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Índice
Sinopsis
Sacudidos por la pandemia, encerrados en casa, asustados, Évole y los suyos encontraron en marzo la forma de seguir adelante. ¿Por qué no hacer entrevistas desde el confinamiento? A través de una webcam y desde la cocina de Évole, vimos a gente de toda condición hablar no solo del confinamiento, sino también de política, del miedo, de valores, de la enfermedad, de sus sueños… En definitiva, de la vida. Aquí está la esencia de esas entrevistas y, sobre todo, lo que hubo detrás de ellas: el papa que no quiso mostrar lujos, Sabina renunciando a fumar, la sabiduría de Pepe Mujica, el sentir de Rosalía, la angustia de Baltasar Garzón y la emoción de los sanitarios, que jamás olvidarán lo ocurrido.
Confinados es un viaje al interior de la pandemia. Con un simple ordenador, en una sencilla cocina, sin miedo al compromiso o a las preguntas peliagudas. A la manera de Jordi Évole.
J ORDI É VOLE
Y S ILVIA M ERINO
CONFINADOS
Historias de una pandemia que paralizó al mundo
A la tía Celia.
Y a todos los que se fueron sin la compañía de los suyos.
1
Cómo empezó todo
Yo sufro mucho por los miedos anticipativos.
Catástrofes [...] de orden familiar, personal, colectivo, que no pasan. Y, sin embargo, entre todos esos miedos anticipativos, jamás pasó por mi cabeza la idea de una pandemia.
J UAN J OSÉ M ILLÁS
—¡Jordi, lo has hecho todo mal!
—¿Perdone?
—Que lo has hecho todo mal.
La conversación transcurre a la puerta de una panadería durante los primeros días del confinamiento. Iba con prisa porque llegaba tarde a una videorreunión con el equipo y, además, aún no me había leído el cuestionario para una de las tres o cuatro entrevistas que tenía programadas aquel día. Regresaba de recoger un medicamento en la farmacia del Hospital Clínic y antes de entrar en casa paré a comprar el pan. Con las barras bajo el brazo, una señora que me había estado observando desde la calle se dirigió a mí:
—Todo lo que has hecho comprando, lo has hecho mal. Primero, no llevas mascarilla...
—Hombre, señora. Las autoridades dicen que no es obligatoria.
—Pues lo será. Debes llevarla porque es recomendable. Segundo, no llevas guantes...
—Tampoco son obligatorios.
—Ya, pero sin darte cuenta has puesto la mano en el mostrador. ¿Verdad que no te has dado cuenta?
—No.
—Y luego te has tocado la cara. ¿A que tampoco te has dado cuenta?
—No —confesé ya con cierto rubor ante la regañina de aquella señora a la que no conocía de nada.
Y en ese preciso instante, la mujer cambió la expresión y rompió a llorar.
—Mira, Jordi, trabajo en un hospital. Y esto está siendo muy muy muy duro... Los que lo estamos viviendo en primera línea lo sabemos. Por favor, cuando llegues a casa cámbiate toda la ropa, ponla en la lavadora, coloca un trapo con lejía en la entrada, límpiate los zapatos, desinfecta todo lo que hayas comprado y que vayas a meter en casa...
Hay instantes que se convierten en un punto de inflexión. Aquel discurso entre lágrimas de la señora de la panadería lo fue. Solo hacía una semana que se había decretado el estado de alarma. No había salido de casa desde el viernes 13 de marzo. Y, precisamente, esa primera salida fue a un hospital. Antes de desplazarme, consulté con mi médico: «No tengo mascarilla». En aquel momento tampoco era tan fácil conseguirlas. Pero él mismo me tranquilizó. «No habrá problema, vas a ir a una zona que no es la de urgencias, habrá muy poca gente, cogerás el medicamento y te volverás a casa.»
Volviendo del Hospital Clínic, a través de las calles de una Barcelona vaciada, desconocida y extraña, tenía la sensación de estar en mitad de un sueño. O de una pesadilla. O en mitad de un escenario propio de una película de ciencia ficción. ¿Quién se podría haber imaginado solo unas semanas antes que todo esto ocurriría? A excepción de la crisis del ébola, nunca en las últimas décadas nos habían preocupado excesivamente las pandemias. Nunca mi generación ni la generación de mis padres habían vivido un confinamiento total ni una emergencia sanitaria de tal calibre.
Volviendo del Hospital Clínic, a través de las calles de una Barcelona vaciada, desconocida y extraña, tenía la sensación de estar en mitad de un sueño.
O de una pesadilla.
Quizás solo lo supo ver el guionista de la película Contagio (2011), Scott Z. Burns, al que todo el mundo preguntó aquellos días cómo había sido tan profético y tan preciso: «Y la respuesta es muy simple: cuando le propuse la película a Steven Soderbergh, le dije que solo quería embarcarme en el proyecto si iba a estar basado en la ciencia y en datos concretos, porque yo tenía cierta conciencia de que estábamos viviendo en la era de las pandemias. Así fue como me puse en contacto con Ian Lipkin, el mejor virólogo de Estados Unidos. Y él me dijo lo mismo, que solo me ayudaría si la película iba a estar basada en la ciencia, y no si era una fantasía conspirativa sobre un virus que surge de un laboratorio o de una torre de telefonía móvil. Si me preguntas si sabía que todo esto iba a ocurrir diez años después, la respuesta es no. Pero todos los expertos con los que hablé me dijeron que no era una cuestión de si podía ocurrir, sino de cuándo» ( La Vanguardia , 23 de abril de 2020).
Exceptuando al guionista de Contagio y algunos científicos más, casi nadie había previsto esta crisis que abrirá una nueva era. Si el atentado de las torres gemelas de Nueva York en 2001 marcó el inicio del siglo XXI con la primera gran oleada mundial de miedo y un mayor despliegue del control sobre los ciudadanos por parte de los Gobiernos del mundo, la pandemia del coronavirus acentuará ese miedo y ampliará el dominio autoritario de los Estados, además de otras consecuencias sociales, económicas, sanitarias y culturales que todavía no podemos prever.
Esta y otras cuestiones similares fueron surgiendo en los programas especiales de Lo de Évole que improvisamos a partir de la proclamación del estado de alarma y del confinamiento obligatorio. Lo que en un principio iba a ser un único programa sobre la crisis del coronavirus, acabó convirtiéndose en seis especiales que emitimos en La Sexta del domingo 22 de marzo al 26 de abril de 2020. Un espacio transversal en el que se dio voz tanto a una camionera como al papa de Roma, tanto a Rosa Maria Sardà como a René Residente, tanto a la señora de la limpieza de un ambulatorio de Badajoz como a Rosalía, tanto a un expresidente de Uruguay como a una enferma de coronavirus recién salida de la UCI, tanto a un cura como a Sabina... Creo que estas conversaciones nos ayudaron a digerir la angustia que todos sufríamos. Así lo vivimos al menos los del equipo que lo hizo posible. Su aparición dominical era como un punto y seguido, una terapia de grupo para la noche que ponía el punto final a aquellas semanas duras en las que el martes se confundía con el sábado y nada distinguía al lunes del viernes.