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Marc Pastor - El año de la plaga

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Marc Pastor El año de la plaga
  • Libro:
    El año de la plaga
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    www.papyrefb2.net
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El año de la plaga: resumen, descripción y anotación

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Últimamente, a Víctor Negro le duele mucho la cabeza. Su novia le ha dejado y no se ve capaz de superarlo. Es un agosto bochornoso en Barcelona, pero él no tiene vacaciones. Las compañeras de trabajo de este asistente social que se dedica a la atención a la tercera edad están empeñadas en buscarle una nueva compañía femenina, y él las deja hacer con resignación. Todo transcurre lentamente, entre la migraña, el desamor y el calor estival, hasta que una oleada de suicidios de ancianos dispara todas las alarmas. En las casas de los muertos aparece invariablemente una maceta con una planta de eucalipto despidiendo un olor dulzón, y los familiares parecen demasiado resignados ante una pérdida tan trágica. Las noticias en los medios de comunicación son confusas: un misterioso virus con poder curativo convive con una mutación muy agresiva de la gripe A. La conexión a Internet desaparece, y los teléfonos móviles pierden la cobertura. En la televisión reponen películas antiguas. Todo es demasiado extraño, y Víctor Negro está decidido a averiguar qué pasa.A medio camino entre el thriller y la ciencia ficción, El año de la plaga es una trepidante historia ambientada en Barcelona que rinde homenaje a la cultura pop de nuestros tiempos.

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Últimamente, a Víctor Negro le duele mucho la cabeza. Su novia le ha dejado y no se ve capaz de superarlo. Es un agosto bochornoso en Barcelona, pero él no tiene vacaciones. Las compañeras de trabajo de este asistente social que se dedica a la atención a la tercera edad están empeñadas en buscarle una nueva compañía femenina, y él las deja hacer con resignación. Todo transcurre lentamente, entre la migraña, el desamor y el calor estival, hasta que una oleada de suicidios de ancianos dispara todas las alarmas. En las casas de los muertos aparece invariablemente una maceta con una planta de eucalipto despidiendo un olor dulzón, y los familiares parecen demasiado resignados ante una pérdida tan trágica. Las noticias en los medios de comunicación son confusas: un misterioso virus con poder curativo convive con una mutación muy agresiva de la gripe A. La conexión a Internet desaparece, y los teléfonos móviles pierden la cobertura. En la televisión reponen películas antiguas. Todo es demasiado extraño, y Víctor Negro está decidido a averiguar qué pasa.A medio camino entre el thriller y la ciencia ficción, El año de la plaga es una trepidante historia ambientada en Barcelona que rinde homenaje a la cultura pop de nuestros tiempos.

Marc
Pastor
EL AÑO
DE LA
LA PLAGA
Título original catalán: L’any de la plaga
© Marc Pastor, 2010
C/O The Ella Sher Literary Agency
© de la traducción: Marta Alcaraz, 2010
© de esta edición digital: RBA Libros, S. A., 2013.
ISBN: 978-84-9006-996-7
Para Eva
across the universe
«El tiempo es ahora, el lugar es aquí.»
ROD SERLING, La dimensión desconocida
«I got soul but I’m not a soldier.»
THE KILLERS, All These Things I’ve Ever Done
«Nowhere to run to, baby
Nowhere to hide
Got nowhere to run to, baby
Nowhere to hide
It’s not love
I’m running from
It’s the heartaches
That I know will come
’Cause I know
You’re no good for me
But you’ve become
A part of me
Everywhere I go
Your face I see
Every step I take
You take with me, yeah
I know you’re
No good for me
But free of you
I’ll never be, no
Nowhere to run
Nowhere to hide
From you, baby
Just can’t get away
No matter how I try.»
MARTHA AND THE VANDELLAS, Nowhere to Run

