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Eva Moreno - La cueva de los ocultos

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Eva Moreno La cueva de los ocultos

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LA CUEVA DE LOS OCULTOS

Eva Moreno Villalba


© Eva Moreno Villalba, 2011.

Todos los derechos reservados.

Registro de la propiedad intelectual/ Número de asiento registral: 16/2012/2411


Eva Moreno Villalba nació en 1968 en Madrid. Licenciada en Filosofía por la UAM, es profesora de Educación Secundaria desde hace casi 20 años, y actualmente trabaja en un instituto de Carabanchel. Tiene un hijo de 8 años y una hija de 7.

Ha escrito varias novelas y cuentos para niños y adolescentes. En Amazon encontrarás: Leyendo a los muertos , Pedacito de infierno y otros relatos y El cuaderno de Irina , todas ellas destinadas a un público joven.


Dedicado a mis hijos, que me hacen valorar el tiempo y me dan la inspiración.


Índice


I

Si no hubiera sido otoño, probablemente hubiéramos muerto. O quizás no. A lo mejor habríamos caído agotados en cualquier lugar del bosque, y al oírnos llorar nos habría encontrado alguna de las patrullas que salieron a buscarnos esos días. Habríamos regresado a casa y recibido un aluvión de besos y abrazos mojados en lágrimas, un baño caliente y una buena cena. Nos habrían atiborrado con todo lo que más nos gustaba, chucherías prohibidas incluidas, y puede que hubiera habido una improvisada fiesta familiar, de esas llenas de abuelos, tíos y primos, para celebrar nuestra aparición. Después de todo, éramos unos niños muy queridos. Adriana tenía cinco años y yo ocho, y jamás en nuestra vida nos habíamos ido a dormir sin los mimos de nuestros padres .

Pero era otoño, y en otoño hay suficiente comida en el bosque para poder ir tirando, recuperando fuerzas, y así seguir andando, intentando encontrar el camino de vuelta… alejándonos de él, en realidad. Durante las tres semanas que deambulamos perdidos antes de acabar en la cueva de los ocultos, nos alimentamos de boletos, níscalos, champiñones, senderuelas y oronjas, las cuales conocíamos bien porque desde que aprendimos a andar mi madre nos llevaba con ella en sus expediciones en busca de setas. Nos las comíamos crudas o tostándolas un poco al fuego, un manjar, excepto cuando no tienes apenas otra cosa que llevarte a la boca, pues te dan diarrea. Al principio también abundaban las castañas silvestres, que son un buen carbohidrato, y los madroños, que parecen pastelitos insípidos. Y cuando había suerte, cogíamos alguna trucha en los arroyos de la montaña maneándolas, técnica completamente ilegal que habíamos perfeccionado, por diversión, a lo largo de nuestra infancia, siempre devolviendo el pez al agua, pero que aquellos días nos permitió sobrevivir.

Aun así pasamos hambre, y a medida que pasaban los días cada vez más, pues la comida comenzó a escasear por la proximidad del invierno. Todo lo que conseguíamos llevarnos a la boca nos parecía poco, nos rugía el estómago constantemente, y la ropa se nos quedó grande enseguida. Al menos, yo llevaba encima un mechero porque la tarde que nos perdimos había estado ayudando a mi padre a quemar rastrojos, y se lo había robado sin que se diera cuenta —él no me lo hubiera dado por las buenas, tenía pánico a los incendios—. Gracias a ese hurto pudimos cocinar y calentarnos.

La lluvia era otro de nuestros problemas. Algunos días caía con fuerza y nos obligaba a refugiarnos debajo de alguna roca durante horas, horas en las que no podíamos buscar comida y la humedad nos calaba los huesos. Y luego estaban las noches. Cualquier sombra nos asustaba, cualquier ruido nos sobresaltaba. De nada servía que nos repitiéramos continuamente que no había osos, ni lobos, ni ningún animal peligroso en el bosque, todo lo más jabalíes, ciervos, zorros y conejos, que ni nos podían hacer daño ni se acercarían a nosotros con el fuego encendido. Lo único feroz por allí eran los tábanos, que en las horas centrales del día, cuando todavía apretaba el sol, se cebaban con Adriana, de piel más suave y sangre más dulce que yo. Pero al atardecer se esfumaban, y como ya hacía demasiado fresco para los mosquitos, desaparecían las amenazas zoológicas. Aun así, el miedo, a esa edad, es más fuerte que la razón: la oscuridad de la noche nos recordaba nuestra terrible soledad y nos traía el terror de no ser encontrados jamás. Mi hermana lloraba hasta dormirse llamando a nuestros padres, sobre todo a nuestra madre, a la que estaba muy unida. Su desconsuelo me partía el corazón.

