EL DESEXILIO (1988-2000)
Partimos de Roma rumbo a Chile el 17 de septiembre, haciendo escala en Argentina. Allá en Buenos Aires nos esperaban amigos fieles para damos un saludo de bienvenida y despedimos en este regreso tan simbólico a la patria; estaban Víctor Heredia, Mercedes Sosa y León Gieco.
Aterrizamos en Santiago durante la mañana del 18 de septiembre del año 1988. No pudimos hacerlo en la línea aérea chilena LAN porque fuimos cancelados a última hora del vuelo, en un último acto de molestia y venganza del Gobierno de Pinochet hacia nuestro grupo. Tuvimos que cambiarnos a Aerolíneas Argentinas. Día memorable e indeleble en la mirada retrospectiva que cada tanto hacemos de la vida. Muchos y muchas nos esperaban en el aeropuerto, ¿cinco mil personas? Se habla de esa cifra y no me parece exagerada. Nos subieron a una micro, a este emblema capitalino que siempre ha sido una especie de coctelera para los usuarios, dignamente destartalada, como para que nos zambulléramos sin medios trámites en algo importante de la chilenidad perdida.
Al cabo de unos minutos estábamos arriba de un improvisado camión que hacía las veces de escenario, cantando «Vuelvo» y «El pueblo unido jamás será vencido» a voz en cuello y mirando de reojo la Cordillera de los Andes y los volantines que competían arriba de nuestras cabezas. Era un terreno eriazo de la población Cañada Norte en la comuna de Lo Prado. Fue un modo casi exagerado de volver. No era fácil controlar las emociones y los nudos que aparecían tanto en la garganta como en el estómago. La vista no daba abasto a tanto rostro familiar y a la curiosidad por encontrar en la muchedumbre a aquellos que habíamos perdido de vista quince años antes. Volvimos, como dice nuestra canción: … sin humillarnos y sin pedir perdón ni olvido.
Hacía un buen tiempo que la militancia partidaria se había aflojado y ya no existían lazos consistentes que nos unieran a nuestra pasada y ordenada estructura política. Habíamos dejado de militar y, en verdad, se había —como se decía entonces— extinguido el empuje propulsivo de las ideas otrora revolucionarias. La debacle poco elegante del mundo socialista, la ausencia de una reflexión seria y potente, la poca certeza y prontitud en relación a la dinámica vida política interna, todas estas cosas nos tenían seguramente lejos de aquella adhesión fuerte que en cambio habíamos vivido en el pasado. Paradojalmente, nuestra estadía tan cercana al Vaticano, creo, profundizó el campo de la duda, la incertidumbre más que aquel de la certeza y el dogma, como solíamos vivir nuestra militancia política. Llegamos a Chile con el auspicio de los Independientes por el No, con don Alejandro Hales a la cabeza, y decididos a participar en plenitud del plebiscito y la campaña en marcha.
Al cabo de unos días nos presentamos en el Parque La Bandera, territorio que se había hecho famoso con la venida del Papa. Nuestros cuerpos habían bruscamente cambiado su flora bacteriana, pasando de aquella mediterránea a la nuestra sudamericana, rica en proteína animal. Nos presentamos en un concierto con más de 150.000 personas, se dice, y fue muy complicado responder en plenitud al ambiente extremadamente emotivo que vivíamos. En efecto, a poco andar aparecieron tendencias al desmayo y fuertes dolores de estómago. Jóvenes médicos nos socorrían y pudimos sortear el concierto, creo, no en la mejor forma artística. Así y todo, empezaba el desexilio de una forma nunca antes imaginada, con muestras de afecto muy profundas que nos permitieron reanudar rápidamente la vida en territorio propio. Nunca me olvidaré que en medio de esta situación algo caótica y, momentos antes de entrar al escenario, le entregué mi chaqueta (italiana, comprada para la ocasión del retorno) a un compañero que gentilmente se ofreció para tenerla mientras yo cantaba. Nunca más supe de ella.
