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Oposición a Pablo
L os problemas empezaron con la llegada de noticias preocupantes de las tierras altas de Galacia; al parecer, algunos conversos de Pablo se habían reunido allí con miembros judíos del movimiento de Jesús para los cuales él era un falso maestro.
Pablo, decían, no tenía derecho a decirles que eran hijos de Abraham; sólo podrían obtener ese privilegio si eran circuncidados y cumplían la ley de Moisés. Él se quedó horrorizado; una vez más, la cuestión que había estallado tan dolorosamente en Antioquía amenazaba ahora toda su misión.
Siempre había mantenido que los gentiles seguidores del Mesías no debían cumplir la Torá, dado que habían recibido al Espíritu Santo sin su ayuda. La Torá era valiosa para los judíos, pero sólo podía ser una distracción para los gálatas; obligarles a adoptar una forma de vida enteramente judía sería tan absurdo como exigir a los judíos que asumieran las antiguas tradiciones gálatas y comenzaran a festejar como guerreros arios, cantando sus canciones de bebedores y venerando a sus héroes guerreros. Envió urgentemente una carta a la ekklesia de Galacia, instando a sus miembros en los más firmes términos a rechazar esos consejos. ¿No habían declarado acaso tras su bautismo que las viejas distinciones de raza, clase y género eran irrelevantes en la comunidad de Cristo que habían creado? Debían conservar a toda costa la libertad que habían experimentado con tanta alegría.
¿Quiénes eran aquellos que, en su opinión, estaban confundiendo a los gálatas? A menudo han sido identificados con los «intrusos» que interrumpieron la reunión de Pablo con las «Columnas» en Jerusalén o con los «mensajeros de Jacobo» que habían provocado aquella agitación en Antioquía. Pero parece más probable que en lugar de ser enviados de Judea, fueran personas del lugar, evangelizadas por misioneros judíos del movimiento de Jesús que no compartían los puntos de vista de Pablo. Al igual que Jacobo, creían que la fidelidad hacia la Torá era fundamental para la renovación de Israel y para acelerar la venida del Mesías. Dado que algunos gálatas podían pensar que unirse a Israel era preferible a asumir los valores romanos, se habrían sentido muy disgustados al escuchar que su situación era en realidad ambigua y que no eran ni una cosa ni la otra. En la ley romana, los judíos estaban oficialmente exentos del culto al emperador reinante porque se le hacía diariamente una ofrenda en el templo de Jerusalén. Una vez que se hubieran convertido en miembros de pleno derecho de Israel, creían los gálatas, habrían gozado de esa exención. Pero ahora que ya no eran judíos auténticos, serían objeto de acoso o incluso de persecuciones por las autoridades si se negaban a tomar parte en el culto imperial que se había vuelto repugnante para ellos desde su renuncia al paganismo.
El incidente nos recuerda que en esta temprana fase la voz de Pablo no era sino una más entre otras. Sus ideas llegarían a ser normativas para el cristianismo, de manera que tendemos a ver su firme actitud contra la circuncisión y cumplimiento de las leyes rituales judías como inevitable. Si no lo hubiera hecho así, asumimos, el cristianismo se habría convertido en una insignificante secta judía, dado que muy pocos gentiles habrían estado dispuestos a sufrir la peligrosa operación de la circuncisión. Los adversarios de Pablo en Galacia son considerados unos agresivos judaizantes, atrapados en lo que los cristianos han denominado el «legalismo» crónico del judaísmo, actitud que ha dañado gravemente las relaciones entre cristianos y judíos. De hecho, la intransigente actitud de Pablo en esta cuestión no era típica. Como fariseo, Pablo había creído que cuando una persona ha sido circuncidada tenía que cumplir toda la Torá, incluyendo el grueso de tradiciones legales de Israel transmitidas oralmente y más tarde codificadas en la Mishná.
