Prólogo
El caso que nos relata Carolina cambió al país. Chile no fue el mismo después de conocidos estos hechos. Generó una intranquilidad que se transformó en un rumor sordo e inquietante: un psicópata andaba suelto y había que capturarlo. Situaciones como estas se conocían por el cine o la televisión, en Chile no solían ocurrir. Carolina no tenía como imaginar, hace veinte años, que su acto de arrojo iba a ser clave para encontrar al autor de uno de los crímenes más violentos cometidos en Santiago de Chile.
Esta historia es un relato de un trauma severo e inesperado sobre cómo Carolina logró sobrevivir a una noche de violencia y terror. Pero no solo habla de sobrevivencia. Es también una historia de sanación, de porfía y rebeldía frente a la brutalidad de la violencia arbitraria, que la lleva a escribir este libro doloroso y, a la vez, reparador.
Recuerdo que la conocí a los pocos días de ocurridos los traumáticos eventos. En ese entonces lo importante es que su familia sobreviviera a la furia homicida de la cual había sido víctimas durante toda una noche. Al igual que ahora, vi a una chica muy joven, en apariencia frágil, pero con mucha fortaleza interior. A medida en que se fue recuperando físicamente, trató de comprender lo que les había pasado. Los objetivos de encontrar y encarcelar al culpable, conocer su identidad y su trayectoria delictual, además de identificarlo, encaminaron a Carolina a la recuperación emocional, de la cual forma parte fundamental este libro.
Las personas podemos rebelarnos contra el daño causado de manera injusta y profunda, para evitar que siga produciendo sus efectos en el tiempo, dejándolo atrás. Pero no se trata de usar mecanismos de defensa primitivos, no se trata de negar o reprimir la vivencia traumática (tentación constante que no nos permitirá sanar). Por el contrario, se trata de mirar de frente la realidad de lo ocurrido, comprenderla y superarla para que quede atrás. Como la cicatriz de una herida profunda, hay que cuidarla y limpiarla, para que cicatrice desde lo más hondo hasta que quede solo una huella de lo que fue una lesión.
Carolina es una persona excepcional, no solo por su valentía y su coraje al enfrentar a su agresor, sino que también por mirar al dolor de cerca para, al final, relegarlo al pasado. De alguna manera, ella ha marcado un camino para otras mujeres y jóvenes que sufren experiencias al límite de la muerte, en que se padece de violencia extrema, esa parte del ser humano que no hemos logrado suprimir con siglos de civilización. Ha hecho una ruta que va de la sobrevivencia a la sanación, para recuperar su propia biografía y expulsar los demonios que dejan estas experiencias.
Admiro a Carolina, a su madre y a su hermano pequeño por el temple que se requiere para sobrevivir y mostrar que uno puede sanar, pese a todo. Es una lección que espero les sirva a tantas personas que sienten que quedaron atrapadas por sus traumas.
Juan Pablo Hermosilla
Santiago, agosto de 2022
Nota de la autora
Fueron muchos años de silencio, pero no hay tiempo ni plazo para mantener en las sombras una historia que no me permitía ser libre. Para sanarla, afrontarla y perdonar. De manera inconsciente, durante veinte años, me sentí expuesta, vulnerable y acorralada por muchos miedos. Los escondí, los callé y seguí adelante.
Un día, por diversas razones que nada tenían que ver con mi historia, tomamos la decisión familiar de salir de Chile para vivir en el país natal de mi marido, Colombia. Con un esperanzador camino por delante, salí de mi país con él, mis dos hijas y miles de maletas de bagaje emocional, que pretendí dejar atrás como quien se despide de su pasado agitando la palma de una mano.
Lejos de olvidar, desde la distancia comprendí la naturaleza de muchos miedos que pude descifrar con claridad. A miles de kilómetros de Chile, comencé a mirar mi historia desde perspectivas nuevas y a entender mi negación de tantos años en afrontarla. Mi cuerpo había somatizado el silencio, volviéndome presa de todo lo que tenía escondido.
Dos décadas después, habiendo olvidado muchos fragmentos de una noche interminable, intenté hablar de ello pero mi voz no salía, mis manos me temblaban y el corazón me latía con la fuerza de mil impulsos, paralizándome y congelándome.
Sentí una dualidad entre querer y necesitar hablar y, al mismo tiempo, una voz tenue diciéndome que siguiera callando, pues era lo mejor. Me lo cuestioné mucho. ¿Por qué ahora? Si yo ya lo había enterrado muy dentro mío.
Fue entonces cuando descubrí que había un propósito mayor que sanarme y liberarme de esta historia. Mi verdadera intención era trascender a través de mi testimonio, para ayudar a muchas mujeres que viven presas de sus propias historias, que callan y que se encierran en dolores muy justificados, sin poder ser libres de hablar y de manifestar. En familias que viven secretos a voces, en parejas que son cómplices del dolor, en mujeres que siguen adelante, con valentía, fuerza y coraje, sin saber que ninguna de esas cualidades borra el dolor y el recuerdo que las acecha día a día.
Al comienzo plantee muchas preguntas sobre el porqué de tanta violencia, de tanto odio y lucha de clases, influenciada también por la situación que vive actualmente mi país. Esto me empujó un poco más profundizar en aspectos clave de lo que viví a mis 18 años. Hay en mí una profunda necesidad de transmitir con este libro una palabra que considero esencial: empatía, con la mujer, la sociedad, la cultura y con un Chile y un mundo que necesita, más que nunca, sanar.
Empatizar con cualquier persona sin mirar su posición social, nivel educativo u otra diferencia es un gran reto. Ningún estatus, carencia, recurso o pensamiento te vuelve más fuerte, ni más resistente, ni te regala resiliencia porque sí. Para sanar, todos somos seres humanos.
Si esta historia logra tocar un alma, ser empática con el dolor de al menos una mujer que haya pasado por una situación similar y haya decidido callar y esconder, mi trabajo estará más que recompensado. La voz que escondí es la misma que hoy me impulsa a hablar fuerte y claro, revolviendo sentimientos con una historia dura, pero necesaria, para entregar e inspirar.
C AROLINA J ADUE Z AROR
Medellín, junio de 2022
Me desperté agitada, empapada en sudor. Mi primera reacción fue mirarme el brazo izquierdo. Ahí estaba la cicatriz, intacta, cerrada. Levanté mi camisa de dormir para cerciorarme de que la que tengo en el costado, a la altura de mis costillas, también estuviera así.
Suspiré aliviada. Cerré mis ojos y recordé la pesadilla. Nunca, en veinte años, mi inconsciente había develado una imagen tan nítida del hombre que nos atacó y secuestró en nuestra propia casa; el «psicópata de La Dehesa», denominado así después de atacarnos.
Ese día supe que había tantas cosas enterradas en mí. En lo más profundo, bajo todas las capas de mi conciencia. Escondidas, resguardadas, ignoradas. Se manifestaban a través de miedos específicos, sensaciones, recuerdos fugaces. De esos que te hacen cerrar los ojos con firmeza, para olvidar lo que estás sintiendo. Escuché y leí en silencio, durante tanto tiempo, todo lo que se especuló, lo que se dijo, lo que se escribió, sin nunca tratar de encontrar un espacio para mi versión. No sentí la necesidad de plasmar en papel el transcurso de la noche más larga y tortuosa de mi vida hasta hoy, pues cuando el dolor acecha el cuerpo y el alma, también te roba parte de tu voz.