KAREN ARMSTRONG (Wildmoor, Worcestershire, Reino Unido, 1944) es una escritora británica especializada en religión comparada, miembro del grupo de alto nivel de la Alianza de Civilizaciones y Premio princesa de Asturias de ciencias sociales 2017.
En 1964 y tras siete años como monja católica en la Society of Holly Child Jesus, abandonó los hábitos. Después de graduarse en la Universidad de Oxford ha dedicado gran parte de su vida a estudiar las religiones desde un punto de vista histórico y a enseñar literatura en la Universidad de Londres y en un colegio público. Miembro honorario de la Association of Muslim Social Scientist, su trabajo se ha traducido a cuarenta idiomas, y ha colaborado en tres documentales para la televisión. Es autora de más de veinte títulos entre los que destacan: Una historia de Dios y Una historia de Jerusalén.
Karen Armstrong se ha convertido un referente mundial en la historia de las religiones y escribe para varios medios de comunicación, entre otros es columnista de The Guardian.
Desde 2005, Karen Armstrong es miembro del Grupo de Alto Nivel de la Alianza de las Civilizaciones, una iniciativa de la ONU a instancias de la propuesta del presidente José Luis Rodríguez Zapatero para promover el compromiso de la comunidad internacional para tender puentes sobre la brecha abierta entre la sociedad islámica y la occidental. El Grupo de Alto Nivel de la Alianza de las Civilizaciones está copresidido por el español Federico Mayor Zaragoza y el turco Mehmet Aydin.
Es fundadora de la Carta por la Compasión, que fue financiada mediante una beca TED. En 2015 fue nombrada Dama de la Orden del Imperio Británico por Servicios a la Literatura y al Diálogo interreligioso en la Lista Anual de Honores por el Cumpleaños de la Monarca.
Damasco
E l relato de Lucas del descenso del Espíritu Santo en la fiesta judía de Pentecostés puede que no sea históricamente fiable, pero no hay duda de que expresa el carácter tumultuoso del cristianismo primitivo.
De la noche a la mañana, Jesús, el hombre, se transformó para siempre. Después de verle sentado a la derecha de Dios, sus discípulos comenzaron a buscar inmediatamente las escrituras para poder comprender lo que Dios había hecho por él. Desde fecha muy temprana meditaron sobre el Salmo 110, el que Pedro citó a la multitud. En el antiguo Israel se cantaba durante la ceremonia de coronación en el templo, cuando el rey recientemente ungido, descendiente de David, era elevado a un estatus casi divino y convertido en miembro del Divino Consejo de seres celestiales. Otro salmo proclamaba que en su coronación el rey había sido adoptado por Yahveh: «Tú eres mi hijo, hoy mismo te he engendrado». Los discípulos también recordaron que Jesús hablaba a veces de sí mismo como el «hijo del hombre», frase que les condujo al Salmo 8, en el que las maravillas de la creación llevaron al salmista a preguntarse por qué Dios había elevado a un humilde «hijo de hombre» a las alturas de las que, como habían visto con sus propios ojos, Jesús disfrutaba ahora:
Pues lo hiciste poco menos que un dios,
Y lo coronaste de gloria y de honra;
Lo entronizaste sobre la obra de tus manos,
¡Todo lo sometiste a su dominio!
Y una vez más, el título de «hijo del hombre» recordaba la visión del profeta Daniel, que había visto una figura misteriosa, «alguien con aspecto humano», acudiendo en ayuda de Israel sobre las nubes del cielo: «Y se le dio autoridad, poder y majestad. ¡Todos los pueblos, naciones y lenguas lo adoraron!».
