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Denisse Cardona - Divino Martirio (Spanish Edition)

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Denisse Cardona Divino Martirio (Spanish Edition)
  • Libro:
    Divino Martirio (Spanish Edition)
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  • Año:
    2015
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Divino Martirio (Spanish Edition): resumen, descripción y anotación

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Denisse Cardona

Divino Martirio

Divino Martirio

Este libro es una obra de ficción. Los nombres, caracteres, lugares e incidentes son producto de la imaginación del autor o se utilizan de manera ficticia. Cualquier semejanza con acontecimientos, lugares o personajes reales, vivos o muertos, es pura coincidencia.

Copyright © 2012 por Denisse Cardona

Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida total ni parcialmente, ni registrada o transmitida por un sistema de recuperación de información o cualquier otro medio, sea éste electrónico, mecánico, fotoquímico, magnético, electrónico, por fotocopia o cualquier otro, sin permiso por escrito previo de los titulares de los derechos.

1era Edición

Sentía que me volvía loca; escuchaba los típicos sonidos laborales resonando en el interior de la oficina; algunos de mis compañeros de trabajo conversaban entre ellos y otros atendían llamadas telefónicas, que en la mayoría de los casos eran personales. El teléfono no paraba de repicar y la gente no dejaba de llegar. Esto no era para mí, definitivamente. Una vieja loca acababa de llamar y no dejaba de gritarme; me hablaba sobre el mal servicio que brindábamos, y quería un remplazo inmediato o la devolución del dinero. El jefe nos exigía siempre que remplazáramos el artículo y no que devolviéramos el dinero, pero cuando preparaba la orden de compras ésta tardaba días y hasta semanas en hacérsela llegar a su destinatario, entonces la gente volvía a llamar para saber por qué razón no tenían lo solicitado, que ya había pasado mucho tiempo. El colmo era, que cuando al fin lo recibían, volvían a llamar diciendo que no era lo que ellos querían o simplemente estaba en mal estado. Cuando no era una cosa era la otra; o la gente es inconforme o la empresa es una mierda.

Antes que nada mi nombre es Amanda Taylor, mis amigos y familiares me llaman Amy, y tengo veintisiete años. Trabajaba en una fábrica de muebles de oficina en Nueva York —la ciudad del estrés total— de nombre Muebles de Oficina Nallan. Siendo yo una chica tan nerviosa, escogí la peor ciudad para vivir y por qué no decirlo… el peor empleo.

—Amanda, vamos a tomar un receso —me decía Gina, compañera de trabajo y mi mejor amiga, asomándose desde el lado derecho de mi cubículo.

—Sí, me hace falta, no vienen mal quince minutos de descanso.

No hago más que pronunciar esas palabras cuando escucho a mi jefe por el altoparlante.

«¡Amanda venga a mi oficina!» gritó.

—Bueno amiga, nos vemos luego —Gina puso los ojos en blanco ante lo incomprensible.

Salí corriendo, olvidándome que tenía puestos unos audífonos en mis oídos conectados al teléfono, provocando que automáticamente mi cabeza se echara hacia atrás violentamente. Me los quité, aventándolos en mi escritorio nerviosa y articulando maldiciones entre dientes. Fui hacia la oficina del señor Ahsan Nallanchakravarthula; sí, leíste bien, ese era su apellido. Era un hindú de sesenta y tantos años o sesenta y todos, y su apellido, por lo menos en este lado del mundo, nadie lo había sabido pronunciar, así que hizo gestiones legales para poder firmar como Ahsan Nallan. Nosotros “cariñosamente” lo llamábamos Apu, como el personaje de los Simpsons; claro, que él no lo sabía. Mi jefe cargaba una barriga bien prominente —parecía un colchón doblado por la mitad— y se compraba las camisas —o las conseguía en el Ejército de Salvación, ya que es muy avaro— dos tallas más pequeña porque siempre tenía los botones a punto de estallar —si le llegaba a dar a alguien con uno de esos, por mi madre que lo mataba o mínimo lo dejaba tuerto—; tenía una calva que acomodaba algunos pelitos que peinaba hacia adelante. El escritorio era un caos total, lleno de papeles y eran tantos que caían al suelo —ahí permanecían por semanas. Y prohibía que se los recogieran, porque después le desordenaban todo. Era un gran personaje caricaturesco el hombre.

—Diga Sr. Nallan —dije con el corazón agitadísimo, pero por la carrera que me eché hacía su oficina.

—Amanda —decía mientras saboreaba una goma de mascar imaginaria y se peinaba los tres pelos de la calva—, tengo muchas órdenes sin procesar, por eso necesito que cuanto antes las prepares —hojeaba las páginas pasando un dedo con saliva por ellas.

