Yo, Dita Kraus.
La bibliotecaria de Auschwitz
Dita Kraus
Traducción de Ana Momplet Chico
YO, DITA KRAUS.
LA BIBLIOTECARIA DE AUSCHWITZ
Dita Kraus
LAS PODEROSAS Y EMOTIVAS MEMORIAS DE DITA KRAUS,
LA BIBLIOTECARIA DE AUSCHWITZ
Nacida en Praga en 1929, hija de familia judía, Dita Kraus ha vivido las décadas más turbulentas de los siglos XX y XXI . En estas, sus memorias, Dita escribe con sorprendente claridad sobre los horrores y las alegrías de una vida interrumpida por el Holocausto. Desde sus primeros recuerdos y amistades de infancia en Praga antes de la guerra, hasta la ocupación nazi que les llevó a ella y a su familia a ser enviadas al gueto judío en Terezín, así como el miedo y la valentía inimaginables de su encarcelamiento en Auschwitz y Bergen-Belsen, y la vida después de la liberación.
Dita ofrece un testimonio inquebrantable de las duras condiciones de los campamentos y su papel como bibliotecaria de los preciados libros que sus compañeros prisioneros lograron pasar como contrabando esquivando la mirada vigilante de los guardias y que ella atesoró y cuidó. Pero también mira más allá del Holocausto, haciendo hincapié en la vida que reconstruyó después de la guerra: su matrimonio con su compañero, también superviviente, Otto B. Kraus, una nueva vida en Israel y la felicidad y las angustias de la maternidad.
ACERCA DE LA AUTORA
Dita Kraus nació en Praga en 1929. En 1942, cuando Dita tenía trece años, ella y sus padres fueron deportados al gueto de Terezín, y luego a Auschwitz, donde el padre de Dita murió. Ella y su madre fueron enviadas a Alemania a realizar trabajos forzados, y finalmente al campo de concentración de Bergen-Belsen. La madre de Dita no sobrevivió. Después de la guerra, Dita se casó con el autor Otto B. Kraus, quien fue prisionero en Auschwitz y profesor en el campo de concentración. Emigraron a Israel en 1949, donde ambos empezaron a trabajar como maestros y tuvieron tres hijos. Desde la muerte de Otto en el año 2000, Dita vive sola en Netanya. Tiene cuatro nietos y cuatro bisnietos.
ACERCA DE LA OBRA
«Conocer a Dita Kraus es una de las cosas más importantes que me ha pasado en la vida.»
A NTONIO I TURBE , AUTOR DE L A BIBLIOTECARIA DE A USCHWITZ
Índice
PRIMERA PARTE
1929-1942
M i vida no es la vida real. Es algo anterior al comienzo de «la vida real», una especie de prólogo a la narración. Todavía no cuenta, es solo un ensayo. Y alguien observa desde atrás, tal vez desde arriba, y me juzga. Hay un ser que controla y valora mi comportamiento. Tal vez no esté ahí fuera, sino dentro de mí. ¿Quizá sea mi madre? ¿O mi abuela? ¿O algo más interno… mi «ello»? No tengo ni idea. Pero siempre está ahí, sosteniendo un espejo invisible delante de mí.
Noto su aprobación y su desaprobación, esta última me hace estremecer por dentro, tratando de reprimir la conciencia intranquila, o buscarme excusas, aunque el sentimiento negativo es tremendamente tenaz e imposible de ahuyentar. Trato de encontrar razones para haber hecho o dicho lo que desagrada a mi controlador, pero al mismo tiempo sé que solo estoy intentando justificar mi ofensa.
Aún no sé qué relación tiene esto con la sensación de que mi vida esté aplazada. Hasta donde recuerdo, siempre he estado más centrada en el mañana que en lo que experimento en este momento concreto. Incluso ahora, cuando voy a un concierto, estoy pensando en el viaje de vuelta y la agenda del día siguiente, no en la música que he ido a escuchar. Cuando como, mi mente está en lavar los platos, y cuando me acuesto ya estoy planeando lo que haré al despertar. Nunca está en el aquí y el ahora, e intuyo que me estoy perdiendo el disfrute del presente. Hay demasiado control: nunca me dejo llevar, nunca me relajo del todo. Siempre está presente «El Observador», siempre juzgando.
