Narrado en primera persona, este es el emocionante testimonio vital de Raquel Alonso, una mujer que hace 20 años creyó conocer al hombre de su vida, sin saber que el destino le deparaba un auténtico calvario. Tras un feliz noviazgo, Raquel y Nabil, un marroquí de buena familia, se casaron y empezaron lo que parecía una estable y envidiable vida en común: excelentes carreras profesionales para ambos, una red familiar sólida y cariñosa por las dos partes, y enseguida dos hijos.
Todo parecía discurrir sin sobresaltos hasta que Nabil empezó a frecuentar la mezquita de Madrid, donde pronto fue captado por una célula yihadista.
En muy poco tiempo, el marido atento y moderno, el padre cariñoso y responsable y el profesional valorado en su empresa se convirtió en el juez y verdugo de su propia familia, a quien obligó a seguirle en su fanatismo.
Raquel, aislada, maltratada psicológicamente y profundamente atemorizada, vivió como pudo en ese infierno doméstico, decidida a proteger a sus hijos. Su pesadilla acabó una madrugada de junio de 2014, cuando irrumpió en su casa la Policía Nacional para detener a Nabil, acusado de terrorismo.
Raquel Alonso
Casada con el enemigo
Título original: Casada con el enemigo
Raquel Alonso, 2018
Revisión: 1.0
25/04/2019
Autor
RAQUEL ALONSO (Madrid, 1970). Especializada en Marketing y Relaciones Públicas, trabajó durante más de doce años en una importante productora.
Analista en ventas y experta en desarrollo de negocio, en 2000 creó su propia firma de comunicación audiovisual desde la que prestó servicios a importantes empresas.
Actualmente, a pesar del lastre impuesto por su complicada situación, trata de desarrollar su labor profesional.
EL TESTIMONIO DE UNA MUJER QUE, TRAS
VEINTE AÑOS DE FELIZ MATRIMONIO, TUVO
QUE LUCHAR SOLA ANTE LA AMENAZA MÁS
TERRORÍFICA QUE VIVE ACTUALMENTE
OCCIDENTE.
No podía dejar pasar esta oportunidad para dedicar estas páginas a las personas que más me han ayudado, mis hijos y mis padres.
Hijos, os dedico este libro por la fuerza y la valentía que reveláis al recorrer este camino juntos, a pesar de su extrema dureza. Con sonrisas, amor y madurez, nunca me dejasteis caer. Aprendimos juntos a pilotar nuestro barco en la tormenta y por ello soy la madre más orgullosa del mundo. Gracias, mosqueteros. Os quiero.
Papá, Mamá, debéis formar parte de esta dedicatoria pues siempre estuvisteis ahí, desde mi primera llamada pidiendo auxilio; me demostrasteis que sois padres, pues no todo el mundo sabe serlo, y antepusisteis mi bienestar y el de mis pequeños a todo lo demás. Vuestro espíritu de sacrificio y apoyo han sido incondicionales, a pesar del sufrimiento e incluso no estando de acuerdo a veces con mis decisiones; nunca me juzgasteis, solo me comprendisteis, y tras casi cuatro años en la vorágine seguís ahí, preocupados por si nuestra mirada o el tono de voz se ensombrece.
Gracias por ayudarnos, sin vosotros no hubiéramos podido salir adelante. Y aunque sabemos que esta historia no ha acabado y su final parece lejano, cada día me dais ejemplo de que jamás hay que perder la dignidad y el respeto por nosotros mismos y que siempre hay que luchar por elegir nuestra forma de vida, nuestros valores y nuestra forma de entender la libertad.
GRACIAS POR DARNOS EL MEJOR PATRIMONIO
QUE PODÍAMOS TENER, VOSOTROS.
