Elijo un día de invierno primaveral a principios de abril de 1909. Henrik Bergman acaba de cumplir veintitrés años y estudia Teología en la Universidad de Upsala. En este momento va subiendo por la calle Östra Slottsgatan camino de Drottninggatan y el hotel Stad, donde va a encontrarse con su abuelo paterno. Aún queda nieve en la cuesta del castillo, pero el aguanieve corre por los arroyos y las nubes desfilan en procesión.
El hotel es un edificio alargado de dos plantas, agazapado bajo la catedral. Los grajos graznan alrededor de las torres y un pequeño tranvía azul va bajando la cuesta con cuidado. No se ve un alma. Es sábado por la mañana, los estudiantes duermen y los profesores preparan sus conferencias.
Sentado en la recepción hay un hombre entrado en años y de mirada distinguida, leyendo el periódico Upsala Nya. Hace esperar a Henry un conveniente número de instantes, dobla a continuación la página y dice con cortesía nasal que sí, que el abuelo del señor lo espera en la habitación 17, por la escalera de la izquierda. Seguidamente se ajusta los quevedos y vuelve a la lectura. Se oyen ruidos y voces de mujer en la cocina. Un olor acre a cigarro apagado y a arenque frito se funde con el humo de una poderosa estufa de carbón que retumba en un rincón.
El impulso de Henrik es huir, pero las piernas lo suben por la crujiente y alfombrada escalera de madera y lo conducen a través del pasillo amarillento hasta la puerta 17. Junto al umbral están las botas recién lustradas del abuelo. Henrik respira profundamente antes de llamar. Una voz sonora, bastante clara, dice pasa, pasa, está abierto.
La habitación es grande, con tres ventanas que dan al patio empedrado, a las cuadras y a los todavía desnudos olmos. En la pared larga hay dos camas con los cabeceros de caoba. En la pared de enfrente campea el lavabo con la palangana, las jarras y unas toallas bordadas en rojo. El mobiliario se completa con un tresillo y una mesa redonda sobre la que hay una bandeja de desayuno. Sobre las tablas nudosas del suelo se extiende una gastada alfombra de incierta procedencia oriental. En el empapelado marrón y de suave dibujo de las paredes cuelgan grabados de cobre con motivos de caza.
Fredrik Bergman se levanta trabajosamente del sillón y va al encuentro de su nieto. Es un hombre alto, más alto que el muchacho, fuerte y huesudo, de nariz grande, pelo gris y corto, patillas, pero sin barba ni bigote. Tras la montura de oro de las gafas miran los ojos azul oscuro con los cercos un poco enrojecidos. Extiende una mano fuerte con las uñas rotas, pero limpias. Ambos hombres se saludan sin sonreír. El viejo le señala a su nieto una silla de gastada funda y patas torneadas.
Fredrik Bergman permanece de pie contemplando a Henrik con curiosidad, pero sin complacencia. Henrik mira a través de la ventana. Un carro arrastrado por dos caballos rueda con estrépito sobre los adoquines del patio. Cuando se calla el ruido, toma el abuelo la palabra. Habla de modo meticuloso y claro, como quien está acostumbrado a hacerse entender y obedecer.
FREDRIK BERGMAN: Como ya sabrás, tu abuela está enferma. La operó hace unos días el doctor Oldenburg en el Hospital Clínico. Dice que no hay ninguna esperanza.
Fredrik Bergman calla y se sienta. Sigue con la punta del bastón los dibujos de la alfombra, parece muy interesado en ellos. Henrik endurece su corazón y se muestra indiferente. Su hermoso rostro está tranquilo, los ojos grandes de un azul suave, la boca fuertemente apretada bajo el cuidado bigote: yo no diré ni una palabra, yo a escuchar, ese hombre que está ahí no tiene nada importante que decirme. El abuelo carraspea, la voz es firme; el habla, lenta y clara con una sombra de acento.
FREDRIK BERGMAN: Tu abuela y yo hemos hablado bastante de ti estos últimos días.
Alguien ríe en el pasillo andando a paso rápido. Un reloj da los tres cuartos.
