Sinclair Lewis - Fuego otoñal: Novela
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- Libro:Fuego otoñal: Novela
- Autor:
- Editor:Planeta
- Genre:
- Año:1958
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Fuego otoñal: Novela: resumen, descripción y anotación
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Sinclair Lewis
Fuego otoñal
La aristocracia de Zenith se divertía bailando en el Kennepoose Canoe Club. Sonaba en el vasto porche, con sus columnas de troncos de pino y sus bamboleantes linternas japonesas, la música de un twostep, y nunca se vieron allí trajes de baile con mangas más anchas, ni cabellos más sensualmente peinados sobre pequeños rostros sonrientes, ni tampoco se vió una noche de agosto con una luna tan radiante y tan acogedora para respetables romances.
Tres invitados acababan de llegar en esos automóviles de último modelo —era el año 1903, es decir, el momento del paroxismo de la civilización— mientras se aproximaba un cuarto automóvil, conducido por Samuel Dodsworth.
La escena asemejábase a uno de esos cromos sentimentales —lago ondulado—, enamorados en canoas, cantando Nelly was a lady, todos muy románticos y felices; y a Sam Dodsworth le agradaba eso. Era un joven alto y de vigoroso aspecto, con un tupido bigote oscuro y un caos de cabello castaño sobre una cabeza voluminosa. A los veintiocho años, ya era superintendente ayudante en una ruidosa y sentimental institución, La Zenith Locomotive Works, y en Yale (clase de 1896) se había revelado como un jugador de fútbol mucho más diestro de lo corriente, pero, aun así, no podía menos que abrigar ideas optimistas con respecto a los aspectos sentimentales de la luz de la luna.
Esa noche se sentía particularmente orgulloso porque estaba conduciendo su primer coche propio. Y por cierto que no era una de esas anticuadas “calesitas de gasolina” con el motor bajo el asiento. El motor rugía al frente, oculto por una altiva capucha de casi dos pies de largo, y el manubrio de la dirección no era recto sino que estaba licenciosamente ladeado. El coche tenía un aire deportivo y más bien algo peligroso, y las luces eran focos poderosos alimentados a gas de acetileno. Sam aceleró la marcha, a la velocidad vertiginosa de doce millas por hora, con un sentimiento de poder, como si dominara el mundo.
Al llegar al Canoe Club fué saludado por Tub Pearson, que estaba admirable con sus guantes blancos de cabritilla. Tub —Thomas J. Pearson—, redondo, bajo y jovial, el chistoso y el dandy de la clase en Yale, había sido el compañero de pieza de Sam Dodsworth y su principal admirador durante todos los años del colegio; pero ahora, Tub había comenzado a adoptar un aire de irritante dignidad, en su carácter de pagador y futuro presidente del banco de su padre, en Zenith.
—Y a pesar de todo, anda —dijo Tub, maravillado, mientras Sam descendía triunfalmente de su coche.
—¡Oye, tengo un caballo listo para remolcarte a la vuelta! —bromeó.
Tub tenía que mostrarse ingenioso, pasara lo que pasara.
—¡Claro que anda! Apostaría a que pasé de las dieciocho millas por hora.
—Sí. Y yo apostaría a que algún día los automóviles correrán a cuarenta por minuto —contestó Tub burlonamente—. Seguro, si ya están a punto de echar fuera a los pobrecitos caballos del camino.
—¡Claro que lo harán! Estoy pensando en vincularme a esa nueva compañía, La Revelation Company, para fabricarlos.
—No lo dirás en serio, pedazo de tonto.
—¡Claro que lo digo!
—¡Oh, por Dios! —exclamó Tub afectuosamente—. ¡No seas loco, Sambo! Mi viejo dice que los automóviles no son más que chifladura. Cuesta demasiado dinero hacerlos andar. Según él, habrán desaparecido por completo dentro de cinco años.
La réplica de Sam no fué del todo lógica:
—¿Quién es ese ángel que está allí, en el porche?
Si la muchacha a la cual Sam se refería era un ángel, era en verdad un ángel de hielo: sutil, deslumbrante, con cabellos de un rubio ceniciento y una voz muy segura de sí y muy fría; mientras hacía frente a los requiebros de media docena de admiradores, parecía un candelabro de cristal en medio de un conjunto de varones en blanco y negro.
