Las gemelas de Auschwitz
La historia real de dos niñas frente al Ángel de la Muerte
Título original: The Twins of Auschwitz
Edición en formato digital: marzo, 2022
D. R. © 2009, Eva Mozes
D. R. © 2020, Lisa Rojany Buccieri
D. R. © 2022, derechos de edición mundiales en lengua castellana:
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D. R. © 2020, Peggy Tierney, por el epílogo
D. R. © 2021, Alejandra Ramos, por la traducción
Penguin Random House / Amalia Ángeles, por el diseño de portada
© Trevillion, por la fotografía de portada
Cortesía de las autoras, por sus fotografías
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ISBN: 978-607-380-512-4
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A Olivia, Chloe y Genevieve: la razón de todo.
Y a mi hermana Amanda por salvar mi vida
LISA ROJANY BUCCIERI
Miriam y yo éramos gemelas idénticas, pero también éramos las dos más pequeñas de cuatro hermanas. Escuchar a las dos mayores relatar de mala gana la historia de nuestro nacimiento bastaba para darse cuenta de inmediato que éramos las favoritas de la familia. ¿Acaso hay algo más dulce o bonito que dos gemelas idénticas?
Nacimos el 31 de enero de 1934 en el pueblo de Portz en Transilvania, Rumania, cerca de la frontera con Hungría. Desde que éramos bebés a nuestra madre le encantaba vestirnos con prendas iguales y ponernos grandes moños en el cabello para que la gente supiera de inmediato que éramos gemelitas. Incluso nos sentaba en el alféizar de la ventana en nuestra casa, y la gente que pasaba ni siquiera creía que fuéramos niñas reales. Pensaban que éramos hermosas muñecas.
Nos parecíamos tanto que nos tenían que poner etiquetas para diferenciarnos. A las tías, los tíos y los primos que nos visitaban en nuestra granja les gustaba jugar a las adivinanzas con nosotros y tratar de acertar quién era quién.
—¿Cuál es Miriam? ¿Cuál es Eva? —preguntaba con ojos brillantes un tío asombrado.
Mi madre sonreía orgullosa de sus muñequitas perfectas, y mis dos hermanas mayores seguramente ponían mala cara. De todas formas, casi nadie lograba adivinar. Cuando crecimos y empezamos a ir a la escuela usamos nuestro parecido de gemelas idénticas para engañar a la gente. Nos divertíamos horrores. Siempre que podíamos, aprovechábamos lo hermosas y únicas que éramos.
Aunque papá era estricto y nos advertía a nosotras y a nuestra madre sobre los peligros de la vanidad excesiva, y aunque hacía énfasis en que incluso la Biblia la desaconsejaba, mi madre siempre cuidó de nuestra apariencia de manera particular. Nos mandaba a hacer ropa a la medida como la gente lo hace ahora con los diseñadores de moda. Ordenaba telas de la ciudad y, cuando llegaban, nos llevaba a Miriam, a mí y a nuestras dos hermanas mayores, Edit y Aliz, a ver a una costurera en Széplak, un pueblo cercano. En la casa de la costurera, a mis hermanas y a mí nos permitían hojear con ansia revistas en las que veíamos a hermosas modelos vistiendo los estilos más recientes. Sin embargo, nuestra madre siempre tomaba la decisión final respecto al corte y el color de nuestros vestidos. Porque en aquel tiempo las niñas siempre usaban vestido, nunca pantalones ni overoles como los chicos. Además, nuestra madre siempre elegía para nosotras los colores guinda, azul pastel y rosa. Después de que nos medían, fijábamos una fecha para la prueba, y cuando regresábamos la costurera tenía listos los vestidos para que nos los probáramos.
Fotografía 1. Eva y Miriam Mozes, 1935.
Fotografía 2. Los padres de Eva: Alexander y Jaffa Mozes.
El estilo y el color eran siempre idénticos: dos piezas transformadas en un par igual y perfecto.
A otras personas las desconcertaba el hecho de que fuéramos gemelas idénticas, pero nuestro padre nos distinguía a Miriam y a mí por nuestra personalidad. Para saber quién era quién, a él le bastaba fijarse en la forma en que movía mi cuerpo, en alguno de los gestos que hacía o en la manera en que abría la boca. Aunque mi hermana nació antes, yo era la líder. También era más franca y abierta. Siempre que queríamos algo de papá, Edit, mi hermana mayor, me animaba a ser la que se acercara a él para pedírselo.
Mi padre era un judío profundamente religioso y siempre quiso un niño porque en aquel tiempo sólo los varones podían participar en la alabanza pública y decir el kadish, la oración judía del doliente cuando alguien fallecía. Sin embargo, no tuvo ningún hijo, solamente nos tuvo a mis hermanas y a mí. Como yo era la más chica de las gemelas y de todas las hermanas, con frecuencia se me quedaba mirando.
—Debiste ser niño —decía.
Creo que lo que quería decir era que yo había sido su última oportunidad de tener un hijo. Mi personalidad fortalecía esta noción: era fuerte, valiente y más abierta y franca, justamente como debió de haber imaginado que sería un hijo suyo.
El hecho de tener una personalidad más impetuosa me diferenciaba de las otras, pero también tenía una desventaja. Me daba la impresión de que mi padre creía que todo en mí era incorrecto: nada de lo que hacía parecía complacerlo. A menudo discutíamos y debatíamos, y yo no estaba dispuesta a ceder. Para mí, que mi padre dijera que tenía la razón sólo porque era hombre, porque era mi padre y porque era el jefe de la familia no era suficiente. Por eso parecía que él y yo siempre estábamos en desacuerdo.
Yo, definitivamente, recibía más atención de su parte que Miriam o mis otras hermanas, pero no era necesariamente el tipo de atención que deseaba. Como nunca aprendí a rodear el margen de la verdad con mentiritas blancas, siempre me metía en problemas. Recuerdo que a veces andaba de puntitas por la casa para evitar a mi padre, y estoy segura de que él con frecuencia también se cansaba de mí y mi bocota.