribí en la cubierta: «Cuaderno de novelas». La primera que terminé se llamaba Para una mariposa. Un sabio, su hija y un joven explorador atlético suben el curso del Amazonas en busca de una mariposa preciosa. El argumento, los personajes, el detalle de las aventuras e incluso el título estaban tomados de un relato ilustrado aparecido el trimestre anterior. Ese plagio deliberado me liberaba de mis últimas inquietudes: todo era verdad forzosamente, ya que no inventaba nada. No tenía la ambición de que se publicase, pero me las había arreglado para que me lo hubiesen impreso por adelantado y no trazaba ni una línea que no estuviese garantizada por mi modelo. ¿Me tenía por un copista? No. Por un autor original: retocaba, rejuvenecía; por ejemplo, había tenido el cuidado de cambiar los nombres de los personajes. Esas ligeras alteraciones me autorizaban a confundir la memoria y la imaginación. En mi cabeza se formaban unas frases nuevas y totalmente escritas con la implacable seguridad que se otorga a la inspiración. Yo las transcribía, ellas tomaban para mí la densidad de las cosas. Si, como comúnmente se cree, el autor inspirado es en lo más profundo de sí mismo, otro distinto de sí, yo conocí la inspiración entre los siete y los ocho años.

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