Para Alejandro y el grupo de los viernes,
mi pluma de Dumbo.
Para Nadia, los sábados son días de desayuno gordo, de tortitas con chocolate y zumo recién exprimido. Son los días de desayunar en familia, si a un núcleo de dos y medio se le puede llamar familia. Rut, la novia de su padre, duerme muchos fines de semana en casa y, aunque en el último año Nadia se ha acostumbrado a encontrarla cuando se despierta, sigue tragando saliva para ahogar lo que piensa cuando se la cruza en pijama y con el pelo suelto. La prefiere con el uniforme y el moño alto. La prefiere extraña.
Oye la voz de su padre cuando aún no ha cruzado la puerta de la cocina y por el tono sabe que ella está también. Llena los pulmones de aire antes de entrar.
–Ya creía que no ibas a despertarte.
–Es sábado, papá.
Sobre la encimera hay varios catálogos de agencias de viajes y un montón de folletos de restaurantes de comida rápida que sirven a domicilio. La pantalla del portátil muestra la imagen de una cama envuelta en velos blancos frente al mar.
–Creía –dice Nadia mientras se sienta– que el portátil estaba prohibido en la cocina.
Rut cierra la tapa y sonríe.
–Culpa mía.
–¿Os vais de viaje?
Se miran y sabe, por esa mirada, que le ocultan algo, pero no tiene ganas de jugar a las adivinanzas. Rut se acerca y, cuando le acaricia el pelo, a Nadia se le escurre el tenedor de la mano y mancha de sirope el mantel.
–¿Islas griegas? –dice, pasando el dedo por la mancha de chocolate.
–Solo estamos mirando.
Faltan pocos días para Semana Santa. Nadia y su padre viajan siempre a ver a los abuelos, pero, claro, ahora está Rut y no se la imagina metiendo los dedos en la masa de las croquetas ni acompañando al abuelo a ese bar en el que tapan el vino con un trozo de queso. Y eso que su abuelo se lleva bien con todo el mundo, salvo con los que hablan a gritos y los que miran raro a Nadia porque es negra. «Mi nieta negra», así la presenta siempre, como si tuviera más, como si tuviera otra blanca o azul o amarilla. También habla de su hijo Juan, el médico, como si la profesión sirviera para diferenciarlo de los otros hijos que no ha tenido. Cuando van al pueblo, la abuela prepara comida para alimentar a un albergue y se empeña en recogerle el pelo con mil horquillas, moños y gomas de colores, y Nadia no tiene ganas ni fuerza para decirle que ha crecido. Y la besa todo el rato. Sin parar. Acumulan amor y grasa para dos inviernos y luego se vuelven a Madrid y prometen regresar pronto.
–¿Iré sola a ver a los abuelos?
–Al abuelo lo han ingresado –dice su padre.
El mundo deja de girar por un instante.
–No, no, no te asustes, es solo una arritmia.
Después se enreda en ese lenguaje de médicos en el que le gusta refugiarse cuando el miedo le aprieta la garganta. Y Nadia, que lo sabe, rebaja la tensión:
–No sé si sobreviviré sin croquetas ni moñitos de colores.
–Rut y yo hemos pensado...
–Estaré bien –dice, y señala los catálogos de comida rápida–, tranquilo.
–Puedes venir con nosotros.
Lo dice Rut y su padre asiente, o tal vez es al revés. Da igual, suena tan falso lo uno como lo otro. Por un segundo duda si jugar con ellos, si decirles que sí, que le encanta el plan romántico de tres, para ver cómo salen de la situación.
–El caso –dice al fin su padre– es que son muchos días, Nadia. Nunca has estado sola tanto tiempo.
Rut recoge y amontona los folletos de comida rápida desperdigados por la encimera.
–El barrio se quedará medio vacío y ha habido robos... La casa es tan grande...
–Díselo tú –Nadia busca la mirada de Rut–. ¿A que Érika sí puede quedarse sola?
Érika es hija de Rut y de un piloto sueco o noruego del que su padre prefiere no hablar.
–De hecho... –responde.
La frase se queda en el aire. Se miran de esa forma y luego sonríen.
–Justo estábamos hablando...
Los puntos suspensivos huelen a amenaza, pero Nadia se da cuenta demasiado tarde.