Debía de ser muy pequeña cuando empecé a aplazar mi vida. Era una especie de posposición indefinida, una satisfacción aplazada. ¿Cómo la «aplazaba»? Aceptando la amarga realidad de que no conseguiría lo que quería, desde luego no a corto plazo, probablemente nunca. Me decía a mí misma que debía tener paciencia, que la plenitud tal vez viniera más adelante. O nunca. Pensaba que tal vez, si ponía mi esperanza en espera y no pensaba en ella, algún día podía salir bien.
En el fondo, sigo pensando que el círculo se cerrará y que las cosas tomarán su debido curso, que todo volverá a su lugar normal; solo tengo que aplazarlo.
Sin embargo, estos fragmentos atrasados de mi vida, estos espacios vacíos, han creado lagunas, de modo que el mosaico de mi existencia tiene ángulos muertos donde la imagen queda inacabada.
Son muchas lagunas. ¿Cómo voy a llenarlas? El tiempo se acaba: quién sabe cuánto me queda de vida. Ya tengo cuatro nietos y cuatro bisnietos. La mayoría de los personajes de mi pasado murieron y no pueden contestar a mis preguntas. Intentaré reunir esos fragmentos y escribirlos: tal vez consiga un esbozo que llene los espacios en blanco del mosaico…
Infancia
M is primeros recuerdos surgen de la nada que precede a la memoria consciente. Son como una imagen que parpadea unos instantes en la pantalla y vuelve a desaparecer en la oscuridad. Pero cada una de ellas está bañada de emoción.
Me han colocado sobre una báscula infantil, en una mesa cubierta con un hule, en la consulta de la médica. Estoy desnuda y noto el metal duro y frío contra mi espalda. Puede que tenga dos, o dos años y medio. Madre y la médica de blanco se ciernen sobre mí. No tengo miedo porque sonríen.
La doctora Desensy-Bill era nuestra pediatra. Recuerdo otras visitas posteriores. Me ponía la palma de la mano sobre el pecho, me daba unos golpecitos con el dedo corazón y luego escuchaba, apretando la oreja contra mi piel. La consulta estaba unida a su casa por una puerta de cuero marrón acolchado con botones de latón.
A veces, Madre se quedaba a hablar con la doctora y me hacían salir por la gruesa puerta que, aunque pesada, se movía con facilidad y sin hacer ruido, para ir a jugar con su hija Lucy. Esta tenía más o menos mi edad, pero no me caía demasiado bien. Era aburrida.
Otro recuerdo. Es de noche y estoy de pie sobre mi cama, llorando aterrada. Debo de ser muy pequeña, porque estoy agarrada a la barandilla de la cuna con ambas manos. Madre y Mitzi, nuestra doncella, están conmigo, tratando de calmarme. Pero yo no me tranquilizo, porque hace un instante una mano atravesó la pared e intentó agarrarme. Madre me saca de la cuna y me lleva al otro lado de la pared, al cuarto de baño, para mostrarme que no hay ningún agujero. Ella y Mitzi me dicen que ninguna mano puede atravesar una pared sólida. Pero no lo saben: ellas no la han visto. Yo sí. Cuando dejo de llorar, vuelven a dejarme en la cuna, creyendo que me han convencido. Me tapan y apagan la luz. Sin embargo, el miedo sigue ahí y durante varias semanas, solo me duermo si separan la cuna de la pared.
Otra escena sale de la oscuridad del no saber. Es perturbadora. Yo estoy en la bañera y Madre sentada en el borde. De pronto, veo lágrimas cayendo sigilosamente por sus mejillas. Madre está llorando en silencio. Me asusta y yo también empiezo a llorar. «¿Qué he hecho? —pregunto—. ¿Qué he hecho?» Pero ella sacude la cabeza, no me contesta. No sé por qué lloraba. ¿Le hizo daño alguien? ¿Fue culpa mía? ¿Me porté mal? No sé, no tengo ni idea. Y aún ahora, al recordarlo, siento tristeza, culpa y dolor.
El nombre de soltera de mi madre era Elisabeth Liesl Adler. Tenía un hermano llamado Hugo, diez años mayor que ella. Su madre murió cuando ella aún era un bebé y su padre, juez, volvió a casarse. Madre decía que su madrastra era una mujer justa y concienzuda, pero que le faltaba efusividad y amor maternal. No recuerdo al abuelo Adler, murió al poco de nacer yo. Hugo también se hizo juez. Se casó, pero no tuvo hijos. Solo le llegué a ver dos veces en mi vida.