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A Nicole,
mi esposa y compañera
en el camino a Damasco
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PASANDO POR MALTA:
MI ENCUENTRO CON SAN PABLO
E mpapado, y a duras penas, el apóstol salió de las embravecidas aguas del Mediterráneo a la orilla rocosa de Malta. Cabe la posibilidad de que algunos de mis antepasados lo hubieran ayudado cubriéndolo con una cobija. Después se habrían unido con aquellos que estaban alrededor de la fogata; los que quedaron boquiabiertos cuando una víbora, huyendo del calor, clavó sus colmillos en el brazo de Pablo: “Claro”, se decían unos a otros, “este hombre es un homicida, porque aunque salvó su vida escapando de la tormenta y del naufragio, el gran dios Justicia lo castigará ahora con la muerte”. Pero al ver que el apóstol Pablo se sacudía la víbora del brazo y no moría, comenzaron a adorarlo. Y cuando lo escucharon hablar acerca de Jesús de Nazaret se maravillaron todavía más.
No sé si algunos de mis antepasados creyeron en Jesús cuando escucharon a Pablo. Lo que sí sé es que diecinueve siglos después, cuando conocí el mensaje de Pablo sobre Jesús, mi vida cambió completamente.
La experiencia de Pablo en Malta siempre me ha intrigado porque mi árbol genealógico tiene sus raíces en la fina tierra de esa nación insular. En Hechos 27 la Biblia narra el angustioso viaje de Pablo en un barco que transportaba trigo y que fue azotado por un huracán dos semanas antes de encallar en unas rocas de la costa de Malta. Los marineros que leen Hechos 27 se sorprenden de los detalles tan exactos de esa aventura en el mar. Personalmete me fascina pensar que algunos de mis antepasados vieron al gran apóstol cuando los sobrevivientes del naufragio fueron arrastrados a la orilla de Malta. Quizá algunos de ellos sí creyeron en Cristo cuando el apóstol Pablo les habló de Él. Eso espero. En lo que a mí respecta: cuando conocí el camino de salvación que Dios le reveló a Pablo, tuve que examinar todo lo que creía sobre la manera en que un pecador como yo podía ir al cielo.
Mi encuentro con Pablo fue muy común. Una mañana, poco después de las cinco, me levanté de la cama en mi casa cerca de Toronto y preparé mi primera taza de café. Mientras buscaba por todos los canales, Fe 20, un programa de media hora conducido por la Iglesia Cristiana Reformada llamó mi atención. Involuntariamente me encontré escuchando el mensaje de Joel Nederhood, y en las siguientes semanas lo grababa y lo escuchaba después.
Fe 20 era un programa tranquilo; sin atacar otras formas del cristianismo repetía el mensaje de salvación una y otra vez. Al escucharlo entendí que necesitaba examinar lo que me habían enseñado sobre la salvación. De hecho, el mensaje del apóstol Pablo, tomado de los libros de la Biblia como Romanos y Gálatas, era diferente del “evangelio” que aprendí de niño. Comencé a darme cuenta que aquel no era realmente el evangelio, sino un sistema doctrinal que me generaba duda, no certeza, acerca de mi salvación, y me hacía dependiente de la iglesia; por lo cual empecé a examinar...
Como católico romano, mi mayor preocupación era que yo pudiera ser lo suficientemente agradable a Dios a la hora de mi muerte, para asegurarme que no iría al infierno ni tendría que pasar una larga temporada en el purgatorio antes de entrar a la vida eterna. Creía que escapar del infierno y acortar el tiempo en el purgatorio, dependía de cómo me vería Dios el día de mi muerte. Si Él veía que había hecho suficientes buenas obras para merecer el cielo y era inocente de algún pecado mortal no confesado, las puertas estarían abiertas. El cielo dependía de mi calidad de vida. La ecuación era simple: ser bueno = ser salvo. Tenía sentido. Pero esta ecuación estaba muy equivocada.
El camino bíblico de la salvación me quedó claro, cuando entendí que la salvación – la vida eterna – no depende de qué tan buenos seamos sino de qué tan bueno es Jesucristo. Quedé sorprendido cuando leí en la Biblia (Romanos 3:21-31) que cuando creemos en Jesucristo como Señor y Salvador, Su justicia se vuelve nuestra justicia. Cuando le pedí a Dios que me perdonara, me di cuenta que solo por lo que Jesús había logrado en la cruz del Calvario, todos mis pecados habían sido quitados. Aprendí que la Biblia dice que si creo en Cristo, Dios me ve como una persona que trae puesta la justicia de Cristo. Su obediencia se vuelve mi obediencia.
Esto significa que la pregunta decisiva sobre mi salvación no es: ¿Qué tan bueno soy? Sino más bien: ¿Cuál es mi relación con Jesucristo? ¿Creo en Él?
¿Qué significa creer en Jesús? Significa creer que Jesucristo es el Hijo de Dios. Significa confesar mis pecados a Dios, arrepentirme de mis pecados y creer que Jesús pagó todo lo que yo le debía a Dios – creer que Él pagó mi deuda de pecado.
Supe que aunque yo seguiría siendo un pecador toda mi vida, el Espíritu Santo me ayudaría a pelear contra el pecado. El punto clave, como lo entendí cuando empecé a conocer la Biblia, es que la salvación es de Dios, lo primero, lo último y todo lo que está en medio.
El mensaje que Fe 20 me repetía una y otra vez me sorprendía. Desde niño había dado por hecho que, no importaba qué me enseñara la Iglesia Católica Romana, todo estaba bien – el Papa era el representante de Dios en la tierra y no debía cuestionar lo que el sacerdote me dijera. Incluso creía que los sacerdotes tenían poder para perdonar los pecados. También creía que ir a misa y rezar a María y a otros santos todos los días, me mantendría en la dirección correcta.
Toda mi vida había creído en los poderes sobrenaturales de las medallas y las reliquias, y en los grandes beneficios que obtenía por hacer peregrinaciones a los lugares santos que honraban a María y a otros santos. Creía en la gracia pero, siendo honesto, no la relacionaba con la salvación. Para mí la gracia era una bendición que recibía cuando agradaba a Dios – entre más lo agradara, más me bendeciría. Por ejemplo, decía cosas como: “Por la gracia de Dios tiene una maravillosa familia”. o “Por la gracia de Dios gozó de buena salud hasta su vejez”. o “Por la gracia de Dios escapó ileso del accidente”.
Mientras estudiaba la Biblia, me di cuenta que tenía una gran angustia por mi salvación. Me enseñaron que el bautizo había quitado el pecado con el que había nacido, llamado el pecado original, pero que tenía la responsabilidad de hacer algo por los pecados que cometiera después del bautizo. Tenía que confesárselos a un sacerdote y portarme bien. Me preguntaba si podría acumular suficientes buenas obras durante mi vida para que Dios me considerara digno del cielo, y para pasar muy poco tiempo o nada en el purgatorio.
Nunca se me había ocurrido caer de rodillas y darle gracias a Dios por haber pagado todo mi pecado con la crucifixión de Su Hijo, el Señor Jesús, 2000 años antes de que yo naciera. Estaba totalmente ciego a la oferta gratuita de salvación por parte de Dios por medio de la fe en Jesucristo.