–El padre de Érika está de viaje de novios, así que, si nos vamos...
Y lo entiende todo de golpe. Las piezas encajan una a una sin que pueda hacer nada para detenerlas y se siente imbécil porque, más que caer en la trampa, ha hecho ella misma los nudos y después se ha lanzado de cabeza. Rut no dejaría sola a Érika; pero no porque le preocupe que coma bien, que entren a robar o que necesite cualquier cosa. No se fía. En cambio, todos confían en Nadia. Los profesores, los padres, los compañeros de clase. Si entrase en el supermercado y robase una bolsa de patatas fritas, el de seguridad se creería que ha olvidado pagarla y le pediría perdón por las molestias.
–Con las dos aquí, la cosa sería diferente –dice su padre.
–¿Se lo habéis dicho a ella?
Vuelven a mirarse. Hay silencios que hablan más alto que muchas voces. Rut y su padre son de los que se dicen sin decir, y tal vez por eso parecen tan enamorados. Pero Érika... También Nadia piensa con puntos suspensivos que son amenazas.
–Si a ella le parece bien... –accede al fin.
Y pide en silencio que sea ella quien se niegue.
Pero no se niega. Érika y Rut aparecen el jueves por la mañana con dos maletas diminutas. La madre es militar y estará acostumbrada a viajar con lo mínimo, pero lo de Érika resulta sorprendente. Nadia la acompaña a la habitación de invitados para que deje sus cosas y la mira mientras saca media docena de camisetas negras y algo que parece un vestido, negro también. Lo deja todo sobre la cama y compone un cuadro monocolor, roto solo por un pijama rosa chicle con unicornios.
–La abuela Ingrid no me ve mucho, pero siempre me manda regalos en Navidad –dice con una sonrisa.
Esconde la maleta vacía bajo la cama y recorre la casa sin dudar, como si fuera suya. Comenta lo grande que es, que le falta una piscina para ser perfecta, y saca fotos con el móvil, posando y alargando mucho el brazo para que quepan en la pantalla ella y todo lo que la rodea. Cuando entra sin permiso en la habitación de Nadia, hace muchos aspavientos.
–Tía, mi casa entera cabe aquí.
Y se hace una foto sacando la lengua. Se la muestra y Nadia desecha la punzada de envidia que le aprieta el estómago. Es insultantemente guapa. El pelo, casi blanco, contrasta con los labios granate oscuro y unos ojos que, de tan azules, parecen transparentes.
–Estos van a flipar.
Cuando termina la inspección y bajan a encontrarse con el padre de la una y la madre de la otra, Nadia sigue preguntándose quiénes son «estos». Aunque en realidad no le importa; solo espera que «estos» se conformen con ver las fotografías.
Rut deja mil cajas de comida en la nevera, etiquetadas con papelitos de colores, y un montón de bolsas de palomitas para el microondas junto a los folletos de restaurantes a domicilio. Los despiden desde la puerta, agitando la mano como en una película, hasta que se montan en el taxi. Han dejado mucho más dinero del que pueden necesitar, teniendo en cuenta que podrían dar de comer a medio barrio sin comprar nada.
Mientras Érika conecta el portátil a la televisión para ver una serie en pantalla grande, Nadia se da una ducha rápida sin mojarse el pelo. Cuando sale, toda la casa huele a mantequilla.
–Mi madre es capaz de bajarse del avión si se entera de que estoy desayunado palomitas –dice Érika ofreciéndole el bol.
–Como en tu casa –responde Nadia. Y traga saliva para bajar el enfado absurdo que amenaza con subirle hasta la boca.
–No te importa, ¿no?
Dice que no con la cabeza y sigue tragando saliva y aire.
Ven un par de capítulos de una serie de la que todo el mundo habla en las redes, comen palomitas hasta que en el fondo del bol no quedan más que unas cuantas bolas de maíz sin abrir y apenas cruzan tres o cuatro frases. Érika se queda dormida en el sofá, y Nadia apaga el televisor y busca en la nevera algo un poco más nutritivo que las palomitas. Descarta la caja de sushi, porque tiene una nota que dice que es para dos personas, y se decide por los macarrones con tomate de su padre, que no están contados.