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Cristina Rodriguez - La amazona de Esparta (Spanish Edition)

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Cristina Rodriguez La amazona de Esparta (Spanish Edition)
  • Libro:
    La amazona de Esparta (Spanish Edition)
  • Autor:
  • Editor:
    SG éditions
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  • Año:
    2016
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La amazona de Esparta (Spanish Edition): resumen, descripción y anotación

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Esparta, 481 a.c.
El deseo de vengar la muerte de su hermano lleva a thyia, joven ciudadana de esparta, a unirse al ejército como sirviente de anaxágoras, intrépido guerrero, al que odia con toda su alma, ya que lo cree culpable de esa muerte. disfrazada de muchacho, se introduce en un universo vedado a las mujeres y, sirviendo a su amo, empieza a conocerlo desde otra perspectiva mucho más favorable.
Thyia participa en la batalla de las termópilas, en la que anaxágoras resulta apresado y sometido a la esclavitud. siempre bajo su disfraz, thya parte en busca de este hombre al que ha aprendido a amar y por el que está dispuesta a correr las más peligrosas aventuras.
Esta apasionada pero sólida recreación histórica permite revivir una cultura y un universo poco conocidos, desde los detalles de la vida cotidiana a los usos y costumbres de la peculiar sociedad espartana.

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Cristina Rodríguez

LA AMAZONA

DE ESPARTA

SG éditions

Título original: Thya de Sparte

Primera edición: mayo, 2006

© 2016, SG éditions

© 2006, Random House Mondadori, S. L.

© 2004, Éditions Flammarion

© 2003, Cristina Rodríguez; tous droits réservés

Lluís Miralles de Imperial por la traducción en 2006

Cristina Rodríguez por la traducción y adaptación en 2016.

A Caius,

que sabe por que

ÍNDICE

LIBRO I : LA ESPARTANA

Capítulo 1

— Llegan, murmuró Delfia, apartándose de la cara una mecha morena. Escucha.

Los gritos de la criatura reverberaban en las laderas escarpadas de la montaña.

Silenciosas e inmóviles, les oímos ascender por los abruptos senderos del Taigeto *, donde habíamos accedido poco antes.

— No perdieron tiempo...

Salía el sol. Un rocío helado perlaba sobre las hojas de las zarzas que nos ocultaban, empapaba nuestra ropa de lana y se deslizaba por nuestros brazos desnudos. El muro de espinos constituía nuestro único parapeto entre la piedra y el precipicio. Diez pies de cornisa, a la que conducía un sendero estrecho que llamábamos «la culebra», nos separaban de este.

El aire cortante del alba no nos molestaba, habituadas como estábamos, desde nuestra más tierna infancia, a soportar los peores rigores del clima.

Sin preocuparme de las zarzas, que me rasguñaron la piel al levantarme, me adelanté hasta el borde del abismo moviendo las articulaciones anquilosadas de mis tobillos y rodillas.

— ¡Thyia! ¿Qué haces?

Me encogí de hombros y me volví hacia la zarzamora que acababa de interpelarme. La maraña vegetal ocultaba por completo a mi compañera.

— Aún están a medio camino.

Me mantuve lo más cerca posible del borde del abismo para contemplar, abajo, el valle verdeante donde serpenteaban las frescas aguas del Eurotas, el río que atraviesa el valle de Esparta. La brisa primaveral me azotó el rostro, y me levanté la ropa para dejar que me acariciara los muslos y me impregnara del perfume de los olivares, los huertos, las viñas y los cipreses.

Al pie del Taigeto, latía el corazón de Lacedemonia: Esparta. Una ciudad modesta, o mejor dicho, una constelación de pueblos desprovistos de murallas esparcidos por las fértiles colinas.

Panfila, mi nodriza, me había explicado que el nieto del jefe de los legetos, Eurotas, canalizó un día las aguas cenagosas hacia el mar, creando un río al que dio su nombre. Su hija, Esparta, se desposó con Lacedemón, el hijo de Taigeta, heroína epónima del monte Taigeto, y rebautizó al país y al pueblo con su propio nombre. Luego llegaron los heraclidas, descendientes de Heracles, hijo de Zeus, y su larga dinastía real para conquistarla y habitarla. La modestia, debo reconocerlo, no ha sido nunca una de nuestras principales cualidades...

Los gritos del niño me hicieron estremecer. El grupito avanzaba deprisa y estaba más cerca de lo que había creído.

— ¡Thyia, vuelve a esconderte!

El pulso se me aceleró. Oí sus risas y los guijarros que rodaban bajo sus pies y rebotaban por las laderas accidentadas de la montaña. Podía sentir cómo la sangre me latía en las sienes. Mis piernas querían correr hacia las zarzas, pero mi alma se negaba a hacerlo. El peligro me embriagaba. En esa época todavía no había tenido suficiente contacto con él para temerlo.

— ¡Thyia!

— ¡Chis...! Te van a oír.

