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J. A. Cardona - Filosofía Helenística

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J. A. Cardona Filosofía Helenística
  • Libro:
    Filosofía Helenística
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
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  • Año:
    2015
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Filosofía Helenística: resumen, descripción y anotación

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Introducción conceptual e histórica a la filosofía helenística

Quien tenga una vaga y somera idea de historia y cultura griega tiende a considerar el pensamiento del período helenístico como el ocaso de un gran esplendor, el crepúsculo de un día glorioso del espíritu humano. Este período —situado entre la muerte de Alejandro Magno en 323 a.C. y la batalla de Actium de 31 a.C. , en la que Octaviano derrotó a Cleopatra y Marco Antonio, y anexó Egipto al Imperio romano— ha tardado mucho en recibir la atención que hoy se considera que merece. Durante siglos se lo tuvo, no solo en medios cultos extraacadémicos, sino incluso entre la flor y la nata de los estudiosos helenistas, por una fase de resaca o repliegue. Se creía que después de que la filosofía alcanzara su cumbre especulativa con el pensamiento idealista de Platón (c. 427-347) y su plenitud científica con las investigaciones de Aristóteles (384-322), las circunstancias históricas y tal vez cierto cansancio del espíritu habían llevado del optimista y confiado ímpetu de conocimiento del mundo exterior (Ideas y mundo) a un repliegue del individuo sobre sí mismo. Esta, más o menos, es la noción superficial que suele existir acerca de las escuelas filosóficas más representativas del período helenístico: cínica, epicúrea, estoica y escéptica. Según esta concepción, la filosofía, que habría alcanzado esforzadamente la cima del saber con sus dos más preclaros pensadores, se habría despeñado por la ladera opuesta con esas humildes escuelas.

Algo hay de cierto en esta percepción, porque incluso los tópicos tienen un componente de verdad. Si consideramos la filosofía como una actividad puramente teórica, centrada en un conocimiento desinteresado de las ideas y la realidad, un afán por descubrir sometido a un método riguroso, como la ciencia, pero dirigido a la esencia última de la realidad, las escuelas helenísticas representan, en efecto, una pronunciada decadencia respecto a los pensamientos platónico y aristotélico. Estos señalan la plenitud de la razón teórica en su actividad cognoscente, y aun cuando ambos grandes sistemas persiguieran fines prácticos o ético-políticos, su vuelo epistemológico era tan alto, amplio y confiado como el de un águila imperial, que con sus grandes alas desplegadas otea a placer todo cuanto se incluye dentro de los confines de su distante horizonte. En el aspecto teórico, estoicos y epicúreos no volaron tan alto, no miraron tan lejos. No construyeron grandes sistemas interpretativos de la realidad: Epicuro incluso tomó uno ya existente para explicar la esencia del mundo, que le pareció ya adecuado. Sin duda, desde una perspectiva de creatividad intelectual y vuelo teórico, los helenísticos quedan muy por debajo de Platón y Aristóteles. Cabría comparar, a aquel vuelo del águila imperial, con el mucho más humilde del herrerillo o del jilguero, que se posan de rama en rama y que no necesitan, para satisfacer sus necesidades, elevarse a grandes alturas en el aire. El genio especulativo de Platón y el rigor científico universal de Aristóteles alcanzan, a qué negarlo, puntos muy altos en la atmósfera del saber. Solo alguna otra rara avis ha podido volar tan alto a lo largo de los siglos.

Para entender el relieve de las escuelas helenísticas hay que adoptar el punto de vista adecuado, darse cuenta de lo que movía su actividad intelectual. No era un espíritu especulativo o teórico lo que las animaba, el impulso de la voluntad de conocer. Lo que buscaban y anhelaban era saber lo necesario para satisfacer lo que experimentaban como una necesidad acuciante: llevar una vida feliz conforme a la naturaleza humana. La aspiración y la ambición teóricas dejan paso en ellos a la necesidad ética. Todo lo que no conduzca al saber existencial o vivencial humano es, lisa y llanamente, irrelevante. Claro que no hay que extremar esta apreciación. Puesto que en tiempos helenísticos no se había producido aún el fenómeno moderno (y cristiano) de la separación entre ser humano y mundo físico o natural, la comprensión del lugar del hombre en el universo, imprescindible para hacerse una idea precisa del carácter del primero, requirió tanto a epicúreos como a estoicos adoptar una teoría física de la realidad, reflexionar acerca de los componentes básicos de todo lo existente, que también eran los de los seres humanos. No le dieron, pues, la espalda al aspecto material de la realidad. Pero este estudio físico no los alejó en ningún momento de su preocupación principal, la existencia humana. Por eso la física no los condujo (a diferencia de a Aristóteles) hacia la metafísica, sino que los devolvió de inmediato al hombre. Epicúreos y estoicos reflexionaron también acerca de la facultad de conocer, elaboraron su epistemología o gnoseología. Pero, de nuevo, este interés se subordina a la preocupación prioritaria, que es siempre la ética. Si interesa construir un modelo de conocimiento sólido que permita discernir lo verdadero y lo falso es precisamente por la necesidad de hallar con certeza lo que es bueno para la vida humana, en vez de ir dando palos de ciego.