Los adversarios de Pablo en Galacia creían que la muerte heroica de Jesús y su resurrección habían inspirado un movimiento de renovación espiritual dentro de Israel; abogaban por una continuidad con el pasado. Pero él pensaba que la cruz había traído al mundo algo enteramente nuevo. Al resucitar a Jesús, un delincuente condenado por la ley romana, Dios había tomado la asombrosa medida de aceptar lo que la Torá consideraba profanado. La ley judía decretaba: «Maldito todo el que es colgado de un madero»; al aceptar voluntariamente su deshonrosa muerte, Jesús se había convertido en un ser abominable y blasfemo frente a la ley. Pero al elevarlo a lo más alto en el cielo, Dios lo había justificado y liberado de toda culpa y, al hacerlo, declarado la ley romana nula y carente de sentido. Al mismo tiempo, las categorías de pureza e impureza de la Torá dejaban de tener validez alguna. El resultado era que gentiles ritualmente impuros hasta entonces podían gozar también de las bendiciones prometidas a Abraham sin tener que someterse a la ley judía.
A diferencia de sus adversarios, Pablo insistía en la discontinuidad y, al hacerlo, infringía algunos de los valores más fundamentales de su tiempo. En el mundo antiguo, la originalidad no se premiaba como hoy en día. Nuestra moderna economía nos ha permitido institucionalizar el cambio de una forma que antes resultaba imposible. Una economía agraria sencillamente no podía desarrollarse más allá de cierto límite y no podía permitirse el constante desarrollo de la infraestructura que nosotros damos hoy por sentado. La gente vivía la civilización como algo frágil y prefería confiar en las tradiciones que habían soportado la prueba del tiempo. La gran antigüedad del judaísmo se había ganado el respeto de Roma, pero los romanos consideraban las nuevas formas de expresión religiosa como superstitio , algo que temer, porque carecían de la reverencia por la tradición ancestral. De manera que en lugar de encontrar atractivo el mensaje de Pablo, muchos gálatas se habrían sentido profundamente disgustados al oír que la mayoría de judíos consideraba su postura una impía ruptura con el pasado.
Pablo comprendía todo esto perfectamente. Sabía que estaba pidiendo a los gálatas que cuestionaran actitudes y principios aparentemente inamovibles. En su carta, por lo tanto, escribió en la forma retórica conocida como diatriba. La retórica, el arte del lenguaje persuasivo, era la asignatura clave de los estudios romanos; los chicos aprendían a escribir y a hablar en un estilo que influyera en su público y les convenciera de adoptar una forma concreta de actuar. La diatriba estaba concebida para obligar a la audiencia a poner en cuestión premisas fundamentales. Cuando leemos las cartas de Pablo es importante comprender que en aquella época las cartas no se leían en silencio. En cambio, se leían en voz alta, con gestos, mímica y soportes visuales para poner el énfasis en alguna cuestión. Una epístola, por lo tanto, era esencialmente un discurso y una representación dramática.
Para un lector moderno, el agresivo estilo de Pablo en esta carta parece insultante y personalmente ofensivo. Pero en el siglo i d.C., hasta un público analfabeto habría reconocido que se trataba de una convención; Pablo escribía en una forma literaria en la que se esperaban exageración, burla e incluso insultos. Cuando atacaba la ley judía en su diatriba, no estaba afirmando que el judaísmo era incorrecto per se, ni tampoco estaba recurriendo a su propia experiencia. Como hemos visto, Pablo el fariseo no había tenido problemas con la observancia de la Torá; de hecho, estaba convencido de su excelente cumplimiento de la ley. En sus cartas no escribía para todos y nunca pretendió que su prédica fuera aplicable a todo el mundo, sino que siempre abordaba problemas específicos de una congregación particular. Tampoco legislaba para generaciones futuras de cristianos, ya que esperaba la Parusía en su propio tiempo. En su carta hablaba claramente de lo que incumbía únicamente a los gálatas, diciéndoles lo que creía ser bueno para ellos , no para el género humano en general. Tampoco denigraba al pueblo judío en su carta. Sencillamente discutía con sus adversarios judíos, quienes, en su opinión, no velaban por los intereses de los gálatas.