—Señor, el ochenta por ciento de las llamadas es de quejas, y tengo que dedicarle mucho tiempo a eso. No doy a bastos.

—¿Y no tienes ayudantes? —dijo con los papeles pegados a su cara para poder leerlos.

—Señor, usted mismo hizo una reunión diciendo que no puede emplear a más gente porque la empresa tenía problemas económicos.

—¿Yo dije eso? —me observaba con una mano puesta en su barbilla y comiendo otro dulce imaginario.

—Sí señor.

—De todas formas, es mejor no tener muchos empleados, eso trae problemas a la larga. Tú sigue trabajando y procesa todo esto hoy mismo. Si no te da el tiempo llega más temprano y sal más tarde; pero una aclaración, no podemos pagarte tiempo extra y tampoco quiero enterarme que la gente anda quejándose.

Era inaudito, no pagaba bien y exigía a los pocos empleados que había, milagros. Ni siquiera nos quería beneficiar con un seguro médico, ya que según él las personas que contaban con uno se enferma ban mucho —supuestamente lo hací a por nuestro bien—, tremenda excusa. Yo era empleada del área de servicio al cliente y también vendedora de empresas privadas. A parte de mí había tres vendedores adicionales, mi amiga Gina que estaba a cargo de l as escuelas, Robert del área gubernamental, y Don Herbert —un señor de algunos ochenta años, que supuestamente era vendedor, pero en realidad era el alcahuete e informante de Nallan, a quien nunca lo vi haciendo una llamada relacionada a ventas— y cuatro empleados en el área administrativa, Julia en la Oficina de Cobro —se decía que era amante de Nallan, aunque la trataba como un zapato viejo—, Martha en Contabilidad, Mario en Recursos Humanos y Linda la recepcionista. No tenía secretarias, así que me utilizaba a mí para redactarle las cartas, dictándomela a veces por el altoparlante, sin importarle que estuviera atendiendo algún cliente, Amanda anote, estimado señor Fulano … Casi nunca lo apagaba, provocando que todos los empleados escucháramos sus incoherencias. Se escuchaban los papeles que él hojeaba, suspiros, conversaciones imaginarias, quejas, palabrotas y hasta eructos. Parecía que dormía en la oficina, llegaba al amanecer y salía al anochecer, definitivamente nada de vida propia. Aunque claro, estaba divorciado —seguramente esa santa mujer no pudo más. Hablaba solo la mayor parte del tiempo, y nunca lo veía comer. A veces pensaba que no estaba bien de la mente o que era un ser inmortal, yo apostaba a lo primero.

—Señor, la gente llama por la mala calidad de…

En ese momento llamaron a la extensión del señor Nallan y yo decidí marcharme. Hablar con él era como hablar con una pared. Me puse a dar una vuelta por la fábrica para ver el estatus de las órdenes de compra; la verdad los muchachos que trabajaban allí lo hacían bien. No era para nada problema de ellos que los pedidos no estuvieran a tiempo, ya que seguían las órdenes de Nallan. Los chicos eran hostigados a diario por el jefe, aunque no tanto como lo hacía con nosotros los vendedores y en especial conmigo. Creo que era así porque la fábrica quedaba muy lejos y no tenía una extensión telefónica —según dicen las malas lenguas, los chicos del área la desaparecieron, y han venido varios técnicos de la compañía de teléfonos, pero vuelve a dañarse casi de inmediato.

El lugar era muy grande, con un almacén que abrigaba las órdenes de compra a punto de ser despachadas. A veces pasaban ahí semanas antes de ser entregadas a su comprador, en especial si el pedido era uno sólo, ya que a Nallan le daba prioridad a los grandes pedidos. Luego de la entrega exigía a los empleados de la Oficina de Facturación y Cobros que llamaran al lugar para pedirles que paguen —en eso el jefe era muy diligente—, pero usualmente era yo la que llamaba para cobrar. El área de manufactura era un infierno en potencia, el calor era insoportable, y no me explicaba como esos chicos podían es tar ahí tantas horas. Eran tres los empleados —Michael, Justin y Jake— y dos en el área de entrega —George y Mark. Para llegar a ese lugar teníamos que caminar mucho. Por todas partes se veían muebles y más muebles que franqueaban el lugar, tales como sillas ergonómicas, —aunque de eso no tenían mucho— escritorios de madera y de metal, armarios y archivos de metal. En fin había de todo para amueblar oficinas. Era tan grande el sitio que las personas que llegaban por primera vez se extraviaban. Muchas veces esos recovecos eran utilizados por alguno que otro empleado para vivir ahí sus clandestinos romances; una vez me enteré que Mark y Linda tenían algo nebuloso. Lo que más les atraía a esos románticos en potencia era que el lugar no contaba con cámaras de seguridad —no había presupuesto para eso.

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