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Amy Liptrot - En islas extremas

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Amy Liptrot En islas extremas
  • Libro:
    En islas extremas
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  • Año:
    2017
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En islas extremas: resumen, descripción y anotación

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Un hermoso libro de memorias sobre vivir en los límites, sobre la capacidad de la naturaleza para renovar la esperanza y restaurar la vida. La propia autora, Amy Liptrot, regresa desde Londres a la granja en las islas Orcadas (Escocia) donde pasó su infancia. Sin embargo, y después de una década viviendo al límite en la ciudad —hasta perderlo todo, atrapada y vacía por sus adicciones—, no encuentra un espacio en la isla ni en sus recuerdos donde recuperar el control de su vida. Será solo después de nadar por las mañanas en las frías aguas del mar, de rastrear la vida silvestre de las aves y buscar durante la noche la aurora boreal, cuando Amy descubra que vivir rodeada por el mar, la tierra, el viento y la luna puede renovar su esperanza y restaurar su vida. En islas extremas es un libro de memorias hermoso e inspirador.

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AMY LIPTROT Orkney 1986 es una periodista y autora británica Ganó el Premio - photo 1

AMY LIPTROT (Orkney, 1986) es una periodista y autora británica. Ganó el Premio PEN Ackerley 2017 y el Premio Wainwright 2016 por sus memorias The Outrun (2016). Además de escribir para los principales periódicos, como The Guardian y The Observer, Amy ha trabajado como modelo artístico, saltadora de trampolín y en una fábrica de mariscos.

En islas extremas describe su experiencia de volver a vivir en Orkney, donde creció en una granja, para continuar su rehabilitación después de diez años en Londres, durante los cuales había recurrido al alcoholismo y al consumo de drogas.

Liptrot vive en Inglaterra con su único hijo y en 2019 llevaba ocho años sin alcohol.

PREFACIO

EN MEDIO DEL ZUMBIDO de las palas de un helicóptero, por la pista del aeropuerto de la isla, llevan en una silla de ruedas a una joven con su bebé recién nacido en brazos hacia un hombre con camisa de fuerza, al que empujan en otra silla de ruedas desde la dirección opuesta.

Ese día, los dos jóvenes de veintiocho años habían sido atendidos en el pequeño hospital cercano. A la mujer la ayudaron a dar a luz a su primer bebé. Al hombre, gritando y fuera de sí, lo inmovilizaron y lo sedaron.

Las Orcadas —un grupo de islas al norte de Escocia, desgastadas por el mar y maltratadas por el viento, entre el mar del Norte y el Atlántico— gozan de una variedad de servicios: hospital, aeropuerto, cine, dos institutos y un supermercado. Lo que no hay, sin embargo, es una unidad de psiquiatría para personas diagnosticadas con enfermedad mental, que representan un peligro para sí mismos y para los demás. Si hay que internar a alguien, según lo dispuesto en la legislación de salud mental, lo trasladan al sur, a Aberdeen.

Visto desde arriba, desde un avión que lleva a los trabajadores a una plataforma petrolífera o trae sacas de correos de Escocia, la pista del aeropuerto llama la atención en el paisaje abierto y sin árboles. A menudo, cierra varios días por fuertes vientos o bruma, y es allí donde se produce el drama diario de la partida y el regreso bajo la torre de control, entre las islas bajas y el vasto cielo.

Esta tarde de mayo, mientras las margaritas cierran los pétalos preparándose para la noche, los araos aliblancos y las gaviotas tridáctilas vuelven a los acantilados con anguilas para alimentar a sus crías y las ovejas se refugian junto a los muros de piedra, mi historia comienza a desplegar las alas. Mi llegada a este mundo insular coincide con el momento en el que se llevan a mi padre. Mi nacimiento, tres semanas antes, ha provocado un episodio maníaco.

Mi madre le presenta al hombre —mi padre— a su diminuta hija y me coloca un segundo en su regazo antes de que lo suban al avión y se lo lleven. Lo que le dice mi madre queda velado por el sonido del motor o se pierde en el viento.

1
EL PÁRAMO

EL DÍA DE MI REGRESO me refugio junto a un congelador viejo al lado de unas ortigas y contemplo las nubes avanzando sobre el mar. El romper de las olas no suena muy distinto al tráfico de Londres.

La granja se encuentra en la costa oeste de la isla principal y de mayor tamaño de las Orcadas, en la misma latitud que Oslo y San Petersburgo, separada de Canadá solo por acantilados y océano. A medida que cambiaban las prácticas agrícolas, se fueron añadiendo a la granja nuevos edificios y maquinaria, pero los aperos y cobertizos antiguos seguían allí, carcomidos por el salitre. La pala de un tractor roto hace las veces de abrevadero para las ovejas. Los compartimentos de los establos, donde en una época se ataba el ganado, ahora estaban llenos de maquinaria obsoleta y muebles que teníamos en casa. En aquel granero colgué de las vigas un columpio de cuerda y me balanceaba cabeza abajo, sujetándome con las rodillas, sobre una verja que ahora está tirada en el suelo oxidándose.