Hubo algo en aquel concierto de La Bandera que me hizo pensar acerca de los cambios producidos en quince años de dictadura. No tenía tanta relación con cuestiones políticas y represivas, por lo demás no ajenas a nuestra comprensión, sino con cierto cambio de costumbres y nuevos códigos. Nuevas destrezas aparecían en la capacidad organizativa de la estructura que producía el concierto. Nunca antes, me refiero a los tiempos de Allende, había escuchado yo todo un repertorio de términos técnico-económicos por parte de los organizadores, todos compañeros de izquierda por supuesto; el concepto de empresa, gestión, producción, etc. Vocablos propios de otros sectores en tiempos pasados aparecían de forma espontánea en los balances y reuniones previas al importante evento. Algo del modo de hacer había cambiado. Así como aparecían nuevas formas de decir, de pronunciar: esa siútica sch que transformaba Chile en Schile. Quizá si no sean los más largos del desexilio aquellos dos o tres años que ocupamos hasta sentir natural el raro sonsonete del hablar que habíamos olvidado. Por mucho tiempo me giraba con asombro al escuchar de improviso el hablar de los santiaguinos, casi sorprendiéndome de ver que efectivamente vivía en medio de ellos nuevamente.
Hacia fines de ese mismo año nos llaman de Italia para participar en un espectáculo del célebre compositor napolitano Roberto de Simone. Se trataba de una puesta en escena que combinaba orquesta, coro, solistas, relatores y nuestro grupo: «Cantata per Masaniello». Era una especie de ópera dedicada a Tommaso Aniello, héroe popular de una revuelta contra los españoles en el siglo XVII en el puerto de Nápoles, y que requería de nuestra presencia como símbolos artísticos también de una rebeldía contemporánea. Nuestra primera Navidad y Año Nuevo de la era postexilio nos encontró, para nuestra desdicha, nuevamente lejos de casa, pero en aquella que sí lo había sido por quince años, aunque esta vez vacía de muebles y de permisos de residencia.
Y volvimos a las grabaciones.
En la micro que nos trasladó desde el aeropuerto hasta el centro de Santiago, septiembre 1988
Horacio Durán bailando con su esposa Ligia Gallardo el día del retorno
Leyenda (1990)
Es el segundo disco con John Williams y Paco Peña. De gran factura sonora, este se grabó en vivo en la ciudad de Colonia en Alemania, en el imponente Hall de la Kölner Philharmonie. Esta vez partíamos en gira desde nuestro país, desde Chile y ya no más desde Italia.
Fueron dos conciertos grabados de los cuales pudimos utilizar solo el registro de uno de ellos por una falla electrónica en el primero. Poco antes de comenzar el segundo, nos informa el ingeniero alemán que la grabación del día anterior no servía y que nos quedaba solo el segundo show. Lo hicimos con algo de nerviosismo ante eventuales errores, no solo de interpretación sino también técnicos, y al mismo tiempo con empuje y decisión. Resultó un espléndido concierto grabado por un experto europeo en grabaciones de grandes jazzistas en vivo.
El repertorio estaba compuesto por una síntesis del espectáculo que mostrábamos en esos años. Había canciones antiguas como «Sensemayá», «Juanito Laguna», «Cándidos», «La fiesta de La Tirana» y «Huajra», interpretadas sin variaciones relevantes que no fuera la suma en algunos casos de las guitarras de los dos solistas en algún rasgueo o en un pasaje melódico. Lo interesante más bien estaba determinado por el modo en que íbamos entrelazando las canciones y buscando una narración musical coherente aún en la variedad pintoresca de músicas de apariencia lejanas. Así John partía con un solo, «David of the white rock», bella melodía del país de Gales que nos recuerda la cultura celta, y sobre el fin comienza un canon imitativo con nuestras voces que luego estalla en un huayno nortino, «La fiesta de La Tirana». Del mismo modo Paco introducía una pieza flamenca, «Farruca», y el grupo sumaba casi uniendo dos mundos muy distantes, el aire andino llamado «Huajra», de Atahualpa Yupanqui. El punto de unión sin duda eran las guitarras y sus modalidades asombrosas, aquella clásica, la flamenca, la folclórica latinoamericana, y el espacio común, y en cierto modo indefinido, del territorio musical del grupo.