Cuando empecé a pensar qué escribiría en estos episodios autobiográficos me di cuenta de dos cosas. La primera, que no podía escribir todos mis recuerdos porque eran demasiados. Forzosamente tenía que prescindir de muchos, y a veces muy queridos para mí, pues, de otro modo, iban a terminar aburriendo a sus eventuales lectores. Esto me planteó la necesidad de hacer una selección y, por lo tanto, lo que les cuento es todo verdad, aunque no es toda la verdad.
La segunda cosa de la que me di cuenta es que la memoria falla y, a veces, se le escapan nombres, fechas, episodios. Cuesta recordar algunos, y otros, por más esfuerzos que uno hace, no consigue recuperarlos. Hay como una imagen difusa que se hace más difusa cuando uno intenta encerrarla en palabras hasta que, muchas veces, finalmente se escapa. A veces regresa alguna imagen de improviso, pero si uno no está atento a anotarla cuando llega, vuelve a escaparse. Esta es la segunda razón para decirles que, si bien todo lo que les narro es verdad, no pretende ser toda la verdad.
Por otra parte, lo más probable es que el inconsciente también juegue su rol en el olvido de ciertos recuerdos que nos dañan, embellezca otros y los resalte, dándoles mayor importancia. Entonces nuestros recuerdos también son deformados y, siendo verdaderos, no equivalen a toda la verdad.
Con plena conciencia de esas limitaciones, defino estos episodios autobiográficos como una “historia no oficial” pero verdadera. No tiene la pretensión de ser la historia oficial, sino de ser –porque lo es– una historia que es verdad.
Capítulo I
1941-1957: mis primeros años (Valdivia, Mantilhue y Concepción)
Aunque algunas veces usé otros, mi nombre legal es Humberto Arcos Vera. Nací el 22 de diciembre de 1941 en Valdivia. Mala fecha para nacer. Nunca recibí regalos de cumpleaños, solo recibía los de Navidad.
Mi padre se llamaba Juan Nepomuceno Arcos Rivera, y mi madre, Tránsito Vera Arévalo. Tuve muchos hermanos. Euduvigis fue la mayor. La seguía René, después Hilda, Benita, Ester, Pancho, Grene, Delfín y yo, el menor de todos. Según estas cuentas fuimos nueve, pero en mis recuerdos se hablaba de trece hermanos. Tal vez algunos murieron cuando niños y no los alcancé a conocer.
A mi padre lo recuerdo siempre como un pensionado activo . Nació en 1890, no sé dónde, pero supongo que venía de Santiago, porque allí hizo su servicio militar. Tenía una pensión porque antes había trabajado en las minas. Hablaba de haber estado en el carbón en “Pupunahue”, en lo que ahora es la comuna de Mafil; en “Catamutún”, próximo a La Unión; en “Huilma”, cerca de Osorno, y en el oro en “Madre de Dios”, cerca de San José de la Mariquina. En todas esas minas ayudó a formar sindicatos y fue presidente del de Pupunahue cuando era una empresa minera relativamente grande, con cerca de cuatrocientos trabajadores. No sé cuándo se vinculó al Partido Comunista, pero toda la vida lo conocí como militante.
Decía que recuerda a mi padre como pensionado activo porque, como la pensión no era muy grande, siempre siguió trabajando. En algo parecido a las empresas contratistas de hoy, organizaba cuadrillas y trabajaba en la construcción de caminos y canales. La diferencia era que no había capitales de por medio ni maquinarias, sino solo las herramientas que tenían los trabajadores. Los que organizaban las cuadrillas y conseguían la pega también trabajaban, pero no en oficinas. La supervisión y el control se realizaban en terreno, trabajando hombro a hombro con los demás.
Lo otro que recuerdo de mi padre y que me impresionaba era su caligrafía. Escribía con una letra muy hermosa, como dibujada más que escrita. Yo pensaba que tal vez, antes de entrar a las minas, había sido un calígrafo profesional, empleado en alguna notaría o algo así, cuando todavía no se generalizaban las máquinas de escribir.