Al sur, la granja se extiende por la costa hasta un tramo más arenoso, la bahía de Skaill, una playa de kilómetro y medio donde se encuentra el asentamiento neolítico de Skara Brae. Al norte, la granja sigue los acantilados hasta un terreno elevado donde crece el brezo. Cada parte de la granja tiene un nombre prosaico: la «parcela delantera», con su sendero que conduce a la casa, o la «parcela de las ovejas», cercada por muros de piedra. La más grande de todas, el páramo, es un tramo de costa en la linde de la granja donde el pasto se mantiene corto, maltratado todo el año por el viento y las olas. En el páramo, las ovejas y sus corderos pastan en verano una vez que los sacan del redil de cría. Es el lugar donde las vacas de las tierras altas de Escocia, rojizas y con enormes cuernos, pasan el invierno retozando bajo el cielo inmenso.

Algunos archivos históricos sobre agricultura dividen las granjas en dos partes: el terreno cultivable cercano a la casa y el más alejado, o páramo, de pastos agrestes y sin cultivar, que solían encontrarse en las laderas de las colinas. Antiguamente, este pastizal lo compartían a menudo varias granjas. Era la zona más alejada de la granja, medio indómita, donde coexisten animales domésticos y salvajes. Los humanos no suelen visitarla, lo que permite a los seres fantásticos vagar por allí a sus anchas. En el folclore orcadiano se cuenta que los trolls viven en comunidades en los montículos y cavidades de las colinas y hay relatos de hillyans, unos pequeños seres que emergen de la tierra agreste en verano para hacer travesuras.

En una fotografía del páramo de principios de los ochenta salgo a hombros de mi padre, mientras él y mi madre le enseñan a unos amigos ingleses, que estaban de visita, el terreno de apariencia inhóspita que habían comprado. Mis padres querían comprar una granja y viajaron cada vez más hacia el norte hasta que encontraron una que podían permitirse. Fue una sorpresa tanto para sus familiares y amigos, que dudaban que pudieran conseguirlo, como para la población local. Los orcadianos ya habían visto a muchos sureños idealistas mudarse a las islas y marcharse después de un par de inviernos.

Crecí junto a estos acantilados. Nunca me han dado miedo las alturas. Cuando éramos pequeños, mi padre nos llevaba a pasear por el borde de los acantilados. Me soltaba de la mano de mi madre para asomarme a las aguas revueltas. La granja estaba delimitada por laja gris —en forma de acantilados o bloques enormes—, y este material monumental, junto con las fuerzas implacables de la naturaleza, conformaba los límites de la isla y de mi mundo.

Teníamos un perro que se precipitó al vacío. El cachorro de collie estaba persiguiendo conejos durante el vendaval, no se percató de la altura y no volvimos a verlo.

Es un día de viento. Dejo mi refugio junto al congelador y recorro el páramo por primera vez en muchos años, respirando profundamente. La granja no tiene árboles y en este paisaje despejado se percibe la inmensidad del espacio.

Todas las rocas forman una pendiente hacia el mar. Como llevo las botas de agua, camino por las grietas entre las piedras para no resbalarme. Algunos mechones que se me han escapado de la coleta se me meten en los ojos y en la boca, y la brisa del mar hace que se me peguen a la cara, como cuando era niña y seguía a los perros ovejeros por debajo de las vallas y por encima de los muros de piedra.

Llego a mi lugar preferido: un bloque de piedra que se mantiene en equilibrio de manera precaria en el borde de un acantilado. Venía cuando era adolescente, con los cascos puestos, muy arreglada y frustrada, y miraba al horizonte deseando escapar. Desde mi piedra, observaba las olas estrellarse contra las rocas y las gaviotas, y los aviones de combate sobrevolando el mar.

Desde aquí, en los días despejados, mirando al sur en dirección al estrecho de Pentland, puedo ver las cimas de las montañas escocesas Ben Hope y Ben Loyal, así como el cabo Wrath. Más o menos a la altura del horizonte, al oeste del páramo, se encuentra el islote Sule Skerry, que albergó en una época el faro habitado más remoto de Gran Bretaña. En el mar, meciéndose en la superficie, puedo divisar los aparatos de energía undimotriz que estaban probando los ingenieros. Hay marea baja y debajo de mí, en la base del acantilado, quedan a la vista las rocas donde encalló un pesquero cuando yo tenía once años.

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