—Tú debes recordarla, es Frances Voelker, Fran Voelker, la hija del viejo Herman. Ha pasado un año en el extranjero y antes de eso estuvo en el Este, terminando sus estudios. Es sólo una chiquilla, no tiene más de diecinueve o veinte años, según creo.
—¡Dios!, la gente dice que habla alemán, francés, italiano, woof-woof y todos los idiomas conocidos.
Herman Voelker había logrado abrirse camino hacia la conquista de los millones y de la respetabilidad. Su casa era casi la más grande de Zenith; indudablemente, tenía el mayor repertorio de torrecillas, ventanas de cristales coloreados y cortina de encajes, y era el líder entre los germano-americanos, que a lo largo de todo el Estado reemplazaban a los nativos de Nueva Inglaterra en la fiscalización de las finanzas y el comercio. Ofrecía recepciones a los profesores alemanes que venían al país a curiosear y dar conferencias y se afirmaba que uno de los cuadros legítimos que había traído recientemente de Nuremberg, tenía un valor aproximado de diez mil dólares. Un digno ciudadano, este Herman, y su torta de lúpulo era admirable, pero parecía un milagro que un burgués rubicundo como él, hubiera engendrado algo tan sereno y luminoso como Fran.
Al verla, Sam Dodsworth se sintió tan cohibido como un San Bernardo contemplando un gatito blanco. Mientras profetizaba el triunfo del automóvil y bailaba con otras muchachas, no dejaba un momento de admirar su aérea manera de danzar y su sonrisa. Por lo general, las mujeres jóvenes no lo intimidaban particularmente, pero Fran Voelker parecía demasiado frágil para sus rudas manos. Recién a eso de las diez de la noche se atrevió a dirigirle la palabra, cuando su compañero de baile, un rubicundo Coribante, la dejó en una silla próxima a la de Sam.
—¿No se acuerda de mí? ¿De Dodsworth? Han pasado años desde la última vez que la vi.
—¿Si me acuerdo? ¡Cielos! Me estaba preguntando hace un momento si usted iba siquiera a apercibirse de mi presencia. Yo solía escamotearle el periódico a papá para leer las noticias de sus hazañas futbolísticas. Y cuando era un divertido diablito de ocho años, una vez me echó usted de su huerta por robar manzanas.
—¿Yo? ¡Le aseguro que ahora no me atrevería! ¿Me concede la próxima pieza?
—A ver... Bueno. ¡Oh!, la siguiente es con Levering Mott y ya me ha destrozado tres de mis dos zapatos. Vamos.
Aunque él bailaba con destreza no muy notable, su pareja sabía a qué atenerse cuando se encontraba con Sam Dodsworth. Poseía suficiente fuerza y decisión como para hacer comprender a cualquier muchacha quién era el que llevaba la batuta. Con Fran Voelker estuvo inspirado y valsó como si estuviera orgulloso de su maravillosa carga. La retenía por la cintura muy levemente y, de acuerdo con la casta costumbre de la época, sus manos estaban enguantadas, pero las puntas de sus dedos captaban una corriente magnética que fluía del cuerpo de ella. En ese momento comprendió que Fran era la muchacha más deliciosa del mundo, que debía casarse con ella y guardarla para siempre en un relicario; comprendió también que, después de haberlo analizado durante largos años, recién acababa de descubrir el insondable objeto de la vida.
“Es como un lirio, no, es demasiado vivaz para eso. Es como un colibrí; tampoco, eso es demasiado solemne. ¡Ya sé!, ella es ¡oh!, ¡es una llama!”
A medianoche se sentaron a conversar junto al lago. Más allá, sobre las aguas abigarradas, a través de una nube de hojas de sauce, podía verse a los jovencitos de las canoas que ahora cantaban “My old Kentucky Home”.
Zenith seguía aún en los días alciónicos de William Dean Howells y aun la gente joven no se creía en el deber de alborotar y jaranear y de conocer todo lo referente a radio, jazz y ginebra.
Con su chal de encaje sobre un ligero vestido amarillo, Fran parecía un blanco fantasma cuando se dejó caer sobre un periódico que había extendido solemnemente sobre la hierba. Sam temblaba un poco y su voz sonó pomposa y más bien algo infantil cuando dijo:
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