La historia de Pentecostés sugiere que el evangelio tuvo un atractivo inmediato para los judíos grecoparlantes de la diáspora, muchos de los cuales se unieron a la comunidad de prosélitos de Jesús. La Jerusalén del siglo I d. C. era una ciudad cosmopolita. Judíos devotos venían de todas las partes del mundo para rezar en el templo, aunque tendían a crear sus propias sinagogas para poder orar en griego en lugar de hacerlo en hebreo o en el dialecto arameo utilizado en Judea. Algunas de ellas estaban dedicadas al ioudaismós, palabra que se suele traducir por «judaísmo» o «judaico», pero que durante la época romana tuvo un significado más preciso. Los emperadores respetaban la antigüedad y moralidad de la religión israelita y habían concedido a las comunidades judías cierto grado de autonomía en las ciudades grecorromanas. Pero esto a veces molestaba a las élites locales resentidas por su propia pérdida de independencia, de manera que periódicamente se producían estallidos contra los judíos entre la población. Para contrarrestarlos, algunos judíos grecoparlantes habían desarrollado una conciencia militante de emigrados que llamaban ioudaismós, una desafiante afirmación de la tradición ancestral combinada con una determinación de preservar una identidad claramente judía y prevenir cualquier amenaza política a su comunidad, recurriendo, si fuera necesario, a la violencia. Algunos estaban incluso preparados para actuar como supervisores del cumplimiento de la Torá y defender el honor de Israel. En Jerusalén, estos judíos más estrictos se sintieron atraídos por la secta de los Fariseos de Judea, que estaban comprometidos con un cumplimiento estricto de la Torá. Como deseaban vivir de la misma manera que los sacerdotes que atendían a la Divina Presencia en el templo, concedían una importancia especial a las leyes sobre pureza sacerdotal y a las reglas alimenticias que hacían de Israel un país «sagrado» (qaddosh en hebreo), es decir, «separado» e «independiente», como el propio Dios y completamente diferenciado del mundo gentil.
Pero puede que otros judíos grecoparlantes se sintieran decepcionados por la vida en la Ciudad Santa. Durante la diáspora muchos habían llegado a apreciar la cultura helenística. Tendían por lo tanto a poner el énfasis en la universalidad inherente al monoteísmo judío, viendo al Único Dios como el Padre de todos los pueblos, adorado bajo nombres diferentes. Algunos también creían que la Torá no era propiedad exclusiva de los judíos porque, a su manera, las leyes ancestrales de griegos y romanos también expresaban la voluntad del Único Dios. En lugar de concentrarse en minucias rituales, estos judíos más liberales se sentían atraídos por la visión ética de los profetas, quienes habían hecho hincapié en la importancia de la caridad y la filantropía más que en las leyes ceremoniales de pureza y dieta alimenticia. Probablemente encontraban las preocupaciones de los fariseos superficiales y nimias y quizá se sintieron ofendidos por la explotación comercial de los peregrinos en la Ciudad Santa.
Cuando se convirtieron en prosélitos de Jesús, estos judíos grecoparlantes continuaron orando en sus propias sinagogas. Pero como dice Lucas, estallaron tensiones entre los miembros que hablaban arameo y los que hablaban griego. Según los Hechos, comenzó como un desacuerdo sobre la distribución de alimentos que los Doce resolvieron nombrando siete diáconos de habla griega para que distribuyeran raciones a la comunidad de modo que ellos mismos pudieran dedicar más tiempo a orar y predicar. Leyendo entre líneas el relato de Lucas, podemos ver que los Siete pudieron ser líderes de una congregación «helena» independiente en el movimiento de Jesús que dirigía sus propias misiones de predicación y que ya estaba llegando al mundo de los gentiles.
En la historia de Lucas, esta trivial disputa sobre la comida se fue agravando a gran velocidad hasta convertirse en un linchamiento durante el cual fue asesinado Esteban. Algunos de los judíos de la diáspora que abrazaban el ioudaismós se pusieron furiosos ante la predicación liberal de Esteban y lo llevaron ante el sumo sacerdote. Había que detener a Esteban a toda costa. «Este hombre no deja de hablar contra este lugar santo y contra la ley. Le hemos oído decir que ese Jesús de Nazaret destruirá este lugar y cambiará las tradiciones que nos dejó Moisés».