— ¡Thyia!

— Mira que eres cobarde— la pinché mientras volvía a su lado.

— ¡Repítelo y te hago tragar la lengua!

Sus pupilas ambarinas se inflamaron y yo la miré bizqueando. Aunque Delfia asustaba a las otras chicas, a mí siempre me había divertido aquella manía que tenía de tomarlo todo al pie de la letra. No hacía falta gran cosa para sacarla de sus casillas, y, aparte de mí, eran pocas las que no habían llegado a las manos con ella por cualquier tontería.

Mi compañera sonrió y me tiró cariñosamente de la oreja.

— Estoy segura de que lo dejarán en el borde y se irán.

Moví la cabeza, dubitativa.

— No. Lo tirarán al agujero.

— ¿Y por qué estás tan segura de que lo harán?

— Es una simple cuestión de disciplina. Si les dicen: «Tú, tíralo», lo tiran. Será Hysmón quien lo haga— añadí cogiendo una mora— . Después de todo, es su hijo.

— ¿Tan enclenque es el crío?

Comí el fruto y asentí.

— Una larva, por lo que me ha dicho Panfila.

— Aquí están... Y el sol nos da en la cara. ¡Qué mala pata!

Entrecerré los ojos para observar a los hoplitas,* que recuperaban el aliento en la cornisa. Enseguida reconocí a los dos primeros: Hysmón y mi hermano, Brásidas. Sus siluetas atléticas se recortaban en el resplandor pálido del carro solar.

Delfia me miró, confusa, y yo respondí encogiéndome discretamente de hombros. ¿Qué hacía mi hermano ahí?

La respuesta llegó con el tercer y último soldado. Vestido con el manto púrpura de los guerreros, el recién llegado sacaba una cabeza y doblaba en anchura a los otros dos. Aunque nos daba la espalda, cualquiera hubiera reconocido la insólita cabellera rubia, larga hasta la cintura, del joven coloso Anaxágoras.

— Solo faltaba este...— suspiré.

En unos meses, aquel hombre brutal había transformado a mi hermano menor en un soldado obtuso, sediento de lucha y siempre dispuesto a alabar las proezas del personaje que se había convertido en su eispnelas:* el «valeroso», el «inquebrantable» Anaxágoras. Brásidas no se cansaba de pronunciar epítetos cuando se trataba de hacer resplandecer el thorax* de ese presumido, que en aquel momento sostenía bajo el brazo a un niño de pecho como si llevara un paquete de ropa sucia.

— Acabemos con esto— dijo con voz monótona, mientras tendía el niño a Hysmón.

Sostenido cabeza abajo por los pañales de lana basta, el crío pataleaba lanzando chillidos patéticos.

Mi hermano apartó la mirada, y Anaxágoras le sujetó la larga cabellera morena con la mano libre para forzarle a girar la cabeza.

— Deja— murmuró Hysmón, atrapando al niño sin la menor dulzura.

Pero no por eso el joven coloso soltó a mi hermano, sino que, al contrario, lo sujetó con más fuerza. Una nube veló el sol por un instante, y vi cómo Brásidas se mordía la lengua para no gemir bajo el doloroso tirón. Su eispnelas le dirigió una sonrisa sardónica y las finas cicatrices que cruzaban su rostro de lobo se retorcieron como anguilas.

— ¿Quieres matar a tus enemigos y desfalleces a la vista de un niño de teta maltrecho?

— Estoy bien— replicó Brásidas con voz ahogada.

Anaxágoras retrocedió un paso en mi dirección y yo me aplasté contra la roca conteniendo el aliento. El viento de la mañana arrastró su olor hasta mi nariz, una curiosa mezcla de piel húmeda e hisopo, nada desagradable, por cierto.

— ¡Dáselo!— le dijo a Hysmón, señalando al niño con el mentón.

El interpelado abrió desmesuradamente sus ojos bovinos y tendió el fruto de sus gónadas a mi hermano. Condicionado a obedecer ciegamente cualquier orden, fuera la que fuese, y aunque emanara, como en este caso, de un igual, Hysmón la cumplía primero y luego hacía las preguntas. Si es que se le ocurría preguntar...

— ¿Por qué?— dijo con su habitual elocuencia, apartándose las greñas de la cara con un movimiento brusco de la cabeza.

Anaxágoras no se tomó la molestia de responder; seguía desafiando a Brásidas con la mirada.

Nadie en Esparta podía jactarse de haber fijado la vista en aquellos ojos extraños, venenosos, y no haber sentido cierto malestar. Aquella mirada, del gris azulado de las nieves eternas del Taigeto, tenía también su misma frialdad cortante.

— Maldito canalla...— articulé silenciosamente.

Mi hermano tragó saliva varias veces y cogió al bebé con una seguridad que estaba lejos de sentir; lo conocía demasiado bien para no darme cuenta.

— Han dicho que debía hacerlo yo— balbuceó Hysmón mordisqueándose la barba negra.

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