La prueba fehaciente de que las filosofías helenísticas nos hablan directamente y pertenecen a nuestra cultura es que sus nombres están incorporados a nuestro vocabulario. Estoico, epicúreo, cínico y escéptico designan tipos humanos que cualquier persona con una cultura media sabe reconocer. Desde luego, el sentido que se les asigna dista mucho de responder con fidelidad a las doctrinas originales (sobre todo en el caso de los epicúreos), pero lo mismo cabría decir de otras expresiones tomadas de la filosofía y generalizadas en el uso común; lo que de costumbre se entiende por amor platónico no se encontrará en los diálogos de Platón. Aquí conviene subrayar que lo que los estudios universitarios han despreciado durante mucho tiempo resulta hoy de una actualidad muy superior, para una persona corriente, que las grandes construcciones teóricas de la Antigüedad.

También Platón había buscado en su indagación filosófica lo bueno para el hombre. Sus más diversas investigaciones —ontológica o metafísica, epistemológica, lingüística— confluyen en la encrucijada del ser humano. Y Aristóteles había dedicado buena parte de su obra (al margen de su abundante trabajo en ciencias naturales, lógica y metafísica) a la esfera antropológica: ética, política, poética. Pero entre la concepción antropológica platónico-aristotélica y la estoico-epicúrea hay una diferencia insalvable. Según la primera, el hombre es inconcebible al margen de la polis, está incrustado en ella, es un ser político y social (zoon politikón, literalmente «animal político» o «animal social»), no sería nada por sí mismo, al margen de sus semejantes: su valor y sentido radica en la capacidad de construir organizaciones comunitarias, en realizarse políticamente. Algo hay en esta visión del hombre que lo asemeja a la hormiga, la abeja y otros animales sociales. Platón y Aristóteles no habrían entendido, en absoluto, las ideas individualistas modernas y contemporáneas. El que alguien se viera a sí mismo como un ser aislado les habría parecido un grave error conceptual, cuando no un trastorno mental. El ciudadano ateniense, imbuido desde su más tierna infancia del orgullo de pertenecer a la polis, no podía concebirse con independencia de ella. Su realización personal no podía ser de tipo individual, tenía que producirse en el seno comunitario, pues como la hormiga y la abeja pertenecía plenamente al grupo. Tanto es así, que cuando Platón y Aristóteles dicen «ser humano» quieren decir, por un lado, «varón», y por otro, «ciudadano», excluyéndose por tanto, según salta a la vista, a las mujeres, los esclavos y los bárbaros. (Aristóteles pone más énfasis en la exclusión de los esclavos que en la de los no atenienses, seguramente porque él era meteco o extranjero, concretamente de Macedonia.)

Epicuro funda su comunidad en 307, y Zenón su escuela en 300, es decir, respectivamente solo quince y veintidós años después de la muerte de Aristóteles, y veinticinco más de la de Platón. En este breve lapso de tiempo, la concepción del hombre ha cambiado por completo. Ninguno de los dos fundadores concibe al hombre engastado en la polis, sino a un ser individual, singular y subjetivo dotado de sentimientos particulares, quien en todo caso desde su aislamiento específico, y no de entrada, decide relacionarse con los demás y tal vez participar en los asuntos públicos. Emerge, por tanto, una concepción muy moderna del ser humano, algo que, si bien introduciendo algunas pequeñas o grandes modificaciones, podría equipararse básicamente con lo que un bípedo pensante respondería a un encuestador que le preguntara en la calle por la opinión que tiene de sí mismo.

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