Son de letras
Primera edición: 2019
ISBN: 9788417772574
ISBN eBook: 9788417717964
© del texto:
Juan Miguel Roca
© de esta edición:
CALIGRAMA, 2019
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Impreso en España – Printed in Spain
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A Nati, mi musa,
mi público, mi amor
A Pau, mi niño,
mi empuje, mi todo
«Sin música, la vida sería un error».
Friedrich Nietzsche
Prólogo
Cuando decidí recopilar los relatos que he ido escribiendo a lo largo de los tres últimos años y repasé sus títulos, fueron apareciendo ante mí los protagonistas con los que he llegado a pasar tantas horas.
Historias de familia, de amistad, de amor, intrigas, celos, se agolpaban en mi cabeza para ocupar un lugar adecuado en el índice que me disponía a componer.
Reviví, también, con cada cuento, los pequeños momentos musicales, que mis personajes habían oído y sentido en sus experiencias: una canción de especial memoria, una melodía en la radio, una sinfonía entrañable.
Así nacía SON DE LETRAS.
Espero, pues, que en este libro de pequeñas narraciones, descubras, no solo las historias que ocurrieron o que pudieron ocurrir, sino, también, melodías que te hagan viajar a otra época y a otro lugar. Esas melodías que, como en el libro, van conformando, discretamente, el acompañamiento musical de nuestra vida.
Llegada y comienzo
La llegada al pequeño pueblo de El Maset, aquella invernal noche de viernes, fría, húmeda y oscura, y a aquel mesón tan casero como popular en el que se sentía tan a gusto se le presentaba, ahora, como el inicio de una nueva experiencia que vivir, diferente y largamente deseada.
Había decidido que escribiría aquella novela, con la que soñaba desde hacía mucho tiempo, y decidió también que únicamente lo conseguiría si se aislaba por una temporada de su día a día y se encerraba en aquella casa de montaña gerundense, en la que tantos fines de semana él y Natalia habían pasado juntos.
Pero esta vez era diferente. Su intención era estar unos días solo, apartado de lo cotidiano y de la ciudad. Por eso, esta vez, llegaba a aquella especie de taberna, El Racó, el viernes por la noche, sin su mujer, con su cartera, con su ordenador y con su teléfono móvil que —cómo no— situó a su lado en la mesa para, dentro de todo, sentirse acompañado y conectado al mundo, a su mundo, sin renunciar del todo a la soledad a la que ahora se enfrentaba.
Todo era diferente. Al entrar en el viejo bar, los parroquianos le miraron con sorpresa e incomprensión, huraños. Alguno comentó en voz baja la extraña circunstancia de verlo allí, sin compañía, a esas horas tardías y ese viernes en el que normalmente su mujer se sentaba frente a él, ambos dispuestos a disfrutar de la desconexión que les proporcionaba el recién estrenado fin de semana.
Era absurdo explicar a cada sorprendido cliente que lo observaba su sana intención de soledad, apoyada incluso por Natalia, sabedora de su ardiente deseo de encerrarse a escribir.
Joan, el viejo camarero, le preguntó por ella con extrañeza, curiosidad y cierta impertinencia, retirando el servicio de plato y cubiertos de enfrente.
—¿Viene solo? ¿Y… su mujer?
—No pudo dejar un asunto de trabajo que la tiene muy ocupada —le aclaró sin más.
En ese instante, descubrió que la trama inicial de su novela, que aún no había elaborado totalmente, estaba allí. Ese sería el inicio de su historia. Así, se dijo a sí mismo, recitándose el futuro argumento:
«Un escritor, antiguo conocido del lugar, se apartará de todo lo cotidiano para aislarse en su pequeña masía de montaña y empezar así su nueva novela, pero al hacerlo descubrirá que los lugareños, de costumbres cotidianas y monótonas en ese pequeño pueblo en el que nunca ocurre nada original ni diferente del día anterior, le censurarán, murmurando o, al menos, sospechando de los ocultos motivos y de lo inexplicable de su soledad allí. ¿Una amante escondida? ¿Planes inconfesables? ¿Un secreto? Sus mal disimuladas conversaciones y sus gestos de desaprobación se harán evidentes…».
Ante el relato, que empezaba a dibujarse en su imaginación, casi no cenó. Empezó a darle vueltas a la historia, frente a su plato de costillas de cordero con ensalada, adivinando las miradas sorprendidas e indisimuladas de los conocidos vecinos. Acabó la cena y recogió sus pertenencias. Pagó la cuenta, barata, salió y se subió al coche. ¡Qué frío se había quedado! Se encaminó con rapidez a su caserón, a través de la oscura pista forestal que se abría frente a él con la incisión, en la oscuridad de la noche, de la amarillenta y débil luz de los faros de su ya viejo Renault.
Al llegar al centenario caserón, cruzando el dintel que rezaba «1780» grabado en su piedra, abrió la pesada puerta, que se quejó como siempre, y casi disfrutó del aroma a fresca humedad con que le recibía la casa, cerrada desde hacía unas semanas. Cargó en un capazo la leña almacenada en la leñera del piso inferior y, sin quitarse aún la chaqueta, encendió el fuego. Del botellero de la despensa tomó una polvorienta botella de vino tinto, un viejo Montsant que adoraba, y la descorchó con delicadeza, para no romper el corcho. Instaló el ordenador portátil en una mesita de madera, iluminada por una pequeña lámpara de pie con pantalla de pergamino, y, bajo su amarillenta luz, con el vaso de tinto a rebosar y la tercera sinfonía de Mahler sonando en su equipo de música, hizo crujir los dedos, que él escuchó como el aplauso de bienvenida de un público inexistente, y se puso a escribir:
La llegada al pequeño pueblo de El Maset, aquella invernal noche de viernes, fría, húmeda y oscura, y a aquel mesón tan casero como popular en el que se sentía tan a gusto se le presentaba, ahora, como el inicio de una nueva experiencia que vivir, diferente y largamente deseada.
El puzle
Carlos
Todo había sucedido demasiado rápido. Sentado en el Airbus 380, Carlos miraba por la ventana, con la cabeza presionada hacia atrás por el efecto del despegue, y veía cómo el suelo de asfalto de la pista se hundía mientras él se alejaba, abandonando Toronto a gran velocidad. Cuando el avión recuperó la horizontalidad y el motor cambió de sonido para adoptar la posición de crucero, se dispuso a rememorar, con calma y ya relajado, las últimas cinco horas vividas. Tenía tiempo que dedicar a esa tarea. Al menos las nueve horas y media de vuelo que afrontaba…
—Carlos, no me andaré con rodeos. Te voy a dar una mala noticia. Tu padre ha fallecido esta mañana.
—¿Pero qué dices, mamá? —consiguió balbucear, frotándose los ojos. Eran las cuatro de la madrugada.
—Hace dos horas. Se ha desplomado en la ducha. Ven en cuanto puedas.
Se quedó sentado en la cama, tratando de averiguar si aún soñaba o si acababa de vivir una realidad. El suelo, tan frío bajo sus pies, y el despertador, marcando la hora, respondieron su duda. Estaba despierto y era real.
Tenía que pensar lo más rápido posible. Mientras se ponía en pie pasó por su cabeza la película de lo que debía hacer a continuación y en qué orden. Miró la agenda en el móvil.