Gracias a Ben Cairns, Tristan Davies, Diana Eden, Georgia Garrett, Nick Hornby, Anthony Lane, Cat Ledger, Charlie Meredith, Ian Parker, Tom Sutcliffe, Andrew Watson y Richard Williams. Y gracias en especial a Sabine Durrant.
EL GRUPO SIN NOMBRE
Estamos en 1971, T. Rex están en el número dos de las listas con «Jeepster» y yo soy el cantante y guitarra solista en el garaje de la casa de John Taylor. En realidad no tengo guitarra, pero sí tengo un ukelele de dos cuerdas, uno de los dos que encontré en el desván de casa. También tengo un par de gafas de sol de plástico y un chaleco que encontré en el baúl de los disfraces. Tengo nueve años y me parece haber visto a la madre de John Taylor asomada por una de las ventanitas cuadradas situadas en lo alto de las puertas del garaje. Estoy bastante seguro de que se estaba riendo, pero no voy a dejar que eso me desanime.
Mi primo Ian, que vive en la casa situada al otro extremo del jardín de John Taylor, está detrás de mí a la batería… o más bien al tambor, ya que está golpeando uno que encontró en la basura en el cobertizo de su padre. A un lado, Phil, que está en nuestra clase, toca el bajo, salvo que no hay bajo, así que está usando el segundo de los ukeleles. John Taylor, que es mucho más pequeño que los demás, se encarga de la percusión. Agita una especie de botella llena de arena o piedras o Dios sabe qué.
Yo estoy un poco enfadado con John Taylor porque mientras rebuscábamos entre la ropa se ha agenciado el cinturón de balas, un modelo viejo del ejército. No tiene balas, pero es muy ancho y negro y peligroso. Personalmente, creo que el cinturón de balas debería ser para el guitarra solista, pero se está malgastando con el percusionista. Porque, a ver, ¿quién repara en el percusionista?
No obstante, el problema del cinturón no es nada en comparación con lo que John Taylor está haciendo ahora mismo. De hecho, estaría dispuesto a otorgarle derechos incuestionables sobre el cinturón para siempre, desde ahora mismo, si dejara de hacer lo que está haciendo, que es andar, mientras tocamos, en grandes círculos en el sentido de las agujas del reloj pasando por detrás del tambor, luego por delante de mí (¡por delante de mí!) y luego otra vez hacia atrás para volver a pasar por detrás del tambor. Además camina con zancadas exageradas y ridículas, y cada vez que pone un pie en el suelo, sacude la botella. Paso, paso. Botella, botella.
Estoy indignado. ¿Qué cree que parece? ¿Qué piensa que es esto?
Así que a mitad de la segunda estrofa (o donde debería ir la segunda estrofa si la canción tuviera), justo después de pasar por delante de mí por tercera vez en su estúpido recorrido, dejo de tocar y me dirijo a él.
—¿Qué haces?
Porque creo que sé lo que está haciendo; creo que se lo está tomando a cachondeo. O que intenta que todo se vaya a la porra. O que se lo está tomando a cachondeo y quiere que todo se vaya a la porra. O que pretende robarme el protagonismo, igual que hizo con el cinturón… Su respuesta es ponerse a la defensiva, como era de prever.
—Es mi forma de tocar —responde.
—Así no es como lo hacen —le digo.
—Pero no sé tocar de otra forma. Así lo hago yo.
—Así no es como lo hacen —repito.
—Es mi garaje —replica de forma irrefutable.
Al final, me rindo. Agarro mi ukelele, me marcho y decido no volver nunca más. ¿Quién necesita a estos aficionados? Lo que yo quiero es un grupo de verdad.
LOS BEATLES
Siempre que alguien me pregunta cuál fue el primer disco que compré, les respondo con orgullo que el single de «Let It Be» de los Beatles, que adquirí la primera vez que salió a la venta en 1970 cuando yo tenía ocho años. Sin embargo, creo que, como a casi todos los que les hacen esta pregunta (y calculo que con una vida social normal la frecuencia es de tres a cuatro veces al año), miento como un bellaco. «Let It Be» no fue el primer single que compré.
