Una joven se abre paso entre los escombros que inundan aquella plaza de Valencia, devastada por los bombardeos. Con calma, sube a un tablado. Cierra los ojos, extiende las manos y comienza a hilvanar algunos poemas de guerra con una voz tan diáfana y sonora que impone silencio a la multitud de desamparados que la escuchan. El nombre de esa muchacha de catorce años es Ofelia Guilmain.
Carlos Pascual, novelista y dramaturgo, hombre de letras y escenarios, hace suya la voz de la primera actriz Ofelia Guilmain para narrar la extraordinaria y trágica epopeya que fue su vida; la pérdida de un país que se desmoronaba en una cruenta Guerra Civil y la solidaria mano que México ofreció a los miles de refugiados republicanos que, en 1939, llegaron a nuestras tierras a enriquecer nuestra cultura, nuestra ciencia y tecnología.
Por entre las páginas de El retablo rojo corren, además de la gracia y el encanto de la Guilmain, las figuras cimeras de Luis Buñuel, Siqueiros, León Felipe, Agustín Lara, Salvador Novo… todos bajo el gobierno de una narrativa implacable, de gran belleza, sin pausas, sobrecogedora y por momentos, hilarante. Carlos Pascual desnuda el alma de Ofelia Guilmain para presentárnosla tal y como fue en realidad: Una mujer de carne y teatro.
Para Lucía, Juan, Esther y Mona
Cantará su canción y se irá.
Mañana, de madrugada, se irá.
Cuando os despertéis vosotros, ya con el sol en el
cielo, no encontraréis más que el recuerdo
encendido de su voz.
Pero esta noche será vuestro huésped.
Abridle la puerta,
los brazos,
los oídos
y el corazón de par en par.
Porque es vuestra canción la que vais a escuchar.
LEÓN FELIPE
PRÓLOGO:
LA SEDUCCIÓN DE OFELIA
¿Cuál fue el conjuro de Ofelia Guilmain? ¿Cuál fue el poder de seducción de esta actriz que, después de casi setenta años de trabajo escénico, permaneció siempre en el llamado “favor” del público? Muchos jóvenes no la vieron jamás en el escenario y sin embargo, cuando se les pide que den el nombre de quien, según su criterio, deba de considerarse como la “actriz más importante de México”, la respuesta surge directa y sin el menor asomo de duda: Ofelia Guilmain.
A veces pienso que la Guilmain es omnipresente y su imagen está ya incrustada en el inconsciente colectivo.
Y es que Ofelia pudo transitar sin peligro entre la delgada línea que separa lo “culto” de lo “comercial”, lo sacro de lo profano, sin temer por su prestigio. Nadie la acusó de traicionar a su arte, de olvidarse de sus principios o de prostituir su carrera. Esos elaborados argumentos nunca la alcanzaron. Al contrario, la reafirmaban como actriz, tal y como ocurrió en su debut en el popular Teatro Blanquita, en el que se estrenó como “bataclanera”, como decía entre risas. Puede que algunos puristas hayan fruncido el ceño ante esto, pero una mujer del público la esperó a la salida del teatro con un ramo de flores y, al saludarla, le dijo conmovida: “Señora, gracias por acercarse a nosotros, gracias por bajar a vernos…”. Ofelia se quedó sin palabras, pues a ella nunca le pasó por la mente la idea de que estuviese “bajando” a ningún lado. Por el contrario, se sentía profundamente orgullosa de haber sido invitada a trabajar en el Teatro Blanquita.
Pero el papel que Ofelia jugó en nuestro teatro —y en nuestra vida cultural— requiere de un análisis más profundo.
Ofelia Guilmain representa la transición de la “vieja escuela” a la modernidad en nuestro teatro y estuvo, como se dice, en el lugar correcto y en el momento preciso.
Ofelia fue parte importante en este cambio y lo fue, precisamente, porque trabajó en las obras moralizantes y decimonónicas que producían la Hermanitas Blanch y don Fernando Soler, y al mismo tiempo pugnó por dar a conocer nuevos autores, nuevas propuestas y nuevos directores. Si en Fernando de Rojas y en Lope de Vega encontró su formación, luchó por estrenar en México a Camus, a Genet y a Gressieker, mientras que Salvador Novo y Hugo Argüelles escribieron obras especialmente para ella. Fue la Guilmain quien apoyó sin reservas a los entonces jóvenes directores Juan José Gurrola, José Solé y Julio Castillo, por mencionar tres nombres que hablan por sí mismos.