1
Necesito un Apocalipsis o, por lo menos, unas vacaciones.
Esta maldita migraña que no se sabe de dónde viene —si de la falta de sueño, del calor infernal que castiga Barcelona, de la cháchara interminable de los armenios del edificio de al lado, de los ladridos esquizoides de los perros del vecino de arriba o del primer verano sin Irene— terminará matándome.
Menos mal que siempre me ha gustado trabajar en verano.
Hot town, summer in the city, decía la canción; all around people looking half dead.
Hay tan poco tráfico que el trayecto al trabajo se reduce a la mitad de tiempo. El barrio está medio vacío, quien más quien menos se ha marchado al pueblo. Y tengo muchos menos usuarios de los que estar pendiente. Me paso el mes de julio recibiendo llamadas de abuelos que, inusitadamente contentos, me dicen vete de vacaciones, majo, que yo vuelvo en septiembre, cuídate mucho. Estoy más tranquilo y salgo a charlar un rato a la puerta del despacho con las compañeras del SAD (el Servicio de Atención a Domicilio), y luego, vuelta a casa a pasar calor. Cada año la misma historia, el verano más caluroso del que se tiene memoria, como si la Tierra se hubiera salido de su órbita y avanzase derecha hacia el sol una y otra vez.
Pero Irene no está, el planeta sigue girando y a mí me toca los huevos tener que abroncar a Wilma, la auxiliar de limpieza, porque tomar el sol en la terraza de la señora Elisenda no es ético, por mucho que ella insista en ofrecerte una Coca-Cola Light, guapa, y siéntate aquí, que te pondrás bien morena.
—¿A ti esto te parece normal, Wilma?
Me escuecen los ojos, estoy sudando, y tener que llamarle la atención me da mucha pereza.
—La señora insistió.
—¡La señora puede decir misa! Pasa la escoba, lava los platos, quita el polvo. ¿Recuerdas que te haya dicho que tomaras el sol?
—No.
—No. ¡No lo recuerdas porque no te lo dije!
Wilma baja la mirada, aunque yo sé que no se arrepiente de nada.
—No lo haré más.
Volverá a hacerlo. Siempre vuelven a hacerlo.
—Esto es una advertencia. A la tercera vas a la calle.
Ya estamos en la calle, en la portería de un bloque de pisos de la plaza Llucmajor. La amenaza surte poco efecto y se evapora sobre el asfalto.
A esto es a lo que me dedico: a regañar a mujeres adultas que cuidan a personas mayores.
A veces me pregunto por qué demonios estudié trabajo social, si no me gusta la gente. Qué me empujó a dedicarme profesionalmente al trato con personas, cuando lo que más me apetece es estar solo o con... con Irene. Sé cómo entré en la facultad: medio engañado, cuando, a los dieciséis, Nicoletta y yo nos propusimos estudiar juntos en la universidad. La típica novieta de instituto que dura un par de años (ciento cuatro fines de semana) y dirías que tiene que ser para toda la vida, y que resulta que el primer semestre de facultad me cita en el bar —dónde, si no— y me dice que tenemos que hablar. Como toda persona bien informada sabe, tenemos que hablar es la fórmula universalmente consensuada para cortar una relación, y suele acompañarse de los enunciados «me gustas como amigo», «no eres tú, soy yo», o la demoledora «he conocido a otro hombre».
Así que estudié una carrera en la que sólo había chicas mientras a Nicoletta le comía la boca un primo lejano de Roma que había venido a... bueno, que había venido a comerle la boca y basta.
Ese seudoharén podría parecer el sueño de todo chaval con la mayoría de edad recién estrenada si no fuera porque yo ya había empezado a desarrollar cierto grado de misantropía. Cuando no jugaba con la consola, leía; si me cansaba, me iba al cine. Era la época preinternet, claro. Lo que fuera antes de quedar con esas estiradas de universidad de pago, niñas bien que querían salvar el mundo. Algunas iban para monja, pero como lo del celibato no les atraía demasiado, vieron en trabajo social su plan B. Otras se limitaban a matar el rato hasta que llegara el momento en que, desde el cuartel general de Mango, pudieran dominar el holding empresarial de papá. Las de un grupito llegaron a creerse que lo que estudiaban les resultaría útil algún día, y finalmente descubrieron que no, que la universidad no es más que un trámite, que lo que cuenta es dónde te mojas luego y qué estás dispuesto a sacrificar.
Soy de una generación que creció con Sensación de vivir: gente de treinta años fingiendo estar en los dieciséis mientras los de quince simulábamos ser adultos de treinta. Eso no podía acabar bien. Comportaría, por fuerza, secuelas psicológicas irreparables.
—Hay algo que entonces me sorprendía y que todavía sigue carcomiéndome: ¿sabes qué quería ser Brandon de mayor? —le pregunto a Casu después de echar un trago de cerveza en una terraza de la plaza Àngel Pestanya—. De todavía más mayor, quiero decir.
—No lo sé. Yo sólo miraba la serie por Jenny Garth, la rubita.
—Quería ser médico.
—Es posible.
Casu se pasa la mano por el cabello y mira a su alrededor. La camarera china le sostiene la mirada y sonríe tímidamente esbozando una mueca. Él finge ignorarla, pero sé que es demasiado presumido como para haber pasado el gesto por alto. Con las greñas de progre de los setenta, gafitas de intelectual y cuerpo de Simba, el Rey León, no es extraño que llame la atención.
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