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González - Diario de un desertor (Spanish Edition)

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González Diario de un desertor (Spanish Edition)
  • Libro:
    Diario de un desertor (Spanish Edition)
  • Autor:
  • Editor:
    Eriginal Books
  • Genre:
  • Año:
    2013
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Diario de un desertor

Alberto González

Diario de un desertor Spanish Edition - image 1


Copyright © 1990 Alberto González
Copyright © 2012 Prólogo: Juan Antonio Blanco
Copyright © 2012 Entrevista: Baltasar Santiago Martin
Copyright © 2012 Diseño de la portada: Elena Blanco
Copyright © 2012 De esta edición: Eriginal Books

www.eriginalbooks.com
www.eriginalbooks.net

Edición: Baltasar Santiago Martin

Edición impresa: ISBN-13: 978-1-61370-975-7

Library of Congress Catalog Card Number: 2012950526

Reservados todos los derechos.

All rights reserved
Printed in the United States of America


Índice

¿ Desertor ?

Diario de un d esertor es un título que puede inducir a confusión entre lectores no conocedores de la política migratoria cubana. Corea del Norte es hoy el único lugar del planeta que parece compartir con Cuba la prohibición a ejercer el derecho a entrar y salir libremente del país donde se nació, consagrado por el Artículo 13 de la Declaración Universal de Derechos Humanos, de la cual Cuba es signataria desde 1948.

Conceptos como “permiso de entrada” o “permiso de salida”, comunes a virtualmente todas las legislaciones de los llamados países socialistas antes de la caída del Muro de Berlín, han desaparecido incluso en China y Vietnam, donde persisten regímenes políticos monopartidistas. Casi nadie recuerda ya que el Artículo 9 de la Declaración de Derechos Humanos prohíbe el destierro, y pocos saben que el llamado primer país socialista de América Latina continúa desterrando a cientos de miles de ciudadanos a quienes se les estampó un sello en sus pasaportes que reza “salida definitiva del país”.

Esa legislación migratoria estalinista actúa como un extraño indicador de eficiencia de aquellos administradores de instituciones estatales encargados de tramitar los “permisos de salida” de sus empleados, cuando estos deben viajar a un congreso o a algún asunto oficial. Su gestión administrativa se mide también por el número de personas que “se les hayan quedado” fuera del territorio nacional, cuando aprovechan la oportunidad de una “salida autorizada”. A un director de empresa que tenga en su haber un grupo creciente de “quedados” se le ve con desconfianza, y el hecho se registra como una señal de su falta de confiabilidad política y de escasa eficiencia administrativa. Por ese motivo, muchos deciden enviar a esas misiones, no a los empleados más capacitados, sino a los más “confiables”. La selección se realiza principalmente entre los que se perciben incapaces de considerar la aventura migratoria como opción de vida, no entre los de más talento profesional.

“Quedado” es equivalente a “desertor”. Nadie piensa que Rubén Blades –candidato presidencial en Panamá, y a la vez residente en Estados Unidos y actor de Hollywood– es un “quedado”, porque nunca tuvo que pedir un permiso de salida o de estancia en el exterior al gobierno de su país. Pero el Duque Hernández –estrella cubana del baseball en la Isla y con los Yankee s de Nueva York– es un “desertor”. Los desertores reciben el trato de desterrados, y solo pueden visitar el país donde nacieron por un mes, extensible a tres –pagos mediante si el gobierno cubano les otorga el salvoconducto pertinente denominado “permiso de entrada al país”. Esa posibilidad se considera un gesto de generosidad de las autoridades hacia los súbditos que sufren destierro. Se trata de una política similar a la que practicaban los mandos coloniales hacia algunos independentistas, entonces también desterrados, cuyas ideas subversivas querían alejar de la isla para evitar contaminaciones ideológicas.