Por todo lo anterior, Ofelia trajo consigo una pesada carga a cuestas: la de ser puente y transición, generar el cambio aquilatando el pasado. Eso es lo que fascina de la Guilmain. A través de ella, de su cuerpo, de su recia personalidad, de su majestuosidad en el escenario, hablaban las antiguas reinas: Virginia Fábregas, María Tereza Montoya, Margarita Xirgu… Ofelia las conoce, las aprehende y las reinventa; Ofelia las recrea y, al hacerlo, se proyecta a sí misma hacia el futuro y con un instinto prodigioso, con una conciencia innata, trae a la modernidad la sapiencia del pasado. “Conocer el pasado para recrear el futuro”, le gustaba decir.
Ofelia me recuerda, en el teatro mexicano, a María Callas y lo que ésta hizo en la ópera. La Callas era la gran heredera de la escuela “belcantista” de la Malibrán y Nellie Melba, pero no le gustaba lo que veía en el escenario. Y buscó entonces sangre nueva, importó para la ópera a directores que venían del teatro y del cine, transformando para siempre la escena operística… sin perder la sabiduría del pasado. Conjuntó lo mejor de dos tiempos y logró la evolución del género.
La Guilmain y la Callas, Ofelia y María, en sus terrenos, en sus tiempos y circunstancias, no hicieron estallar nada, no fueron iconoclastas, no fueron incendiarias, no pretendieron generar ningún cisma o ruptura, ni crear una nueva corriente ni escuela. No lo hicieron así y sin embargo generaron el cambio y dieron pie a la evolución. Y en el arte, no nos olvidemos, la evolución suele ser más fructífera que la revolución.
La historia del teatro es una larga cadena formada por muchos eslabones, unos sólidos, otros geniales, otros débiles, unos más importantes que otros, pero todos unidos entre sí.
Hoy estamos formando parte de un eslabón más. Cómo es este eslabón y qué aportará a la cadena es imposible saberlo aún. Pero lo que sí es claro es que si en este país hay todavía actores, productores, directores y público para el teatro, si hay quien escriba un texto, una crónica o participe en un concurso de dramaturgia; si hay instituciones, becas y apoyos para el quehacer escénico y el arte en general, es porque en esta larguísima cadena que conforma la historia del teatro en México, hay un eslabón que nos precede, extraordinario, sólido y magnífico llamado Ofelia Guilmain.
CARLOS PASCUAL
RECUENTO DE LOS AÑOS… Y LOS DAÑOS
Tengo ochenta años, como el rey Lear; tengo la edad de Celestina y soy aún mayor que Hécuba cuando lloró la pérdida de Troya. Mis manos fueron firmes como las de Madre Coraje, incluso bellas e industriosas como las de Mariana Pineda, sin importar que ahora se asemejen más a las de Isabel Tudor, la reina virgen y eterna.
Tengo ochenta años, como cuando Edipo llegó a Colono para encontrar la muerte, sólo que a diferencia de Edipo, Lear o la Madre Celestina, a mi vejez no ha llegado la locura, ni la muerte, ni la tragedia. No. A mi vejez lo único que ha llegado es más vejez, cansancio y falta de memoria, lo cual, aunque resulte paradójico, me lleva siempre a recordar. Sí, porque los viejos no nos acordamos de la cita de hoy, del nombre que nos acaban de decir y ni siquiera de lo que hemos desayunado. Los viejos no tenemos tiempo para perderlo en nimiedades. Son los recuerdos de los años, de los muchos años pasados los que se nos vienen encima como marejadas, como repentinas tormentas de verano que inundan nuestro cerebro y nuestra memoria con palabras dichas hace cuarenta o setenta años, con imágenes de rostros, lugares y colores ya desaparecidos y deslavados hace mucho tiempo. Son los recuerdos del pasado los que están más frescos y son más vívidos para nosotros, inclusive, por momentos, que la misma realidad cotidiana que nos rodea. “¿Ya les he contado lo de…? Sí, sí, ya lo has contado…”, es el diálogo que se repite con frecuencia. Qué claro me resulta ahora aquello que dice: “Recordar es vivir”. Si repito las cosas no es por fastidiar, es simplemente que quiero seguir viva. Y como viva estoy y viva quiero seguir, me he puesto a recordar, a recordar mi propia historia, que es la historia de todos; porque la historia del mundo se puede contener en una sola vida y ahora quiero contar la historia de mi vida, que es la historia del mundo.