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PRIMERA PARTE
Depende mucho de la psicóloga, demasiado. Pero eso no le viene mal. No solamente porque hoy por hoy no sabría qué hacer sin ella, ni podría mantener a raya los pensamientos ansiosos, ni podría actuar en el Teatro Romea, sino porque se siente atraído por ella, tal como se supone que le debe de pasar a la mayoría de los hombres que se ponen en manos de una psicóloga. Se llama Eugenia Llort, y la conoció hace casi dos semanas, la noche del asesinato. Desde entonces se ven cada día: una especie de terapia intensiva. Una hora por la mañana, en la consulta, y casi dos horas por la noche, en el Teatro Romea, adonde ella acude como si fuera una espectadora normal y corriente. Se sienta en primera fila, en la butaca número dos, que él puede ver desde cualquier punto del escenario.
—Iré por si acaso —le dijo al principio.
Y no ha dejado de acudir.
Por la mañana, en la consulta, lo que él tiene que hacer es recordar la noche del asesinato. No lo recuerda todo, ni mucho menos. Lo que más recuerda es la mirada de la víctima, Marina C., una mirada en la que no había rabia ni odio, sino desconcierto, como si la pobre chica no entendiera por qué le habían disparado ni por qué se estaba desangrando. Intuía lo que más tarde ha terminado por saberse: que todo fue un error. Según fuentes policiales, un error relacionado con un asunto de drogas. No era a Marina C. a quien querían matar.
La primera persona que él, Héctor Amat, ha visto morir en cuarenta y cuatro años. Hasta ahora los dramas los había vivido en el escenario. Con la salvedad de que no se puede decir que viviera un drama; únicamente fue un espectador involuntario. Pasaba por allí, salía de trabajar del Romea, había ido al aparcamiento Ciutat Vella a buscar el coche para volver a casa. Tuvo suerte, no resultó herido (al menos físicamente).
Al cabo de un rato, no recuerda si mucho o poco, cosa que en estos momentos le preocupa, porque cree que debió llamar a urgencias inmediatamente (pero ¿cómo podía llamar, si no tiene teléfono móvil?), al cabo de un rato llegó Eugenia Llort. Era su primera guardia como psicóloga de emergencias. Lo acompañó. Lo apaciguó con sus manos blancas, venosas.
Desde aquella noche se siente desamparado ante la realidad. Tiene ansiedad. La ansiedad, de hecho, está ahí desde hace tiempo, pero hasta ahora no la había llamado así. No había puesto nombre a unos síntomas —la opresión en el pecho, el ritmo cardiaco acelerado— que la visión del asesinato ha multiplicado por diez, por cien.
Hasta ahora había oído hablar de la ansiedad, como todo el mundo, pero la relacionaba con personas nerviosas (y el suyo era un temperamento más bien tranquilo). Hasta ahora pensaba que la ansiedad era el nudo en el estómago al subir el telón. O bien que los ansiosos eran los otros, los actores histriónicos, de un carácter eruptivo. Actores desequilibrados. Y él, que se vanagloriaba de muy pocas cosas —tan solo de haber interpretado a lo largo de veintidós años algunos papeles de manera digna—, se veía a sí mismo como un hombre equilibrado, con los pies en la tierra.
Ahora ha perdido el equilibrio. No solo mental, también físico. No sabe exactamente si tiene mareos o vértigo, no sabe si es él quien da vueltas o lo de afuera. Por suerte estos días interpreta un personaje que bebe más de la cuenta, y los espectadores creen que sus andares torpes son intencionados, hasta el extremo de que lo aplauden. Tiene su gracia —por no decir que es patético— que a él, que es abstemio, lo aplaudan por interpretar a un tipo que no sabe beber.
El problema grave es el miedo. Eso es harina de otro costal. Según la psicóloga Llort, su sistema nervioso primitivo se ha vuelto hipersensible: intuye peligros donde no los hay. En la calle, mientras va andando, tiene miedo de abalanzarse sobre la gente. Y se pasa toda la tarde temiendo sufrir, por la noche, un ataque de ansiedad en mitad de la función ante cientos de espectadores. Como le ocurrió al también perfeccionista Daniel Day-Lewis. En 1989, mientras interpretaba Hamlet en el National Theatre de Londres, Day-Lewis comenzó a tener convulsiones y a llorar. No es cierto, como se ha especulado, que viera el fantasma de su padre. Sufrió un ataque de pánico, se marchó corriendo, dejó la representación a medias y desde entonces no ha vuelto a hacer teatro.
Si Héctor tuviera un ataque de pánico a media función, tendría que pedir la baja. Pero en Barcelona, a diferencia de Londres, no hay actores suplentes. En caso de que él se cogiera una baja, la obra que representa actualmente en el Romea, Suave es la noche, se tendría que suspender.
Va tirando gracias a la psicóloga. La ve como una especie de entrenadora personal, o una psicóloga de cabecera. Una psicóloga que, por la mañana y por la noche, lo protege de sí mismo, de sus pensamientos ansiosos. Y no porque él se lo haya pedido, no por un capricho de actor, sino porque ella, hoy por hoy, tiene pocos pacientes en la nueva consulta y puede ofrecerle su apoyo en cualquier momento.
La psicóloga Llort, la espectadora Llort. Provista de todas las virtudes: recta, disciplinada y, al mismo tiempo, con una gran dosis de humanidad. A veces, para sí mismo, la llama «la mujer perfecta», dado que siempre encuentra la actitud y las palabras oportunas para cada ocasión, sin retraerse ni excederse. Se agradece un poco de contención, por contraste con la desinhibición verbal y corporal de la que la mayoría de los actores y actrices hacen gala. En el transcurso de una conversación pasan de la inanición y el desmayo a la patochada y la histeria.
Él se pregunta hasta qué punto es eficaz la terapia o la terapeuta. La afabilidad exquisita con la que lo trata. La afabilidad: un medicamento que va liberando su principio activo.
O quizá lo efectivo es la manera en que lo escucha. Las parejas que él ha tenido hasta el momento —la mayoría actrices salvo la última, Ruth, periodista que ahora quiere ser su «mejor amiga»—, las parejas que él ha tenido hasta el momento no lo escuchaban tanto. Escuchan más bien poco, las actrices. De hecho, hoy en día poca gente escucha. Las mentes sobrecargadas de estímulos: desde el escenario se ven las pantallitas de los teléfonos móviles encendiéndose, apagándose.
Eugenia Llort lo escucha con un aprecio sincero, como si fuese una amiga, o una conocida que deseara ser amiga y que se interesara por él. Una buena entrevistadora: también parece eso. De vez en cuando salen de la consulta y pasean para que él vaya perdiendo los miedos y los vértigos. Entonces, como le aburre hablar de él, se permite alguna salida de tono, alguna exageración, y ella ríe, lo toma del brazo. Así pues, hay complicidad. Ella se ha pintado los labios y se ha arreglado con trajes elegantes de tonos amarronados, grises; la raya de los pantalones, impecable. Usa perfumes franceses. ¿Se arreglan tanto las psicólogas? ¿Y si se arregla para él?