—Mamá siempre nos cuenta un cuento antes de dormir —susurraba.

—Si quieres yo te puedo contar uno.

—Pero tú no los sabes contar tan bien como mamá.

—Dame una oportunidad.

—Está bien.

—Había una vez dos niños que vivían en un país donde siempre era verano…

A veces se dormía al acabar la historia, pero muchas veces no. Mis cuentos eran sosas reproducciones de los de mi madre, que a menudo escribía ella misma para nosotros. Y además no tenían su voz.

También sufríamos el frío. Nos acostábamos abrazados y en rincones resguardados, con nuestros abrigos, que llevábamos atados a la cintura el día que nos perdimos, y cubiertos con helechos; pero a pesar de todo siempre nos despertábamos helados antes de que saliera el sol. En cuanto abríamos los ojos, aún a oscuras, encendíamos la hoguera otra vez y volvíamos a dormirnos un rato, pero yo vivía con el temor de que se me acabara el gas del mechero —en el colegio, por desgracia, no te enseñan a hacer fuego frotando ramitas—.

—¿Por qué no encuentras el camino? ¿Por qué no lo encuentras? —me preguntaba desesperada mi hermana —. ¡Llevamos días perdidos!

—No lo sé, Adriana. Estoy desorientado. Pero lo encontraré, ya lo verás.

En realidad, yo era consciente de que cada vez me resultaba más extraña la geografía que nos rodeaba. No habíamos visto ni una sola casa, solo unas cuantas ruinas medio enterradas bajo la maleza, de cuando el bosque era un lugar habitado, antes de que todo el mundo se fuera a vivir a las ciudades o al pueblo más cercano.

—¿Es que nadie ha salido a buscarnos? ¿Por qué no nos encuentran? —preguntaba ella llorando, tirándose al suelo, cansada de tanto caminar.

—No lo sé. Seguro que están a punto de encontrarnos.

Y mi hermana gritaba fuerte, se desgañitaba gritando, pero solo algún arrendajo contestaba su llamada.

Todavía no sé por qué nos perdimos aquel día. Habíamos estado cogiendo piñas para la estufa de leña —las piñas son muy buenas para encender fuego—. Cuando ya tuvimos suficientes, mi madre nos preguntó que si queríamos jugar en el bosque mientras ella leía un rato, y claro, le dijimos que sí. Nos encantaba el bosque. Todos los lugares de un bosque se pueden transformar en mundos imaginarios sin mucho esfuerzo. Adriana y yo éramos una pareja de esquimales aquel día, y las enormes piedras que había por allí se convirtieron en icebergs. Teníamos que buscar comida antes de la llegada del invierno, meterla en nuestros sacos, y almacenarla en nuestro iglú —un gran castaño debajo de cuyas ramas realmente se podría vivir—. Cada vez necesitábamos alejarnos más para encontrar algo de pesca —las piedras alargadas del arroyo— o cazar alguna foca —restos de troncos—. No recuerdo en qué momento me di cuenta de que no me sonaba de nada la zona en la que nos encontrábamos, pero sí recuerdo que para cuando me admití que estábamos perdidos, hacía ya bastante rato que estaba desoyendo una incómoda sensación de alarma.

—Francisco, ya es casi de noche —me dijo Adriana—. Vamos con mamá.

—Sí, ahora vamos —contesté con la mayor naturalidad que pude. Temía que mi hermana notase en mi voz lo nervioso que estaba, porque ya llevaba una hora intentando encontrar el rincón donde se había quedado leyendo.

—Se va a enfadar con nosotros. No le gusta que nos vayamos tan lejos —insistió ella.

—No te preocupes, ya casi estamos ahí.

Pero no estábamos. Intentaba identificar algún elemento que me resultara familiar. A veces me parecía ver un árbol o un arbusto conocidos, pero enseguida comprendía que no eran los que yo pensaba. Apenas se veía ya. No podía creerme lo rápido que estaba oscureciendo. Calculé que a esa hora normalmente nos estábamos duchando.

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