Miguel Ángel Oeste - Vengo de ese miedo
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- Libro:Vengo de ese miedo
- Autor:
- Editor:Grupo Planeta
- Genre:
- Año:2022
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Sinopsis
Incapaz de visitar a su padre, el narrador de esta historia decide escribir sobre su familia sin contar con ese testimonio. El miedo a estar junto a él lo paraliza. Y así, como una infección que lo invade todo, aflora la narración de este infierno. Su madre, una belleza de menos de veinte años, se dejó seducir por el padre, un hombre dotado de gran encanto entre las amistades y muy generoso con los que le rodeaban en el trabajo, pero un egocéntrico maltratador en casa. En este retrato falsamente doméstico se perfilan los inicios del turismo en la Málaga de los años setenta, cuando el dinero europeo de veraneantes e inversores trajo en plena dictadura una insólita apertura en forma de diversión y juerga, aire fresco para una sociedad que ni en sueños habría imaginado noches de orgías sin fin.
Miguel Ángel Oeste desciende al abismo de sus recuerdos y, en una dolorosa investigación, confronta su memoria con la de familiares y conocidos para elaborar un testimonio desgarrador, que a la vez es una crónica de los últimos cuarenta años de este país. Un viaje en el que el miedo es el protagonista, primero como padecimiento y luego como motor de escritura.
VENGO DE ESE MIEDO
MIGUEL ÁNGEL OESTE
A Carlota, Sofía y Elena, mi casa
Ignoro a qué se debe.
Pero cuanto más avanzo, más tengo la íntima convicción de que tenía que hacerlo, no para rehabilitar, honrar, probar, restablecer, revelar o reparar lo que sea, solo para acercarme. Tanto por mí misma como por mis hijos —sobre los que se abate, a mi pesar, el eco de los miedos y los remordimientos
— quería volver al origen de las cosas.
Y que de esta búsqueda, aunque fuese vana, quedase un rastro.
Escribo este libro porque hoy tengo fuerzas para detenerme sobre lo que me atraviesa y a veces me invade, porque quiero saber lo que transmito, porque quiero dejar de tener miedo de que nos pase algo como si viviésemos bajo una maldición, poder aprovechar mi suerte, mi energía, mi alegría, sin pensar que algo terrible nos va a destrozar y que el dolor, siempre, nos esperará entre las sombras.
Siempre habrá tiempo para llorar.
DELPHINE DE VIGAN, Nada se opone a la noche
Primera parte
Padre
Quiero matar a mi padre. No metafóricamente ni en la ficción de una novela en la que lo he matado cada vez que la narración abría la más mínima posibilidad de hacerlo. Incluso cuando ni siquiera le atribuía al personaje del padre rasgos del mío, desarrollaba la acción para que muriese. Desde que recuerdo, he fantaseado con las formas en las que moría, en las que ponía fin a su vida. Y lo hacía con rabia, con rencor, con desasosiego.
Para mí ha sido muy difícil querer a mi padre, pero tampoco ha sido fácil odiarlo.
Durante muchos años, estos sentimientos avivaron el deseo de acabar con él. Tal vez así pudiera liberarme de la aprensión y la influencia dañina que tenía sobre mí. Sentía que al hacerlo me estaba liberando del miedo que me producía su figura, una figura que iba creciendo en mi interior, que se había instalado como una tenia alimentándose de mi organismo.
Aún siento su influencia.
Nada es tan sencillo. Nunca lo es.
Mi pensamiento asesino me encadena a esa idea del pasado de la que soy incapaz de desprenderme.
Pienso: mi padre muere. Pienso que yo lo mato. Lo he pensado demasiadas veces, tantas que casi he agotado la imaginación.
En el fondo sé que soy un cobarde, un iluso, motivo por el que este sentimiento homicida, esta obsesión visceral que habita dentro de mí, me causa dolor.
Mi padre aún vive.
Se reproduce igual que la hierba salvaje. Se hace fuerte en lo adverso. Ese es mi padre: mala hierba que crece en cualquier sitio de mi cuerpo tembloroso, apoderándose de mí.
El 16 de julio de 2009, justo a la hora en la que iba a tomar un avión con destino a Praga, mi madre murió ahogada en su propio vómito mientras él estaba borracho. Sospecho que él la mató, también que ya la había matado, poco a poco, a golpes, erosionando su cordura como una lija erosiona la madera. Un símil sencillo, efectivo, igual que las manazas con las que nos pegaba.
Mi madre acabó gorda, loca, desfigurada, repetía siempre lo mismo. Era imposible sostener con ella una conversación. Me daba pena, aunque no hice nada para evitarlo. Tampoco ella contribuyó a que las cosas fueran diferentes. Se negó a hacerlo cuando se le presentó la oportunidad.
Estamos en julio de 2010. Mi padre aún vive y yo escribo sobre él para entender qué me pasa, por qué sigo instalado en el miedo.
Tengo treinta y siete años, cumpliré treinta y ocho el 3 de noviembre.
Ya no soy un niño. Sin embargo, el miedo que me anega sigue siendo el mismo que padecía el niño que fui, aquel que jamás tuvo la valentía de enfrentarse con su padre, aquel niño que tiene los ojos como diminutos océanos y mira al padre
desde abajo, paralizado, mientras tiembla por dentro. Aún hoy no hay día que no me arrepienta de esa incapacidad.
El miedo resulta incomprensible.
Tal vez una prueba de valor son todos los años que llevo sin hablar con él. Tal vez mantener activo el silencio mediante el desapego es el mayor logro al que puedo aspirar. Entonces, por qué un simple comentario de una tercera persona sobre mi padre me genera rechazo, inquietud; por qué encontrármelo por la calle sin que él me vea me revuelve las tripas y me inyecta una dosis de desprecio; por qué la lectura de un libro que es un canto de amor hacia la figura paterna, una muestra de generosidad y de reconciliación, modifica mi ánimo y saca a la luz esta tendencia criminal hacia mi padre.
Quiero matarlo. Siempre lo he querido. Lo repito y no dejo de hacerlo, como si me proporcionase placer, como si en la repetición fuera posible hallar el valor necesario.
Paradójicamente me asalta la idea de llamar a mi padre y entrevistarlo para extraer su visión de los hechos con el fin de plasmarla aquí, en este libro. Pero no me atrevo. Algo tan banal como una llamada de teléfono supone para mí un viaje al infierno. Hace días que no dejo de darle vueltas. A pesar de las deformaciones que pueda relatar, considero esencial hablar con él a fin de que su testimonio se confronte con mi memoria.
La congoja de estar frente a él me bloquea. A lo mejor es una mera excusa que me pongo para no empezar esta búsqueda que me enfrente a mi padre, el mismo que menospreciaba todo lo que tuviera que ver con la cultura, el que se encargó de recalcarme que escribir era un fracaso, el que no se cansaba de repetirme que jamás llegaría a ningún sitio por ese camino de
perdedores, que iba a estamparme contra la nada y que él estaría ahí para reírse. Hasta ahora, quizá, no se haya equivocado. Hasta ahora, quizá, esté venciendo si es que esto es un combate.
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