Jay Asher, autor best seller #1 de The New York Times , nos trae un romance que romperá tu corazón en mil pedazos.
“Noche de luz es una historia dulce y desgarradora sobre el primer amor y el perdón. Trata sobre las segundas oportunidades y sobre aprender a ver a las personas por lo que realmente son.
Sierra está de paso por la ciudad junto a su familia, como lo hacen todos los años, por eso intentan no crear vínculos con nadie. Caleb necesita perdonarse por algo horrible que hizo. Aunque recién cuando conoce a Sierra se da cuenta de ello.
Me reí, festejé, lloré y, ¡cielos!, me enamoré de Sierra, Caleb y su exquisita historia de amor”.
Un muchacho agradecido.
Capítulo 1
–O dio esta época del año –dice Rachel–. Lo siento, Sierra. Seguramente repito esto todo el tiempo, pero es la verdad.
La niebla de la mañana hace apenas visible la entrada de la escuela en el fondo del patio. Decidimos mantenernos por el pavimento para evitar el césped húmedo, pero Rachel no se está quejando del clima.
–Por favor, no hagas esto –le suplico–. Vas a hacerme llorar de nuevo. Solo quiero pasar esta semana sin...
–¡Pero ni siquiera es una semana! –me interrumpe–. Son dos días. Solo faltan dos días para el receso del Día de Acción de Gracias, y luego te marchas por un mes entero de nuevo. ¡Más de un mes!
Tomo a Rachel por el brazo mientras caminamos. A pesar de ser yo la que se va lejos de nuevo durante las vacaciones, Rachel cada año siente que es su mundo el que se da vuelta. La expresión de tristeza en su rostro y sus hombros caídos juegan completamente a mi favor, ya que sé que al menos alguien me va a extrañar, y siempre estoy agradecida por su melodrama. Si bien me encanta el lugar adonde voy, sigue siendo difícil decir adiós. Pero saber que mis mejores amigas están contando los días para que regrese lo hace mucho más fácil.
–¿Ves lo que logras? Ya están empezando –le digo al señalarle la lágrima que comienza a caer de mi ojo.
Esta mañana, cuando volvíamos con mi mamá de nuestra plantación de árboles de Navidad, el cielo estaba prácticamente despejado. Los trabajadores en el campo cortaban la producción de árboles de este año y, a lo lejos, se podía oír el zumbido de sus motosierras como si fueran mosquitos.
La niebla se tornó más densa y tuvimos que aminorar la marcha. Se podía ver cómo cubría las pequeñas granjas, la carretera y la ciudad, mientras esparcía la esencia típica de la temporada. Durante esta época del año, en nuestra pequeña ciudad en el estado de Oregon se puede sentir el aroma de los árboles de Navidad recién cortados. En otras ocasiones, el ambiente se cubre con los olores de la producción de maíz dulce y remolacha azucarera.
Rachel mantiene abierta para mí una de las puertas de vidrio y me sigue hacia mi casillero. Una vez allí, sacude su brillante reloj rojo delante de mí.
–Aún nos quedan quince minutos –señala–. Estoy de mal humor y tengo frío. Vamos a buscar una taza de café antes de que suene la primera campana.
La directora del teatro escolar, la señorita Livingston, de una manera no muy amigable, incita a sus estudiantes a ingerir tanta cafeína como sea necesaria para poder presentar las obras a tiempo. Entre bastidores, la cafetera siempre está llena. Y Rachel, al ser la encargada principal del diseño de escenografía, tiene acceso libre al auditorio.
El fin de semana pasado, presentaron la última función de La tiendita del horror. No desarmarán la escenografía hasta pasado el Día de Acción de Gracias, por lo que todavía se encuentra en pie al encender las luces desde el fondo del auditorio. Sentada en el escenario, entre el mostrador de la florería y la gran planta verde come hombres, se encuentra Elizabeth, quien se incorpora al vernos y nos saluda desde lejos.
–Este año quisimos entregarte algo para que lleves contigo a California –comenta Rachel mientras camina delante de mí por el pasillo.
La sigo a través de una hilera vacía de cómodos asientos rojos. Claramente, no les preocupa si estos últimos días en la escuela me los paso llorando. Subo al escenario por la escalera y Elizabeth se levanta, corre hacia mí y me abraza.
–Tenía razón –le comenta a Rachel mientras me sujeta–. Te dije que ella iba a llorar.
–Las odio –les digo cariñosamente.
Elizabeth me entrega dos paquetes envueltos en un papel de Navidad plateado y brillante, aunque ya creo saber qué es lo que me están regalando. La semana pasada visitamos una tienda de regalos en el centro y las vi curiosear sobre unos portarretratos del mismo tamaño que estos paquetes. Tomo asiento para abrirlos y me apoyo contra el mostrador justo por debajo de la antigua caja registradora.
Rachel se sienta con las piernas cruzadas frente a mí, nuestras rodillas se rozan.
–Están rompiendo las reglas –les reclamo. Logro pasar un dedo por debajo de un pliegue del envoltorio del primer regalo–. Se suponía que no haríamos esto hasta que regresara.
–Queríamos que tuvieras algo que te recuerde a nosotras todos los días –comenta Elizabeth.
–Nos da un poco de vergüenza saber que no hicimos esto desde la primera vez que te marchaste –agrega Rachel.
–¿Qué? ¿Te refieres a cuando éramos bebés?
Durante mi primera Navidad, mamá se quedó conmigo aquí, en la granja, mientras papá administraba el lote de árboles en California. Al año siguiente, mamá pensó que debíamos quedarnos en nuestro hogar por una temporada más, pero papá no quería estar lejos de nosotras otra vez. Había dicho que prefería estar lejos del lote por un año y centrar el negocio en enviar los árboles a diferentes vendedores alrededor del país. Pero mamá sintió lástima por las familias que tienen como una tradición visitarnos para comprar sus árboles. Para ellos también es una tradición muy valiosa, ya que papá heredó el negocio de su padre. De hecho, ellos se conocieron porque mamá y sus padres eran clientes habituales. Por eso, cada año paso allí los días desde el Día de Acción de Gracias hasta Navidad.
Rachel se reclina en el escenario, apoyándose en sus manos.
–¿Tus padres ya decidieron si esta será la última Navidad que pasarán en California?
Logro rasgar una parte de la cinta adhesiva que une los pliegues del paquete.
–¿Los de la tienda envolvieron esto?
Rachel le susurra a Elizabeth lo suficientemente fuerte como para que yo la pueda oír.
–Cambia de tema.
–Perdón –contesto–. Es que odio pensar que este puede ser nuestro último año allí. Saben que las quiero mucho, pero de verdad voy a extrañar visitar ese lugar. Lo único que sé es lo que pude escuchar por casualidad, todavía no me lo han confirmado, pero parecen estar muy preocupados por las finanzas. Hasta que no se hayan decidido, no quiero ponerme de ningún lado.
Si manejamos el lote por tres temporadas más, se habrán cumplido treinta años desde su apertura. En aquel entonces, nuestra pequeña ciudad se encontraba en un momento de rápido crecimiento. En las grandes ciudades aledañas a nuestra granja en Oregon, se habían establecido algunos de estos lotes, por no decir centenares de ellos. En la actualidad, uno puede comprar su árbol en un supermercado o en una ferretería, o incluso a personas que los venden para recaudar fondos. Sin embargo, los lotes de árboles como el nuestro no son muy comunes en estos días. Si lo abandonamos, nos tendremos que encargar solamente de suministrar a los supermercados y recaudadores de fondos o proveer a otros lotes con nuestros árboles.