FREDRIK BERGMAN: Tu abuela dice, y lo ha dicho siempre, que cometimos una injusticia con tu madre y contigo. Yo sostengo que cada uno tiene que asumir la responsabilidad de su vida y de sus propios actos. Tu padre rompió con nosotros y se trasladó a otro sitio con su familia. Fue su decisión y su responsabilidad. Tu abuela dice, y lo ha dicho siempre, que debíamos habernos ocupado de ti y de tu madre cuando murió tu padre. Mi opinión era que él había hecho su elección, tanto para sí mismo como para su familia. La muerte, a ese respecto, no cambia nada. Tu abuela siempre ha dicho que hemos sido despiadados, que no nos hemos comportado como buenos cristianos. Ese es un razonamiento que yo no entiendo.
HENRIK (de súbito): Si usted me ha llamado para explicarme su postura respecto a mi madre y a mí, le diré que la sé y la he sabido siempre. Cada cual responde de sí mismo. Y de sus actos. En eso estamos de acuerdo. ¿Puedo irme ahora? Es que tengo que preparar un examen. Siento que mi abuela esté enferma. Quizás usted sea tan amable de saludarla de mi parte.
Henrik se levanta y mira a su abuelo con un desprecio tranquilo y sincero. Fredrik Bergman hace un gesto de impaciencia que se propaga a través de todo su corpachón.
FREDRIK BERGMAN: Siéntate y no me interrumpas. No voy a extenderme mucho. ¡Que te sientes, digo! Tal vez no tengas ningún motivo para quererme, pero eso no significa que tengas que ser maleducado.
HENRIK (se sienta): ¿Y bien?…
FREDRIK BERGMAN: Tu abuela me ha dicho que hable contigo. Dice que es su último deseo. Dice que vayas a verla al hospital. Dice que quiere pedirte perdón por todo el daño que yo y ella y nuestra familia os hemos hecho a ti y a tu madre.
HENRIK: Cuando yo era un recién nacido y mi madre viuda, hicimos el largo camino desde Kalmar hasta su finca en busca de ayuda. Nos asignaron dos cuartuchos en la ciudad de Söderhamn y una pensión de treinta coronas al mes.
FREDRIK BERGMAN: Fue mi hermano Hindrich quien se ocupó de las cosas prácticas. Yo no tuve nada que ver con el arreglo económico. Tu abuela y yo vivíamos en Estocolmo durante el año legislativo.
HENRIK: Esta conversación no tiene el más mínimo sentido. Además, es penoso tener que ver cómo un señor mayor, al que siempre he respetado por su falta de humanidad, pierde la cabeza de repente y se pone sentimental.
Fredrik Bergman se levanta y se coloca frente a su nieto. Se quita las gafas de oro con un gesto iracundo.
FREDRIK BERGMAN: No puedo volver al lado de tu abuela diciéndole que te niegas. No puedo volver junto a ella diciéndole que no quieres ir a verla.
HENRIK: Pues a mí me parece que no hay otra salida.
FREDRIK BERGMAN: Voy a proponerte una cosa. Yo sé que tus tías, las de Elfvik, os han concedido un préstamo para que puedas arreglártelas aquí, en Upsala. También sé que tu madre se gana la vida dando clases de piano. Te ofrezco la cancelación del préstamo y una pensión adecuada para tu madre y para ti.
Henrik no contesta. Contempla la frente del anciano, sus mejillas, la barbilla en la que hay una pequeña herida producida al afeitarse por la mañana. Observa la gran oreja, el pulso que late en la garganta por encima del cuello almidonado.
HENRIK: ¿Qué quiere usted que le conteste?
FREDRIK BERGMAN: Te pareces mucho a tu padre, ¿sabes, Henrik?
HENRIK: Eso dicen, sí. Mi madre lo dice.
FREDRIK BERGMAN: Yo nunca pude entender por qué me odiaba tanto.
HENRIK: Ya me he dado cuenta de que usted nunca lo entendió.
FREDRIK BERGMAN: Yo fui campesino y mi hermano sacerdote. Nadie nos preguntó nunca lo que queríamos o lo que no queríamos. ¿Por qué ha de tener tanta importancia?
HENRIK: ¿Importancia?
FREDRIK BERGMAN: Yo nunca he sentido ni odio ni amargura hacia mis padres. O tal vez lo haya olvidado.
HENRIK: ¡Qué práctico!
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