Mi madre, como se usaba en aquellos tiempos, era solo “dueña de casa”. Ese trabajo sí que era duro en una casa con nueve hijos y poca plata. Ella era hija de Emilia Arévalo, una viuda (cuando yo la conocí) que tenía un campo bastante grande, alrededor de 1.000 has., en Pufudi, cerca de Valdivia. Con las tías, algunos fines de semana íbamos a visitarla al fundo y lo pasábamos muy bien. Yo era el regalón de la abuela, y ella me convidaba a dormir en su cama, la mejor cama que conocí por muchos años. Las tías también lo pasaban bien, estaban siempre muy alegres y muertas de la risa (y no se tomaban ni un trago). Muchos años más tarde me enteré de que en el campo había amapolas y que las tías – y supongo que también la abuela o al menos con su visto bueno– sacaban amapolas, las molían y las mezclaban con la yerba mate. Pienso que esos mates dulces, con yerba y amapolas, ayudaban a que se manifestara esa tremenda alegría que afloraba cada vez que nos reuníamos en el campo de Pufudi.
Estudié en la Escuela Nº 3 de Valdivia. Entre 1947 y el 1952 hice mis seis años de preparatoria (como se llamaba entonces la enseñanza básica de ahora). No fui un alumno destacado, pero tampoco uno muy malo. El segundo año me hice amigo de Nelson Carrasco, un compañero que había repetido dos veces y empecé a estudiar con él. Desde entonces , y hasta que llegamos a sexto, pasó todos los cursos sin repetir nunca más. Así que supongo que debo haber sido algo bueno para el estudio.
Este amigo, Nelson Carrasco, practicaba boxeo desde pequeño y fue campeón de Chile en peso mosca. Tal vez para devolverme la mano, me entusiasmó, a mí y a otros compañeros, para que nos metiéramos en ese deporte. Íbamos a entrenar al Regimiento Caupolicán, que en ese entonces estaba en Valdivia. El padre de Nelson era suboficial y el guaripola del regimiento, así que nos conseguía todas las facilidades y también nos entregaba consejos para mejorar nuestra práctica deportiva.
Desde que entramos a la escuela, las vacaciones eran para trabajar. Mi padre era respetado y conocía a mucha gente, por lo que siempre nos encontraba pega. Mi primer trabajo fue en un taller que fabricaba bolsas de papel. Éramos solo tres personas. Recuerdo que había un olor a engrudo que de algún modo me perseguía todo el día, en el camino de regreso y en la casa. Allí, más que el agua y el jabón, eran los aromas de las comidas que preparaba mi madre los que me liberaban de esa tortura (aunque después conocí peores, en aquel tiempo oler permanentemente a engrudo me parecía la más horrenda tortura imaginable).
Después mi padre, accediendo a mi petición, me buscó otro trabajo, esta vez en un taller mecánico. Allí aprendí, después de una gran metida de pata, que el agua que necesitaban las baterías era agua destilada: yo las había llenado con agua de la llave. En mis terceras vacaciones, gracias a mis experiencias anteriores, me consiguieron trabajo en un taller de la Ford (en ese entonces, qué distinta era la situación para encontrar trabajo comparada con la que hoy enfrentan los jóvenes, incluso con estudios técnicos o profesionales. Claro que lo nuestro era verdaderamente trabajo infantil y seguramente los salarios eran ínfimos).
Recién cumplidos los nueve años, en el verano del 51, entré a trabajar en la Industria Metalúrgica Marina y Astilleros “Immar” de Valdivia. Allí me encontré con un “hado madrino”. Era un gringo, socio de la empresa que se encargaba especialmente de la parte técnica (quizás cuál sería su apellido: nosotros lo llamábamos el gringo Ale). Parece que le cayó bien que fuera tan niño a trabajar y le ordenó a un maestro que me enseñara a soldar. Y ahí empecé la profesión que me ha permitido vivir toda la vida.
Debo decir que fuimos muchos los niños que le debemos nuestra profesión a ese gringo. Tal como a mí me mandó a aprender a soldar, a otros los guió para que se formaran como remachadores y a otros como caldereros. Aprovechaba la empresa como una escuela de formación técnica. Desde ese año, Immar se transformó en el lugar de aprendizaje y trabajo de mis vacaciones. Y vaya que aprendí a soldar. Trabajábamos soldando estanques enormes, vagones de ferrocarriles, barcos de harto calado, no lanchitas, barcos de verdad. Cuando terminé sexto de preparatoria, seguí trabajando permanentemente en Immar.