PRIMERA PARTE
CAPÍTULO 1
La mía es una historia real, complicada e inesperada que aún hoy no ha terminado. Mi historia comenzó como la de muchas personas, una historia que podría narrarse en tres actos: un principio, que transcurre por los que, sin duda, fueron los mejores años de mi vida. Un nudo, que se desarrolla durante los que, espero, fueran los peores. Y un desenlace, que, aún lleno de incertidumbre, afronto con una fe inquebrantable y con un fuerte espíritu de lucha de cara al futuro.
Como toda historia real, su arranque permanece indeleble en mi memoria. Era el año 1995, yo acababa de cumplir veinticinco años. Vivía con mis padres y mi hermana pequeña, Sofía, en la calle Alcalá, una zona que me encantaba, llena de comercios, de gente y con un ambiente estupendo para una chica de mi edad. Éramos una familia normal de clase media. Mi madre se dedicaba a las tareas del hogar, mi padre trabajaba en una importante compañía aérea, mi hermana estudiaba Ciencias Políticas y yo, una vez finalizados mis estudios de Relaciones Públicas y Marketing, había encontrado trabajo en una importante productora como secretaria de dirección. Estrenaba mi vida de adulta, llena de energía, de ganas de trabajar y de divertirme.
Ese sábado, como tantos otros, salí con Sofía y su amiga Patri a disfrutar de la noche de Madrid. Siempre íbamos por la zona de Bilbao. La discoteca Ruta 99 era como nuestra casa, todos nos conocían y nos sentíamos más que cómodas. Nos acercamos a la barra, pedí una tónica, mi bebida favorita desde siempre, y unas Coca-Colas para Sofía y Patri, y nos fuimos directamente a la pista, donde me encendí un cigarro y me puse a bailar. Ruta no era muy amplia, la pista era pequeña, y por toda la sala se sentía el olor a tabaco, a juventud y expectativas. La barra estaba llena y varios chicos empezaron a fijarse en nosotras.
Me di la vuelta y ahí arriba, en el segundo piso, apoyado en la barandilla con una copa en la mano, estaba él. Nos quedamos mirándonos fijamente, ninguno de los dos podía apartar la vista. Era alto, tenía los ojos negros, vestía vaqueros y su camisa blanca contrastaba con el moreno de su piel. Veinte años después, sigo pensando que fue su sonrisa lo que me enamoró.
—Raquel, ¿qué haces? —me llamó mi hermana.
—No mires, pero fíjate en el chico que está arriba, en la barandilla —le susurré.
—No veo a nadie —dijo.
Me giré y ya no estaba allí; de repente sentí una gran desilusión. Me había quedado prendada de sus ojos.
Seguimos bailando y al poco rato, de pronto, sentí una mano en mi espalda.
—Hola, soy Nabil, no he podido parar de mirar esos ojos tan impresionantes que tienes.
—Encantada, gracias, yo soy Raquel —repliqué, conteniendo mi nerviosismo. Él intentó acercarse y darme un beso—. ¿Qué haces? —protesté—. No suelo ir besando a cualquier desconocido que se me presenta —le dije muy digna.
—Vaya, pues ninguna me había dicho que no antes —bromeó con aire de prepotencia.
—Lo siento, Nabil, alguna tenía que ser la primera —respondí con una sonrisa. De cerca, aún era más guapo de lo que me había parecido.
Él se echó a reír.
—Está bien. ¿Te apetece salir fuera y charlamos? —propuso.
—Claro, por qué no.
Salimos y estuvimos lo que me parecieron horas hablando sin parar de la vida, de nuestra forma de ver las cosas, de su país, de sus costumbres, de las mías, de sus estudios, de mi trabajo… El tiempo pasó a una velocidad vertiginosa y de repente me di cuenta de que se me había hecho tardísimo.
—Bueno, Nabil, ha sido un placer, pero tengo que marcharme —dije a regañadientes. Hacía mucho tiempo que no había estado tan a gusto y de forma tan espontánea con un chico.
Nos dimos los números de teléfono y regresé junto con mi hermana a casa.