Ana Cepeda Étkina, (Madrid -1969) estudió Piano y Solfeo en el Real Conservatorio, se diplomó en Publicidad por el Centro Español de Nuevas Profesiones (Madrid) y en la actualidad es la responsable de la biblioteca de un prestigioso colegio internacional. Vivió en Nueva York y se declara una fanática de la lengua castellana y la escritura.
Comenzó a publicar relatos por internet y el éxito le llegó con su primera obra, «Harina de otro costal» (Queimada Ediciones. Nov. 2014), basado en el manuscrito de su padre sobre sus 30 años en la URSS.
Con «Diario de una secuestrada» el pulso de la autora demuestra su capacidad para tejer de una manera sencilla una historia que se va complicando a medida que avanza el relato.
DIARIO DE UNA SECUESTRADA:
Ana Cepeda Étkina.
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Fecha 18-may-2015 13:52 UTC
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Texto, maquetación: Ana Cepeda Étkina
Diseño de portada: David Cristo Orell
Correcciones y edición: Jose C., David Cristo Orell
Información de contacto: http://cepedaetkina.blogspot.com.es
https://www.facebook.com/A.CepedaEtkina.escritora/
Segunda edición: Octubre 2017. Amazon
ISBN: 9781549875793
Primera edición: Julio 2015. Queimada Ediciones, S. L.
DIARIO
DE UNA
SECUESTRADA
Nunca descartes ser tú el objetivo
Día 1: miércoles, 24 de mayo.
Desperté sobresaltada, con las muñecas atadas por encima de la cabeza y, al intentar levantarme, el impulso fue frenado por unas esposas que me anclaban al cabecero de una cama. «¿Dónde estoy?», divagué, desubicada mientras enfocaba la vista sobre los objetos que me rodeaban. Apenas tenía riego sanguíneo en los brazos; estaban fríos e insensibles por la postura. Inmediatamente, recuperé el último recuerdo consciente de aquella misma mañana: un tipo enorme me había asaltado por detrás de una columna del garaje. Casi volví a sentir el tirón de pelo que me dio al sujetarme por la coleta. Después, la imagen de un pañuelo tapándome la cara. ¿Sería cloroformo? A partir de ahí, nada más. Lo siguiente fue despertarme en aquella cama ajena. Tenía un sabor amargo en la boca y un ligero ardor de estómago, por lo que supuse que habría inhalado algún narcótico muy fuerte.
La silueta del mobiliario me fue devolviendo la consciencia poco a poco. A mi derecha, había una pequeña ventana por donde los rayos del sol se colaban con fuerza y las paredes de madera revelaban que estaba en una especie de cabaña. La ausencia de ruido urbano, me daba la certeza de estar fuera del tránsito de la ciudad. Además olía a leña y a jara. Seguramente me encontraba en la sierra o en alguna montaña. Bajo el ventanuco, una mesa redonda en la que reposaban un vaso, una jarra de agua y varias cajas de medicamentos. Una silla de mimbre, que iba en concordancia con lo rural del entorno, se alojaba bajo la mesa. Frente a la cama, un aparador setentero de color marrón sapeli con los tiradores oxidados y un espejo colgado en la pared donde no podía verme reflejada si no me incorporaba. Todo me pareció hortera y pasado de moda. Daba la sensación de ser un sitio en la que se habían ido acumulando trastos. Solo faltaba alguna figurita de cerámica para rematar la escena, un cazador con un galgo, por ejemplo.
Una vez espabilada del todo, observé de nuevo mis muñecas aprisionadas y me fijé en el mecanismo de las esposas. Primero opté por movilizarlas para activar la circulación y, ya recuperada la sensibilidad, intenté sacar una mano, estrechándola por el aro metálico, pero era demasiado estrecho incluso para mis manos menudas. No tardé mucho en empezar a sudar por el esfuerzo. De una patada empujé la manta que me cubría, provocando que cayese al suelo. Descubrí entonces mis piernas blancas que quedaron parcialmente tapadas por el vestido primaveral que llevaba puesto aquel día. Luego vi que alguien había cubierto mis pies con unos grandes calcetines que, lógicamente, no eran de mi talla. Recordé también que aquella mañana había empezado a hacer calor y me había puesto unas manoletinas planas, sin medias. Levanté un pelín la cabeza para tratar de localizarlas y las vi en una esquina, junto a la mesa. Esos detalles me indicaban que quien me hubiese capturado, no parecía querer lastimarme. Al menos no de momento, si no, ya estaría muerta. Pasé a revisarme el resto del cuerpo. No tenía golpes ni moratones; no me dolía nada, tan solo falta de sensibilidad en los brazos por la postura. Me fijé entonces que los rayos de sol entraban oblicuos y supuse que ya sería más de media tarde. Habría dormido unas diez horas o más, necesitaba ir al baño y cambiar de posición urgentemente.
De pronto, escuché un ruido seco, como el que hace una puerta al cerrarse de golpe y di por hecho que alguien había entrado en la casa. Mi corazón se aceleró de inmediato, palpitando rápido, y provocando incluso que pudiera escuchar mi flujo sanguíneo bombeando en mis oídos. Respiré profundamente para calmarme. «Contrólate. Relájate», medité. No sabía qué hacer ni a quién me iba a enfrentar, necesitaba más tiempo y, sabiendo que dormida nadie me haría daño, cerré los ojos y fingí seguir durmiendo para tratar de entender de qué iba todo aquello. La manta tirada en el suelo me delataba, pero no podía recogerla. Ralenticé entonces mi respiración, calmé mi pulso y me concentré tan solo en los sonidos que había a mi alrededor. En cuestión de unos segundos escuché las bisagras chirriando y adiviné una presencia que me observaba, callada. El pulso, traicionero, estuvo a punto de delatarme, dando señales de que estaba consciente y alterada, pues era capaz de notar cómo vibraban las arterias en mi cuello y también en las sienes. Sin embargo, conseguí que mis párpados siguieran relajados, lisos, sin señal de movimiento alguno, acompasando el ritmo de una supuesta respiración aletargada, como si siguiera buceando en sueños.
La persona que ahora merodeaba a mi alrededor olía a colonia fresca. No era masculina ni femenina. Era una fragancia agradable y suave que destilaba un dulce olor a limón. Después, un ligero click me hizo adivinar que el chasquido de algo metálico que tenía apenas a un metro era sin duda la tapa de un móvil.
—Oye —pronunció una grave voz femenina—, esta zorra sigue dormida. ¿Cuánto le habéis dado?
*
Absorta en los movimientos que hacía aquella mujer, e imaginando sus pasos en la habitación, sentí su voz dándome la espalda. Estaba convencida de que no me miraba y fue imposible contenerme: abrí un ojo apenas un milímetro con intención de saber qué aspecto tenía. Efectivamente, estaba de espaldas. Era espigada y vestía una camiseta negra sin mangas que dejaba exhibir unos musculados brazos. El pelo parecía rubio artificial y lo llevaba recogido en un moño, en lo alto de su cabeza. Unos pantalones vaqueros ajustados mostraban unas largas piernas que daban paso a unos pies grandes enfundados en unas deportivas. En la mano libre sujetaba una prenda negra de lana. Parecía un gorro. Desde atrás, desde luego, parecía muy andrógina.
—¿Y si no se despierta qué hago? —volvió a preguntar con voz ronca.
Un susurro emergió desde el otro lado de la línea del teléfono.
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