He repasado mis discos y he comprobado que antes de tener «Let It Be» ya tenía otros en mi poder, discos que con los años he llegado a pasar por alto. Sin embargo, debo decir que la verdad me ha dejado un poco parado. Estoy tan acostumbrado a relacionarme con el himno de los Beatles que, cuando vuelve a surgir este tema de conversación y alguien pregunta cuál fue mi primer disco, ni siquiera soy consciente de estar mintiendo; nunca empiezo a decir otro nombre y luego me corrijo de forma precipitada y respondo que «Let It Be».
Soy incapaz de determinar el momento preciso en el que empecé a dejarme llevar por esta ficción, aunque estoy seguro de que debe de haber sido una decisión bien meditada. Cuando hablas de tu primer disco, estás afirmando algo sobre lo pronto que empezaste a recorrer este camino: estás marcando el momento en el que surgió el flechazo entre la música pop y tú. Y debí de darme cuenta en algún momento que no quería empezar en cualquier punto. Además, debí de pensar también que la relación entre una persona y su primer disco era demasiado importante para basarla en algo tan insustancial o arbitrario como la verdad.
Así pues, seguí adelante y jugueteé con la historia, y mediante una manipulación peculiarmente sensata del pasado, llegué al single que marcó el final de los Beatles, y no al disco de la canción infantil «A Windmill in Old Amsterdam», que era, en el sentido estricto de la palabra, el primer disco que puedo decir que me perteneció. Aunque la canción de Ronnie Hilton es dulce y alegre («He visto un ratón / ¿Dónde? / En las escaleras / ¿Dónde en las escaleras?», etc.), no era precisamente lo que quería que definiera el inicio de mi relación con el pop.
Por la misma razón, he descartado también mi disco de canciones de El libro de la selva, comprado en el Woolworths de Colchester, y asimismo adquirido unos años antes de que John y Paul empezaran a pasar olímpicamente uno del otro.
Un pequeño inciso sobre el disco de El libro de la selva: cuando lo escuché, descubrí que no era la banda sonora original de la película, sino una imitación de mala calidad de cantantes de segunda fila (un Mowgli fraudulento, un Balou falso). Era como esos discos baratos de números uno que se vendían como churros en la época y que solían incluir una selección de las canciones de moda interpretadas por imitadores que no vendían nada, salvo que en la portada de mi banda sonora de El libro de la selva no salía una mujer con un biquini de ante con flecos, sino una imagen bastante auténtica del Coronel y sus amigos pastoreando alegremente por la maleza, lo cual, en mi inocencia, tomé por una señal de que era un producto original de Disney. Tampoco es que importara mucho. Tras escucharlo una vez tras otra durante cinco días, me las arreglé para convencerme de que esa imitación barata era tan válida como el original; un efecto que volví a experimentar muchos años después, aunque con un éxito considerablemente menor, con los discos de Paul Young.
Es igual. En el tema crucial de mi primer disco, en algún momento del camino empecé a desviarme y decidí saltarme algunas compras hasta 1970, cuando los Beatles estaban a punto de desintegrarse y la ocasión quedó marcada con «Let It Be», esa canción vidriosa y balanceante en la que puedes oírles despedirse virtualmente de la década de 1960 y de todos nosotros. En aquel momento, el New Musical Express definió la canción como «una lápida de cartón», argumentando que «Let It Be» (que, cabe mencionar, contiene una alta proporción de religiosidad) no era un tributo a la altura de los Beatles, que no era una última nota adecuada para el grupo que, en tantos sentidos, lo había empezado todo. Yo entiendo lo que quieren decir. No hay una forma más sencilla de medir hasta dónde llegaron los Beatles y cuánto perdieron por el camino que marcar la distancia entre «She Loves You», en la que cada segundo parece contar sumamente más que el anterior, y el derrotismo cíclico de «Let It Be».