Pero en el siglo XXI, como en el XIX, no todo desterrado puede ser acreedor de ese gesto magnánimo. Los consulados y embajadas monitorean el comportamiento de los “quedados”. Si al vivir en una sociedad abierta deciden ejercer sus derechos de pensamiento, asociación y expresión para criticar el estado de cosas que los llevó a emigrar, pueden ser incluidos en una extensa “lista negra” de personas a quienes se les niega el permiso de entrada sin necesidad siquiera de mediar explicación. Una vez que alguien forma parte de ese listado, las autoridades cubanas no se conmoverán por el hermano próximo a morir de cáncer o por la madre de edad avanzada que hace décadas no abraza a su hijo. La Habana no cree en lágrimas, y tampoco se siente obligada a dar explicaciones cuando le niega el derecho de entrar a su país a un “desertor”. Se supone que el afectado, mejor que nadie, debe saber que es su mala conducta la que obliga a ese merecido castigo. Basta con informarle: “solicitud denegada”.

Si bien, para guardar las formas, otras libertades universales como la de expresión y asociación son reconocidas por la Constitución “socialista” de 1976 –y rápidamente acotadas por una explicación complementaria que detalla que solo podrán ser ejercidas en favor del régimen existente–, lo concerniente a la libertad de circulación ni siquiera se menciona en el texto de esa Carta Magna.

El gobierno cubano asegura a sus simpatizantes que se ve obligado a insistir en esta política restrictiva a la libertad de movimiento para impedir el “robo” de cerebros. Pero historias como las que narra este libro demuestran que los cerebros se malgastan, y finalmente son expulsados por un régimen de gobernabilidad que, después de invertir millones en formación de capital humano, impide la libertad para crear riquezas, y destierra a las personas emprendedoras que se resisten a dilapidar vida y talento vegetando en un sistema ineficiente.

Acusar a Alberto González de “venderse como mercenario al oro del imperio”, como el gobierno cubano acostumbra presentar estos casos ante sus dogmáticos seguidores extranjeros es, más que una infamia, una incomparable estupidez. El autor de este Diario no hacía nada diferente a los millones de migrantes latinoamericanos que buscan asegurar en otras tierras el sustento de sus familias y un futuro más prometedor para sus descendientes. No lo esperaba un alto salario, empleo seguro, ni compensación de la CIA en el gélido aeropuerto canadiense donde presentó su solicitud de asilo, solo una angustiosa incertidumbre respecto al porvenir.

Rodeado de nieve, hielo, y temperaturas brutalmente frías para alguien que residió siempre en un país tropical, separado de su familia y sin saber si algún día lograría reunificarse con ella –impedírselo por al menos un período de cinco años es parte del castigo impuesto a los desertores– Alberto solo tenía una maleta. A ello sumaba el capital invisible de su voluntad de ser libre y el talento que, a pesar de la formación profesional que el régimen le había facilitado, no había podido desarrollar ni poner al servicio de la prosperidad nacional y la de su familia. La ausencia de libertades básicas –incluyendo las civiles y políticas–lo hacía imposible. Su cerebro no fue “robado” por nadie, sino malgastado primero y desterrado después por un sistema que el propio Fidel Castro confesaría décadas más tarde “no funciona”, pero que tampoco decidió nunca cambiar de manera sustantiva.

Su solicitud de asilo político en un país democrático era justa: el régimen imperante en Cuba bloqueaba –y sigue bloqueando– derechos elementales y, al hacerlo, condenaba a su familia –y a la nación– a una eterna y creciente pobreza.

Alberto, simplemente, necesitaba ser un hombre libre, para poder emplear a fondo su talento en crear prosperidad personal y social. Su vida es evidencia empírica del estrecho vínculo existente entre la libertad y el desarrollo humano, cuyo estudio desde una perspectiva académica hizo que el economista Amartya Sen recibiera en 1998 el Premio Nobel.

Sen llegó a la conclusión de que “ninguna hambruna sustantiva ha ocurrido en un país independiente y democrático con relativa libertad de prensa”. Cuando en 1990 Alberto descendió por la escalerilla del avión con la idea de solicitar asilo a las autoridades canadienses, ya intuía la verdad que encerraba esa frase. Casi dos décadas más tarde, en su calidad de copropietario y director ejecutivo de una exitosa compañía con contratos multimillonarios en varios países, la ha confirmado de modo fehaciente.

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